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𝑐ℎ𝑎𝑝𝑡𝑒𝑟 𝑓𝑖𝑓𝑡𝑒𝑒𝑛



𝐷𝑟𝑜𝑚𝑜𝑙𝑎𝑛𝑑 𝐶𝑎𝑠𝑡𝑙𝑒, 𝑊𝑎𝑡𝑒𝑟𝑓𝑜𝑟𝑑 𝐶𝑜𝑢𝑛𝑡𝑦


"Me has mentido. Desde el principio."

Peter intentó respirar con normalidad, pero la contracción en su garganta le impedía hacerlo.

"Me lo has ocultado todo."

El duque de Brighton quería salir corriendo detrás de Diana, quien acababa de salir del salón de baile tras despedirse de su familia de forma apresurada. Quería explicárselo todo.

"¿Por qué escucharía a alguien que no ha hecho más que mentirme a la cara?"

Peter cerró los ojos al recordar las hirientes palabras de la joven Bridgerton. Pero no la culpaba. Se merecía todos y cada uno de los insultos que Diana quisiera gritarle a la cara. 

"Adiós, excelencia."

No. Peter se negaba a dejarla marchar. No de esta forma. Tenía que encontrar la manera de hablar con Diana, de explicarle su versión de los hechos y de aclararle que no había sido partícipe de ningún engaño. Que la conclusión a la que había llegado por sí misma no era cierta en absoluto.

El duque logró salir de su bloqueo y comenzó a andar rápidamente en la dirección en la que se había ido Diana. Hizo lo posible por no chocar con ningún invitado o familiar, y si alguien intentaba retenerlo ponía como excusa que iba a la habitación de los niños para ver a George. 

No podía detenerse. No en ese momento, cuando veía que la persona a la que amaba profundamente sufría por su culpa y planeaba alejarse de él para siempre. 

Ni siquiera reparó en las miradas preocupadas de Lady Bridgerton y su hijo Benedict, que siguieron con atención sus pasos. A esas alturas, ya habrían averiguado que él había sido el causante del malestar que sentía Diana. Y esa sensación se clavaba en el pecho de Peter con el más agudo de los dolores.

El duque de Brighton captó por el rabillo del ojo el color dorado del cabello de Diana y el celeste de la tela de su vestido. En otras circunstancias, habría rogado a la joven para que se sentara frente a él y le dejara pintarla; le habría rogado que le honrara con el placer de plasmar su belleza etérea sobre un lienzo. Y es que en ese preciso instante, Peter Fitzgerald se dio cuenta de que no dudaría en ponerse de rodillas y suplicarle a Diana. Para pintarla, para que le perdonara. Simplemente para que le escuchara.

—Diana —llamó el duque—. Diana, por favor. Escúchame antes de sacar conclusiones precipitadas. 

La joven Bridgerton no le dio el placer de detenerse, ni siquiera de girarse para mirarlo a los ojos. La rubia continuó con su paso acelerado escaleras arriba, en dirección a los dormitorios de los invitados. El duque suspiró y se apresuró a subir los escalones de dos en dos, llegando a la planta superior justo antes que Diana para cortarle el paso. Entonces pudo comprobar el daño que su secretismo había causado en la joven a la que amaba.

Diana se detuvo en seco al encontrarse con el cuerpo del duque frente a ella y no tuvo más remedio que levantar la mirada y mirarle a los ojos. Unos ojos que brillaban, no por devoción o ilusión —un fenómeno que había tenido el privilegio de contemplar alguna vez—, sino por las lágrimas que los inundaban. Peter extendió una mano temblorosa hacia el rostro de la joven con la intención de limpiar las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Sin embargo, el duque se detuvo cuando vio la mueca de disgusto que se dibujó en la cara de Diana. 

No sabía qué le estaba destrozando más de esta situación: que Diana se negara a escucharle, ser el causante de sus lágrimas o el rechazo que había profesado a su tacto. Su corazón se estaba volviendo más y más pequeño a cada instante que pasaba, evolucionando a un tamaño perfecto para que Diana Bridgerton se hiciera con él y lo convirtiera en pedazos. 

—Déjame pasar —dijo Diana con la voz rota.

El corazón del duque volvió a encogerse.

—Diana, te ruego que me escuches —suplicó él con desesperación, dando un paso hacia atrás para observar el rostro de la joven—. Tienes todo el derecho a estar enfadada. 

—Vaya —rió la joven con ironía antes de recoger las faldas de su vestido y avanzar por el pasillo—. Me conmueve extremadamente su comprensión, excelencia. 

—Comprendo que hayas podido llegar a un malentendido con la historia que has escuchado. Con lo que sea que hayas escuchado —continuó Peter, caminando tras Diana a paso rápido—. Pero mis acciones nunca fueron malintencionadas. Nunca te mentí y jamás tuve la intención de hacerlo. 

—¿Y qué hay de Anne Ellington? —espetó Diana, girándose con rabia hacia el duque. Ya habían llegado a la puerta de sus aposentos— ¿De tu compromiso con ella? ¿De su casamiento con el hermano de Theodore Spencer?

—No sabía con quién se había desposado Anne hasta que conocí a Beverly y comencé a escuchar los rumores sobre él. No podía acusarle sin tener la certeza de que se trataba de la misma persona que —Peter resopló, visiblemente angustiado—... Hay mucho que debes saber, Diana. Muchas cosas que no te conté por protegerte; por alejar a Beverly de ti y tu familia lo antes posible. Déjame que te lo explique todo con calma. Responderé a todas las preguntas que tengas.

—Creo que ya tuviste el momento de dar esas explicaciones —Diana tragó el nudo de su garganta, pero eso no impidió que algunas lágrimas resbalaran por sus mejillas—. En Vauxhall. En la cena de Lady Danbury. Incluso en el baile de Lady Trowbridge. Cuestioné tantas veces tus injerencias en el cortejo del conde de Beverly que he perdido la cuenta —la joven negó con la cabeza—. Nunca quisiste responder a mis preguntas, pero seguías empeñado en evitar que el conde pidiera mi mano. Y ahora... Esto. ¿De verdad quieres que confíe en ti?

—No estás escuchándome...

—No quiero hacerlo —le interrumpió Diana, saboreando la rabia y el veneno en su lengua—. Me prometí a mí misma que no volvería a cometer el error que cometí con Theodore Spencer. No puedo creer que haya sido tan estúpida de caer ante las palabras de un hombre por segunda vez. 

Peter frunció el ceño. No podía creer lo que acababa de escuchar.

—¿Me estás comparando con ese desgraciado? —bufó el duque antes de pasarse una mano por la cara— Por Dios, Diana. ¡Evité que te casaras con él y arruinaras tu vida! 

—¡Por venganza! ¡O lo que sea que hubiera motivado tu odio hacia él!

—¿De verdad me crees capaz de manejar tu vida privada a mi antojo? ¿Por una venganza? —Peter negó con la cabeza—. Y mi odio hacia él está justificado. Ahora más que nunca, me atrevería a decir. —respondió Fitzgerald entre dientes, intentando por todos los medios mantener la compostura—. Si accedieras a escucharme, comprenderías por qué actué de la forma en que lo hice. Confía en mí, Diana. Por favor.

Peter vio como los engranajes giraban dentro de la cabeza de Diana. El rostro de la joven permaneció estoico, pero sus ojos mostraban lo desdichada que se estaba sintiendo en ese momento. Y Peter se odiaría eternamente por haberla hecho sentir de ese modo.

—Nunca sería capaz de volver a confiar en ti —dijo Diana, alzando la barbilla para mirar a los ojos del duque—. Ni siquiera aunque quisiera hacerlo. 

Peter cerró los ojos con frustración y dolor. Sabía que había pronunciado esas palabras con el veneno justo para que calara el mensaje, para que le hiciera querer dar la vuelta y no mirar atrás. Pero Peter era maestro en ese campo de batalla. Después de todo, él también había hablado con palabras afiladas en el pasado para alejar a las personas de él. Y ese era uno de los motivos por el que no iba a dejar a Diana adentrarse en ese camino sin retorno.

—Diana...

—Ah, Diana, querida. Aquí estás.

Violet y Benedict Bridgerton habían aparecido al final del pasillo. Peter inhaló con fuerza y cruzó las manos detrás de su espalda, intentando aparentar normalidad. Si tenía que tener esta conversación con la familia de Diana presente... Estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para que Diana escuchara su testimonio.

—Me encontraba indispuesta y el duque me ha acompañado para que no regresara sola a mi habitación —se apresuró a decir Diana—. Y para despedirse. 

Peter giró inmediatamente la cabeza hacia la joven Bridgerton. ¿Iba a marcharse, así sin más? ¿Sin acceder a escucharle?

—Qué generoso por su parte, excelencia —dijo la vizcondesa viuda cuando el silencio se volvió demasiado incómodo—. Espero que pueda venir a visitarnos una vez haya regresado a Inglaterra.

—El duque está demasiado ocupado —repuso Diana—. De hecho, ya iba a irse. 

Benedict y su madre se quedaron perplejos ante la respuesta de Diana. Los Bridgerton intercambiaron una serie de miradas confusas y sorprendidas, completamente incrédulos ante la situación que estaban viviendo. Violet analizó a su hija con preocupación, notando lo enrojecidos que estaban sus ojos y el temblor en los dedos de sus manos. Lo que escapó a sus ojos fue el asentimiento de cabeza del duque de Brighton. Completamente desolado, aceptó darle a Diana el espacio que pedía.

—Espero que tengan un buen viaje de regreso a Londres —intento decir con claridad. Su voz, sin embargo, reflejaba la tortura que estaba atravesando—. Señor Bridgerton, Lady Bridgerton —sus ojos brillaron atormentados cuando se giró hacia Diana—. Miss Bridgerton. 

Peter dio la vuelta rápidamente y se apresuró a atravesar el pasillo, saliendo del campo de visión de los Bridgerton para encaminarse al otro ala del castillo, donde estaban su habitación y las de sus hermanos. Sentía que le habían arrancado el corazón del pecho, que lo habían hecho trizas delante de sus ojos y lo habían vuelto a depositar en su lugar original. Y todo por su culpa. 

Peter Fitzgerald había encontrado la felicidad y el amor puro y verdadero entre tanta desgracia en su vida. Y lo había perdido todo en un abrir y cerrar de ojos.


❀⊱ ────────────── ⊰❀


El alba comenzaba a teñir el cielo irlandés cuando el duque de Brighton echó otra carta al fuego. El papel de la misiva arrugado a causa de la frustración y los trazos de su pluma reflejando los nervios y la desesperación de Peter.

El duque se levantó del escritorio y avanzó en círculos por la habitación, frotándose los ojos para rehuir del escozor que habitaba en ellos. Había pasado tantas horas sentado frente a la mesa de escritorio con la pluma en la mano que no sabía a qué se debía el escozor de sus ojos exactamente. Si al cansancio o...

Diana.

El corazón se le encogió en el pecho. Un dolor tan punzante y cegador que Peter tuvo la necesidad de sentarse a los pies de su cama. Reunió toda la fuerza de voluntad que le quedaba para echar un nuevo vistazo al escritorio, donde, a un lado, permanecía la primera carta que escribió esa noche y la única que no se había transformado en cenizas. Tal vez no la había destruido porque ninguna de las cartas había sido tan sincera, clara y directa como lo había sido esa. O tal vez porque en ella había escrito lo que no se había atrevido a expresar en las demás.

"Si una cosa pido de ti, aunque no me encuentro en la posición de hacer tal cosa, es tu comprensión. No busco el perdón. Jamás me atrevería a pedirte tal cosa, por mucho que mi corazón y mi mente me supliquen que encuentre la paz contigo. Tan solo te pido que entiendas, Diana, por qué mis decisiones, aunque erróneas, fueron las que fueron."

Peter había dedicado su tiempo a escribir una carta que relatara con detalle todo lo que le había ocultado a Diana Bridgerton. El duque de Brighton necesitaba contarle a Diana su versión de los hechos, pero era muy consciente de que lo último que la joven Bridgerton deseaba en esos momentos era mirarlo a la cara. Por ese motivo, y con la necesidad de contárselo antes de que Diana subiera al barco que la llevaría junto a su familia de vuelta a Londres, Peter tomó papel y pluma y se puso a escribir. 

Fitzgerald se levantó de la cama y caminó hacia la mesa de escritorio, tomando la misiva como si estuviera en llamas, tal y como le había ocurrido a sus sucesoras. Tras debatirlo intensamente con su subconsciente, el duque tomó uno de los sobres que descansaban sobre la madera de la mesa y guardó las cuatro páginas que conformaban la carta. Sin embargo, antes de cerrar el sobre, Peter se dirigió hacia la cómoda para coger su cuaderno de bocetos. El duque pasó las hojas con rapidez hasta que llegó al último dibujo que había pintado. Una sonrisa llena de tristeza se esbozó instintivamente en sus labios antes de que sus dedos arrancaran la página con sumo cuidado. Fitzgerald lo dobló por la mitad y lo guardó junto con la carta en el sobre. 

El duque de Brighton no se molestó en ponerse una chaqueta antes de abandonar su dormitorio con pasos decididos hacia el ala opuesta del castillo. Ataviado con los pantalones y zapatos que había llevado a la boda el día anterior y la camisa blanca remangada hasta los codos, se apresuró a recorrer los oscuros pasillos en absoluto silencio. Su pecho se contraía a cada paso que daba, como si Diana fuera a estar en la puerta de su dormitorio esperando a que él llegara. 

Y aunque Diana no estaba de pie junto a la puerta de su habitación, el duque sí que había tenido la suerte —o la desgracia— de toparse con otro Bridgerton justo antes de llegar a su destino.

—Brighton —llamó Benedict con sorpresa—. ¿Qué...?

—Lo siento. No pretendía molestar —contestó, fijándose en la ropa de salir de Benedict. Sin duda, ya listo para partir en las próximas horas. 

Benedict guardó silencio durante unos segundos, observando al amigo de su hermano y a su desaliñada apariencia. La rojez de sus ojos y las bolsas oscuras debajo de estos hablaban por sí solas. Ben detuvo su mirada al ver el sobre en las manos del duque y suspiró.

—Ella no quiere verte.

—Lo sé —respondió, ignorando el nudo en su garganta—. No tengo la más mínima intención de causarle ningún daño. Y como era consciente de que lo último que tu hermana querría en este momento es —Peter cerró los ojos con frustración y se tragó sus palabras—... Iba a echar la carta por debajo de la puerta.  Aunque soy consciente de que corre el peligro de acabar en el fuego, no podía arriesgarme a que os fuerais sin darle antes esto.

Benedict asintió lentamente. Y, por un momento, quiso castigarse por sentirse mal por el hombre que había hecho llorar a su hermana pequeña. 

—No lo hará. Pero no puedo asegurarte que esa idea no pase por su cabeza —dijo Benedict con una sonrisa reconfortante—. Puedo dársela yo.

—¿Y cuáles son las probabilidades de que seas tú el que eche esta carta al fuego y no Diana?

—No muchas, desgraciadamente —Ben se encogió de hombros—. A pesar de que he sido testigo del daño que le has hecho a mí hermana, también he visto cómo la miras. Y como te mira ella a ti. Pensé que jamás vería a Diana amar de esa forma a alguien. Su corazón estaba demasiado roto para hacerlo. Hasta que...

Peter asintió antes de que Benedict acabara la frase. Le dolían más que le reconfortaban esas palabras. Le hacían pensar en que había tenido todo lo que había soñado y más con Diana, y el único culpable de que esos sueños se esfumaran había sido él mismo.

—Si puedes solucionarlo, hazlo —continuó Benedict, extendiendo una mano como invitación—. Conviértete en merecedor del amor de mi hermana y del respeto de mi familia. Pero no pienses ni un segundo en volver a hacerle daño.

Peter tragó saliva y asintió brevemente. El duque alargó la mano y depositó el sobre en la mano extendida de Benedict, sintiendo como la presión volvía a su pecho al despojarse de su carta. Ya no había vuelta atrás. 

—Gracias, Bridgerton. 

—Agradécemelo en unos años.

El duque de Brighton soltó una risa y asintió una vez, dándole una última mirada a Benedict antes de volver a su dormitorio.

Y tal vez fueron las palabras de Benedict, o la ilusión de formar parte de la gran familia de Diana, lo que despertó en él una pequeña llama de esperanza. Y hasta que pudiera ver a Diana de nuevo, se aferraría a ese salvavidas con todas sus fuerzas.


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𝑆𝑡. 𝐺𝑒𝑜𝑟𝑔𝑒 𝐶ℎ𝑎𝑛𝑛𝑒𝑙, 𝐶𝑒𝑙𝑡𝑖𝑐 𝑆𝑒𝑎


Vita nuova.— Dante Alighieri, 1294

Diana resopló antes de dejar caer el libro sobre la cama. Parecía que había pasado una eternidad desde el momento que decidió qué quería llevar en su equipaje, siendo el libro de Dante la distracción perfecta para la travesía en barco hasta Irlanda. O eso pensó ella.

Ahora, necesitada de despejar su mente y sumergirse en el mundo de la lectura, Diana sintió que los astros le estaban gastando una broma pesada en el momento que leyó el título de la obra que había escogido.

Vita nuova nunca había sido su favorito, ni mucho menos. Pero la joven Bridgerton comenzó cogerle el gusto hacía unos meses, poco después de su debut en temporada. Antes le habría parecido insufrible leer poesía y prosa de ese calibre, sobre todo al saber que Dante escribió tan bellas palabras después de la muerte de Beatriz, la mujer a la que tanto amaba y a la que dedicó su obra. No obstante, a medida que los sentimientos hacia Peter Fitzgerald comenzaban a florecer en el corazón de Diana, la joven se vio inclinada a cambiar su lectura habitual por novelas románticas y poesía. 

En ese preciso instante, sin embargo, solo deseaba tirar el libro por la ventanilla del camarote para que se hundiera en las profundidades del mar. Algo que, sin duda, equivaldría al profundo vacío que estaba experimentando Diana en su interior.

Su madre, que la conocía mejor que nadie y que sabía que su hija necesitaba un tiempo a solas, había mencionado unos minutos antes que subiría a cubierta para tomar  el aire. Diana se lo había agradecido con una sonrisa en los labios y con la promesa de que se uniría a ella más tarde. Cuando hubiera encontrado la forma de poner en orden sus pensamientos y calmar el dolor punzante que se instalaba justo donde se encontraba su corazón. 

Diana se sentó finalmente a los pies de la cama, tomando el libro entre sus manos y leyendo el título sobre su cubierta. Cualquier mínimo detalle le recordaba a lo que había ocurrido en Irlanda.

Le recordaba a él. 

Lo único que impidió que Diana se deshiciera de la obra de Dante para siempre fueron los tres toques sobre la puerta de su camarote. 

Diana esperaba ver a Jane al otro lado de la puerta con el té que le había pedido su madre antes de salir del camarote. Para ayudarle a descansar, le había dicho la vizcondesa. Sin duda, Violet estaba terriblemente preocupada por la falta de apetito de Diana y las ojeras oscuras que habían aparecido bajo sus ojos.

Pero fue Benedict, con una taza de porcelana en sus manos, quien asomó la cabeza por el hueco de la puerta. El segundo de los Bridgerton, que había aparecido con una sonrisa animada, frunció rápidamente el ceño al ver a su hermana pequeña a punto de arrojar el libro de Dante por la escotilla del camarote.

—¿Debería volver luego?

Diana cerró rápidamente la escotilla y escondió el libro detrás de su espalda, actuando como si no hubiera pasado nada.

—Estaba acalorada. Simplemente tomaba algo de aire fresco —queriendo cambiar de conversación, señaló con el mentón la taza que sostenía Benedict—. ¿Te has cruzado con Jane cuando venías hacia aquí?

—Así es. 

—Qué considerado.

—¿Qué puedo decir? Soy el mejor hermano del mundo —dijo mientras cerraba la puerta con el pie, adentrándose en el camarote con una de sus sonrisas divertidas—. Y además, tenía algo que darte.

—Ah, ¿sí? —preguntó Diana con ironía, confiada de que su hermano planeaba gastarle alguna broma para subirle el ánimo.

Benedict asintió, haciendo una mueca antes de sentarse en el pequeño escritorio de madera frente a la cama. Dejando la taza de té para su hermana sobre la superficie, el joven sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta y lo agitó en el aire.

—Supongo que es un mal momento para entregarte esto.

Fue el turno de Diana de fruncir el ceño. Sus ojos analizaron el sobre entre los dedos de Benedict, que lo sostenían con sumo cuidado. Como si lo que hubiera dentro fuera de un valor muy preciado. Tenía una corazonada que le gritaba que cogiera el sobre, que rasgara el sello oscuro y que corriera a ver qué había en su interior. Pero otra parte de ella, más temerosa, la retenía en el mismo lugar, impidiéndole que fuera hacia su hermano. 

—¿Qué es eso? —preguntó con voz temblorosa. A penas podía oír el rugir de las olas con lo rápido que le estaba latiendo el corazón. Ella sabía lo que había dentro de ese sobre.

—¡No soy un cotilla! Obviamente no lo he abierto —Benedict se mostró indignado, aunque mantenía una pequeña sonrisa en sus labios—. Dejo el inmiscuirse en los asuntos de los demás a nuestra querida madre. Siempre se le ha dado fabulosamente bien.

Aunque no le faltaba razón, Diana no le devolvió la sonrisa a su hermano. No estaba de humor para risas, ni siquiera con Ben. Cielos, ni siquiera estaba de humor para jugar a las adivinanzas consigo misma e intentar averiguar qué demonios contenía ese dichoso sobre. Necesitaba rasgar ese sello y necesitaba hacerlo ya.

Benedict, al que leer las expresiones y gestos de Diana se le había dado siempre de maravilla, dedicó unos segundos a mirar lo que el duque de Brighton le había entregado la noche anterior. Había dejado pasar las horas, esperando que Diana estuviera más tranquila y que su mente hubiera encontrado algo de paz. Sabía que Diana estaba pasándolo mal —muy mal, de hecho— tras su discusión con el duque de Brighton. Y por mucho que deseaba tirar esa carta al mar para evitarle más disgustos a su hermana pequeña, algo en el fondo de su interior le decía que entregársela era lo correcto. Que Diana podría encontrar la serenidad y felicidad mediante esas palabras escritas con tinta.

Dejando el sobre junto a la taza de té sobre el escritorio, Ben se acercó a Diana y la sostuvo por los hombros. Era consciente de que su hermana necesitaba intimidad en esos momentos, y no sería él quien se la negaría. 

Incluso cuando, sosteniendo a su hermana, tenía la sensación de que sería una de las últimas veces que lo hiciera. Como si al leer lo que el duque de Brighton quería decirle, Diana fuera a echar a volar para comenzar a construir su propia historia. Y esa sensación, la de ver a su hermanita convertirse en una mujer dueña de su propio destino, aterraba profundamente a Benedict y le enorgullecía a partes iguales.

Benedict besó afectuosamente la frente de su hermana y le regaló una sonrisa antes de señalar la puerta con el mentón. 

—Estaré en mi camarote —si me necesitas, estaré ahí para ti, querían decir las palabras de Benedict.

Diana asintió y permaneció inmóvil mientras veía a su hermano salir por la puerta. Sus ojos claros se desplazaron por instinto hacia el lugar donde había estado Benedict, junto al escritorio, y no tardó en acercarse a él. Sus dedos temblorosos se detuvieron a pocos centímetros del sobre, observando el sello del duque de Brighton en su superficie. Diana no pudo contener el escalofrío que le recorrió la columna al confirmar sus sospechas. 

Diana convirtió sus manos en puños, obligándose a dar media vuelta y e ignorar cualquier intento que Peter Fitzgerald hubiera hecho para... ¿Para qué?, se preguntó a si misma. 

Tal vez estaba siendo impulsiva e inmadura al no afrontar la realidad; al no haberle dado la oportunidad a Peter de explicarse y darle su versión de los hechos. Y aunque eso no justificaba lo que el duque había hecho... ¿habría algo dentro de ese sobre que lo hiciera? ¿Que explicara por qué había actuado de la forma en que lo había hecho?

Diana chasqueó la lengua antes de girarse rápidamente y alcanzar el sobre. Sus dedos no parecían actuar con la rapidez necesaria, tropezando con objetos varios en su intento de encontrar el abre cartas que había dejado en el escritorio hacía unas horas. Al darse por vencida, Diana optó por rasgar el sello con los dedos. A fin de cuentas, su madre o Anthony no se encontraban presentes para regañarla. 

La rubia se sentó en la silla de madera con torpeza, tratando de ignorar el temor que hacía temblar cada miembro de su cuerpo. Diana sacó lo que parecía ser una carta de cuatro páginas, dobladas con sumo cuidado, y dejó el sobre encima del escritorio, siendo consciente de que había algo más en su interior.

Lo vería luego, se prometió a sí misma. 

Diana se detuvo para tomar una bocanada de aire antes de plegar las páginas. Casi podía escuchar el apresurado latir de su corazón, y juraba que sentía una fina capa de sudor cubrirle el cuerpo. La anticipación la estaba matando lentamente.

Armándose de valor, Diana Bridgerton se sumió en la lectura de la carta que cambiaría el rumbo de su vida.


❀⊱ ────────────── ⊰❀


Diana, 

Espero que esta carta te encuentre bien y a salvo. Permíteme que, en primer lugar, me disculpe por mi comportamiento. Las palabras jamás podrán llegar a describir lo terriblemente culpable que me siento por haber sido el causante de tu dolor y lo desdichado que me ha convertido el no ser merecedor de tu confianza. Por todos esos momentos que no te conté toda la verdad, lo siento. Profundamente.

Sé que lo último que querrás en este momento es tener una mínima interacción conmigo, así que he decidido, en contra de mi voluntad, encerrarme en mi habitación para no ir a suplicar tu perdón. Escribir una misiva explicándome es la única alternativa que pasa por mi mente, aunque corra el riesgo de que te deshagas de ella y no la leas jamás. Pero si has resistido a tus deseos de prenderle fuego o tirarla por la borda del barco, permíteme que te de las gracias. Jamás podría perdonarme que te fueras sin que supieras la verdad.

Soy consciente de que mi comportamiento y mis acciones son injustificables y lamento infinitamente el secretismo al que te he sometido. Secretos que, ahora, reconozco que no simplemente fueron fruto de mi arrogancia y orgullo y, por tanto, un error desmesurado; sino también una decisión injusta contigo y con tu capacidad de decidir por ti misma. Creía saber qué era lo mejor para ti y me convencí de que estaba en mi mano el hacerlo realidad. Desgraciadamente, en un intento de protegerte de las intenciones deshonrosas y cobardes de Theodore Spencer, lo único que conseguí fue destrozar el vínculo entre nosotros que durante tanto tiempo nos obligamos a ignorar y que tanto tiempo nos llevó aceptar. Desearía cambiar el pasado si esa opción estuviera en mi mano. Pero barajando mis opciones, debo admitir que me aferro a la esperanza de poder explicarte algún día todo lo que te cuento en esta carta mientras te miro a los ojos. Porque sé que el dolor que te he causado no podrá borrarse con meras palabras y que no soy merecedor de tu perdón o compasión.

Si una cosa pido de ti, aunque no me encuentro en la posición de hacer tal cosa, es tu comprensión. No busco el perdón. Jamás me atrevería a pedirte tal cosa, por mucho que mi corazón y mi mente me supliquen que encuentre la paz contigo. Tan solo te pido que entiendas, Diana, por qué mis decisiones, aunque erróneas, fueron las que fueron.

Poco después de que mi madre se casara por segunda vez con el difunto Lord Wenworth, mi padrastro sugirió un matrimonio de conveniencia con Anne Ellington, la única hija de un familiar lejano. Por aquel entonces yo estudiaba en Oxford y supe de la propuesta a través de una misiva de mi madre. Ella me dijo que tenía tiempo de meditarlo, pues Anne era demasiado joven en aquel momento. Mi madre me aseguró que pasarían años hasta que tuviera que pedir la mano de Anne oficialmente, por lo que no me tomé demasiado en serio todo aquel juego de casamenteros que mi madre y mi padrastro estaban llevando a cabo. No obstante, los años pasaron más rápido de lo esperado y, con la llegada de mis hermanas menores y el peso del ducado que heredé de mi padre sobre mis hombros, el matrimonio de conveniencia con los Ellington volvió a ponerse sobre la mesa. 

Yo no conocía otra forma de amor que el de mi familia. Apenas recuerdo si mis padres se amaban o si se trataban con afecto. Y el segundo matrimonio de mi difunta madre se celebró por conveniencia. Jamás me vi rodeado de un amor pasional ni extraordinario que me hiciera negarme a contraer matrimonio con una persona a la que ni siquiera conocía. No tenía nada que me empujara a perseguir un amor tan puro y cegador como el que siento por ti.

Volví a oír de Anne en un momento muy duro para nuestra familia, especialmente para mi pobre madre. Su cuarto embarazo estaba demostrando ser el peor de todos hasta la fecha y el parto casi acaba con ella. El doctor logró salvar la vida de mi madre, pero el bebé había sufrido graves lesiones durante las largas horas del parto y murió a los pocos días de nacer. Mi madre se sumió en una pena profunda y quiso asegurarse de que, en caso de que le pasara algo a ella, mi futuro y el bienestar de mis hermanos estaría asegurado. 

Accedí a casarme con Anne Ellington cuando llegara la primavera siguiente. Intercambiamos algunas cartas, pero tanto sus misivas como las mías eran frías, vacías de afecto o la más mínima ilusión por el futuro que compartiríamos en los meses venideros. Mi madre, consciente de mis dudas, insistió en que pasar tiempo con los Ellington sería una buena forma de conocer a Anne y a su familia, y así construir las bases de lo que sería, según ella, un matrimonio exitoso. Anne, sin embargo, era terriblemente desdichada. Cuando ella y su familia visitaban Brighton, se pasaba los días en silencio y se negaba a probar bocado, o si quiera sentarse a mi lado; cuando mi familia viajaba para visitar a la suya, se pasaba los días encerrada, llorando en su habitación. Yo desconocía el motivo por el que ella se comportaba de tal forma y nunca obtenía respuesta de Lord y Lady Ellington cuando les preguntaba acerca del tema.

Poco después, mi madre murió dando a luz a William. Me forcé a apartar la tristeza y la oscuridad que amenazaba con consumirme y me encerré tras la fría muralla que he ido construyendo a lo largo de los años. No me permití llorar a mi madre ni atravesar el duelo, diciéndome a mí mismo que lo verdaderamente importante en ese momento era convertirme en el hombre que mi madre quería que fuera y asegurar el futuro de mis hermanos. No quise recibir muestras de amor y tampoco de compasión. Sentía que había vuelto a fallar a mi familia de nuevo al permitir que mi madre se arriesgara a atravesar otro embarazo después de que el último casi acabara con su vida. Durante años me he culpado por la muerte de mi madre y ese sentimiento aún permanece en algún lugar recóndito de mi pecho, atormentándome día y noche.

Los Ellington permanecieron en Weavington unos días tras el funeral y Lord y Lady Ellington parecían más dispuestos que nunca a ofrecer la mano de su hija. Incluso propusieron adelantar la boda, ignorando claramente los sentimientos de su hija. No parecía importarles en absoluto que Anne fuera a convertirse en la persona más desgraciada de Inglaterra. Solo estaban interesados en fardar del título que heredaría una vez se casara conmigo. Pero yo no podía ser cómplice de destrozar la vida de otra persona. Había visto en personas cercanas lo que un matrimonio infeliz le hacía a la gente y jamás me habría perdonado el arrastrar a alguien a una vida que no fuera la que deseaba. 

Una tarde cité a Anne en el despacho de mi padre y, aunque a las doncellas les costó convencerla de que abandonara su habitación, acabó acudiendo. Bastó con que le preguntara si verdaderamente quería seguir adelante con el compromiso para que rompiera a llorar de forma desconsolada. Me contó que llevaba dos años y medio viéndose en secreto con un joven al que aseguraba que había entregado su corazón. No hacía falta pedir pruebas de ello o asegurarse de que lo que decía era cierto. Sus lágrimas y la desesperación en sus ojos fueron más que suficientes para creerla. 

Como me imagino que sabrás, el joven del que hablaba Anne era James Spencer, el hermano mayor de Theodore Spencer y el que debería haberse convertido en conde de Beverly —aunque, debo añadir, yo no conocía del caballero más que su nombre—. Entre sollozos me confesó que James Spencer había acudido hasta en cuatro ocasiones al hogar de los Ellington a suplicar que le entregaran la mano de su hija. Sin embargo, sus padres preferían ver a su hija convertida en duquesa que en condesa y le negaron todas y cada una de las ofertas que James les planteó.

Me agencié la culpa por la infelicidad de Anne y me encargué de que Lord y Lady Ellington recordaran que el título de mi padre no es una moneda de cambio ni un trofeo del que ir presumiendo. No tardó mucho convencerles que aceptaran la unión de su hija con James Spencer después de eso. Y semanas después, recibí una carta de Anne para darme las gracias y anunciarme que se casaría con el hombre al que amaba en los meses venideros.

Me entristeció profundamente escuchar la noticia de su fallecimiento y el de su hijo recién nacido a los pocos años de oficializar su matrimonio. Ni siquiera me enteré por los Ellington, sino por una carta enviada por James Spencer, quien me agradeció el haber mediado con los padres de Anne y el haberle permitido disfrutar de su esposa aunque solo hubieran sido por unos años. Yo no podía creer que la historia volviera a repetirse de nuevo. Y aunque no llegué a conocer tanto a Anne, quise ayudar en lo que fuera posible a la que se había convertido en su familia. 

Pero yo no tenía constancia alguna de cuál era el condado que iba a heredar James una vez muriera su tío, que ya se encontraba enfermo cuando Anne y su hijo fallecieron, y la carta enviada por James no contaba con una dirección remitente. Le pedí a Simon que me ayudara a investigar y nos llevó bastante tiempo encontrar a los Spencer de Beverly entre todos los Spencer del país. Habían pasado meses desde la muerte de Anne y, cuando nuestras indagaciones nos llevaron hasta el condado de Beverly, nos encontramos con que el conde de Beverly había muerto. 

No había rastro alguno de James ni señales de que hubiera heredado el condado. Al no encontrar respuestas, puesto que pensábamos que James era el único descendiente del conde de Beverly, no le dimos más importancia al tema. O más bien, Simon me convenció de que tal vez esa era la mejor opción. Dejar esa desgracia en el pasado y continuar con mi vida, centrándome en el presente.

No volví a escuchar nada de los Spencer de Beverly hasta que regresé a Londres. Cuando tu madre y tus hermanas mencionaron que el malnacido de Theodore Spencer era tu pretendiente, la confusión me abrumó. Estaba seguro de que el título de Beverly habría pasado a otra familia tras el rechazo de James a continuar con el legado familiar y quise saber quién era ese Theodore Spencer del que tu familia hablaba con tanta adoración. Incluso por aquel entonces, el orgullo y la envidia motivaron mis actos. Sentimientos que no venían motivados por el pasado, sino por la forma en la que se referían a él como un perfecto candidato a convertirse en tu futuro marido. 

Yo no sabía por qué. No comprendía por qué me molestaba de aquella manera que tu familia estuviera tan convencida de que él era adecuado para ti. Quise convencerme a mí mismo que se trataba de una corazonada, y tal vez fue así. Pero hoy me veo inclinado a decir que fue mi naturaleza orgullosa y mi deseo de protegerte, de alejarte de él, lo que me empujó a comenzar a investigar de nuevo.

Descubrí lo que le había hecho a Abigail después de que Spencer abandonara Londres para huir del baile de los Crawford. Lord Crawford y mi difunto padre fueron muy cercanos en su juventud y, tras preguntarle por Theodore Spencer, me confesó lo que le había hecho a su hija. Después de escuchar lo sucedido de boca de Lord Crawford, no podía dejar que siguiera acercándose a ti. Y fue entonces cuando me enteré de una de las mayores fechorías jamás cometidas por ese infeliz.

Una noche en el White's, Simon y yo nos sentamos a beber con varios caballeros, entre los que se encontraba Lord Ingleby. Un caballero mencionó de forma desinteresada que los diamantes de la temporada parecían haber encontrado a sus pretendientes deseados, ya que en aquel momento Daphne estaba siendo cortejada por el príncipe de Prusia. Al escuchar de que el conde de Beverly era tu pretendiente, Lord Ingleby comenzó a hablar sin parar de lo caballeroso y trabajador que era James Spencer, a quien decía haber conocido cuando el difunto conde de Beverly aún vivía. Simon y yo le alentamos para que continuara contando todo lo que sabía, y fue entonces cuando nos enteramos de las múltiples deudas que Theodore Spencer había acumulado en su corta vida, así como del desprecio que el difunto conde de Beverly profesaba hacia su sobrino menor por ello. Lord Ingleby reiteró en varias ocasiones que el difunto conde habría preferido ver su título extinguirse a que pasara a manos de Theodore.

Yo necesitaba más respuestas. Quería saber qué había pasado con James, qué le había hecho renunciar al condado y por qué había permitido que cayera en manos de su deshonrado hermano. Simon me suplicó que lo dejara estar, que dejara estar a los fantasmas del pasado y te contara la verdad. Pero yo era consciente, no obstante, de que en ese momento no confiabas en mí y que escucharías esa historia si viniera de otra persona. Por eso, en los días que siguieron a nuestra conversación en Somerset House, continué indagando en la vida de los Spencer. Y hoy me preguntó si mereció la pena, pues lo que descubrí ha dejado en mí un dolor que no sé si seré capaz de borrar.

En su lecho de muerte, Anne se aseguró que todo el dinero de su dote y las posesiones que heredaría algún día de su familia fueran a parar a una causa solidaria. James quiso asegurarse de que la última voluntad de la mujer a la que amaba se hiciera realidad, por lo que rechazó heredar el título para dedicarse a tiempo completo al deseo de Anne. Sin embargo, su decisión no tardó en llegar a oídos de Theodore. El desgraciado tomó acciones legales en el asunto y consiguió hacerse con el título de conde. Y no solo eso. Todas las pertenencias de Anne, materiales y monetarias, estaban a nombre del condado de Beverly. James no pudo hacer nada y, antes de que pudiera darse cuenta, Theodore había vaciado las arcas de Beverly, gastando hasta la última libra de lo que había dejado Anne antes de su muerte. 

Nunca creí que alguien pudiera llegar a tales niveles de deshumanización. Acabar con la última voluntad de Anne de esa forma... A día de hoy sigo sin saber a qué causa quiso donar Anne su herencia. Y por el bien de la poca sanidad que me queda, considero que tal vez sea mejor de esa forma.

Te ruego, intenta ver esta situación desde mi punto de vista. Si lograras hacerlo, aliviarías inmensamente el pesar que nubla mi corazón. No pretendo encontrar tu perdón mediante la lástima o la compasión. Por favor, no creas que esos fueron los motivos que me empujaron a escribir esta carta. Sólo te pido tu comprensión y entendimiento y que sepas que mis intenciones, por equivocadas que fueran, nunca fueron maliciosas. Mis actos estuvieron motivados por amor y miedo. Miedo a que te hicieran daño. Miedo a perderte. Aunque ahora veo que fui yo quien te hizo daño y acabó perdiéndote.

Estás en tu derecho de decidir qué pasa a continuación, Diana. Esperaré día y noche a saber cuál es el rumbo que decides tomar para tu vida. E incluso si no encuentras en tu corazón la forma de perdonarme, debes saber que jamás podría guardarte rencor por ello. He cometido errores y aceptaré las consecuencias que vengan con ellos. 

Te amo, Diana Bridgerton. Tanto si decides perdonarme como si optas por hacer como si nunca hubiera existido, debes saber que mi corazón permanecerá inquebrantable en su devoción por ti. Que mi amor por ti es lo único que se mantendrá inmutable en mi alma. Sea cual sea el resultado.

Tuyo hasta que las estrellas se caigan del cielo,

Peter.


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