Capítulo 2 - Parte III
Llegaron a un pintoresco hotel ubicado en medio de la nada. Contaba con varias habitaciones y una enorme piscina al fondo. Había un gran área con máquinas expendedoras, de agua caliente y refrigeradores para el hielo.
Las plantas y las flores estaban por todas partes. Varios pájaros acudían a los comederos y las mariposas revoloteaban junto a los colibríes.
Atticus y Matt se encontraban en la recepción rellenando el formulario de registro. Hablaban animosamente con el dueño al cual parecía gustarle muchísimo la música de flauta, porque no dejaba de resonar por los altavoces. Mientras Josh se quejaba del pésimo gusto musical de aquel «viejo barbudo», Lucía no dejaba de ver la peluda pata de cabra que asomaba bajo sus bermudas.
Logan se espantó al ver la expresión de terror en el rostro de Lucía.
—¿Estás bien?
—¿Qué no lo ven?
—¿Ver qué?
Se abofeteó mentalmente. Ellos no podían ver a través del velo.
—Olvídenlo —murmuró. Se dio media vuelta y caminó hasta los pies de las escaleras, esperando a que Sarah llegara con las llaves de la habitación.
La ducha le sirvió para aclarar su mente. Estaba tan confundida, tan aterrorizada que apenas podía pensar. Demasiados hechos ocurridos en un solo día y nada tenía sentido. Nada podía ser explicado desde la lógica... Y tal vez por eso sentía que estaba al borde de la demencia.
Un semidiós. Mitad mortal, mitad dios.
¿Cómo podía ser posible?
Los dioses no existían; fueron inventados, creados por el hombre para traer un sentimiento de pertenencia a los griegos, de "hombre ideal". O al menos eso era lo que había aprendido de su profesora de Historia.
Se olió la piel. La fragancia de su perfume era muy sutil, casi que extinto por el aroma a glicerina del jabón. Según Sarah, el perfume ocultaba su aroma de mestiza y la protegía de los monstruos. Quiso creer que era una locura, una mala broma por parte de su amiga, pero su padre le regalaba esa fragancia siempre que podía. Él siempre estaba diciéndole cuánto le gustaba ese olor.
¿Cómo pudo ocultarle la verdad? Se suponía que entre ellos no había secretos.
Se miró al espejo, a lo demacrado de su rostro. Recordó la apariencia amorfa de aquel hombre en el estacionamiento. No podía estar tan loca como para creer que su mente se lo había inventado. Pero si fue real, si en verdad esa cosa era un monstruo-marioneta, significaba que aceptaba lo sobrenatural.
NO.
Las pastillas. Tenían que ser las pastillas para la migraña. Tomó más de la cuenta esa mañana. Las alucinaciones debían ser un efecto secundario. Sí, eso debía ser.
Para cuando salió del baño con la bata puesta la puerta de la habitación estaba entornada. Oyó un portazo y vio pasar la figura borrosa de alguien corriendo a toda velocidad.
—¡Josh, espera!
Matt salió de la habitación con una expresión de frustración en el rostro.
Sarah venía subiendo por las escaleras con las manos llenas de chucherías y latas de refresco. Se hizo a un costado al ver que Josh venía embalado. Pasó a su lado haciéndole viento y casi le tira un paquete de papas al piso.
—¡Solo voy a la piscina! —gritó el joven con mal genio.
Matt se detuvo al comienzo de la escalera y resopló. Estaba harto de discutir.
Sarah se le paró en frente y sintió pena por él. Tomó una barra de chocolate y se la extendió.
—¿Sneakers?
El joven soltó una risa y aceptó la barra con gusto.
—Iré a ver que no se escape —anunció y se despidió de la joven, agradeciéndole por el gesto.
Sarah permaneció inmóvil en el lugar hasta que Matt desapareció de su radar. Entonces, voló de su ensoñación y se adentró en la habitación. Ahora era su turno de lidiar con su protegida.
Lucía estaba sentada en la cama, peinándose el cabello húmedo con los dedos. Le lanzó una mirada furtiva y Sarah hizo como si nada. Aventó la comida sobre las sábanas y se dispuso a abrir un paquete de papitas saladas.
—¿Quieres? —Le extendió el paquete y Lucía lo rechazó.
—Sarah, ya basta —suplicó—. Siento que me estoy volviendo loca. Solo dime la verdad de una vez, por favor.
Las papitas le rasparon la garganta y ya no le supieron tan delicioso. Las hizo a un lado y quitándose el exceso de sal contra la tela de sus pantalones, le soltó toda la verdad. Habló sobre el origen de los dioses, de la guerra contra Cronos, del pacto que hicieron los dioses con las Moiras... De la fatídica profecía que los acechaba y de la importante participación de Lucía en esta guerra.
—Tus poderes te ayudarán a salvarlos.
—¡Me odiarán por quién soy!
—Pues tendrán que entender. Tú no tienes la culpa de lo que hizo tu madre.
Su madre.
Una mujer que solo conocía por fotografías. Que poco sabía de su vida y que la Lucía de siete años fantaseaba con conocer.
Ahora que sabía la verdad, todas esas historias de cuento de hadas adquirieron una perspectiva distinta a como solía imaginarlo. Por irónico que pareciera, finalmente encontró sentido a la ausencia de su mamá.
Aisa Anderson era en realidad Átropos, la Moira de la muerte.
Lucía pegó un brinco en cuanto Sarah le puso una mano encima.
—¡¿Puedo matarte?!
—¿Qué? No, claro que no —se apresuró a decir—. Tú no tienes esa clase de poderes. O eso fue lo que dijo tu madre.
Vio a su amiga ampliar los párpados.
—¿La conoces?
—No en persona, solo la he visto en sueños. Así es como ella se comunica conmigo.
Lucía se encogió entre los almohadones. El aroma a lilas y hierbabuena inundó su nariz, causándole una sensación relajante que le quitó la tensión de los hombros.
—¿Crees que también la haya conocido así? —musitó—. ¿Me querrá?
—¡Claro que te quiere! Eres la luz de sus ojos.
Sarah vio a su amiga soltar un largo y sostenido suspiro. Todavía quedaban rastros de inseguridad en su semblante. Si tan solo pudiera hacerle ver lo que ella, dejaría de sentirse así.
Se creía que las Moiras inspiraban temor. Y sí, lo hacían. Tuvieron que construir esa reputación a fuerza de acciones para que comenzaran a tomarlas en serio. No obstante, también solían ser veneradas por los mortales, quienes preferían contentar a las diosas para que el camino de su familia y descendencia estuviese repleto de buenos augurios.
—¿Y tú? —habló Lucía, sacando a Sarah de sus cavilaciones—. ¿Qué es una Guardiana?
La joven se sumergió en el adictivo sabor de las papas fritas. Comió unas cuantas antes de responder.
—Cuidan y protegen a los semidioses que lo necesitan. Los entrenan en Academias y les enseñan a defenderse de los monstruos, a controlar sus habilidades y un montón de cosas super cool.
Habló sobre las innumerables Academias que existían a lo largo del mundo. Cada una tenía a un miembro de una Familia de Guardianes a cargo. El apellido revelaba a qué deidad le debían respeto. Por ejemplo, Aetós era águila en griego, por tanto la familia de Matt le rendía honores a Zeus. Y la familia de Atticus, Delfini, a Poseidón.
Los entrenadores, enfermeros, cocineros y demás, eran puestos ocupados por semidioses que deseaban apoyar a los suyos, o futuros guardianes en formación.
También habían criaturas dispuestas a ayudar; no todas tenían el sello de «malvadas» tatuado en la frente.
Sarah estaba convencida de que algún día Matt estaría al frente de una Academia Aetós.
—¿Y Morgan qué significa?
Sarah soltó una risilla cansada.
—Morgan —replicó—. Solo Morgan.
—No lo entiendo. Tú dijiste que...
—Yo no soy una guardiana. —Hubo lamento en su tono de voz, como si realmente le doliera el no formar parte de dicha Comunidad—. Al menos no de sangre. ¡Solía ser humana hasta que tu madre me bendijo!
—¿Me estás diciendo que mi madre te convirtió en guardiana?
—¡Así es! —El brillo volvió a sus ojos apagados—. La primera de la generación Móirica.
Lucía se carcajeó.
—Eres pésima para los nombres. Ahora, explícame porque no estaría entendiendo. ¿Tu mamá lo sabe? ¿Está de acuerdo con todo esto?
—Sí, lo sabe. A decir verdad es por ella que yo soy guardiana. Digamos que mi mamá le debía un favor a la tuya.
Lucía ladeó la cabeza, intrigada. Ya le resultaba bastante difícil amoldarse a este nuevo mundo como para procesar que un dios podía crear una nueva generación de guardianes.
—Antes de que naciera, mi madre tuvo un accidente. Casi murió ahogada. Pero no lo hizo.
—De ahí el favor —concluyó Lucía—. Mi madre le perdonó la vida a la tuya.
—Fue más que eso. Mamá dice que Átropos se le presentó un día diciendo que la única razón por la que estaba viva era porque estaba embarazada de mí. Dijo que me quería para protegerte a ti. Que era la indicada para la tarea.
—¿Cómo lo supo? Es decir. ¿Por qué tú?
Sarah se encogió de hombros.
—Tu madre sabe muchas cosas. Supongo que intentó buscar a alguien que fuera compatible contigo.
Lucía esbozó una sonrisa tímida. Tener a Sarah a su lado era algo que valoraba todos los días. Sus personalidades opuestas se complementaban y encajaban a la perfección. No podía imaginar su vida sin su mejor amiga a su lado.
Puesto que las cosas habían tomado un giro inesperado y el futuro era incierto para todos, el que Sarah estuviera ahí con ella era todo lo que necesitaba para seguir a flote.
—¿Y estás feliz? ¿Te gusta tu destino? —preguntó Lucía.
—No puedo quejarme. El destino me dio una mejor amiga.
Sarah se acercó, sus brazos extendidos. Lucía entendió el mensaje y ambas se fundieron en un fuerte abrazo.
Todavía quedaban cosas por hablar y explicar pero por el momento había sido suficiente. Lo más importante estaba saldado y todo lo demás podía esperar.
Descansar y asimilar era lo que necesitaban.
Ω
Puesto que Sarah le había contado la mayor parte de la historia sobre su origen y la profecía que se avecinaba, se sentía más tranquila. Mejor dicho, al tanto de las noticias.
Por fin comprendía un montón de situaciones que antes tomaba como casuales y ahora adquirían un sentido mucho más profundo y revelador.
No obstante, continuaba confundida y un tanto perdida en cuanto al mundo que la rodeaba. Se mantendría unida a Sarah como si hubiesen sido pegadas con poxipol. La necesitaba para que le explicara aquellas cosas que por el momento veía a medias y resultaban más que perturbadoras.
Aquella mañana, cuando apenas terminó de vestirse, oyó el ruido de un motor apagándose. Dos puertas se cerraron y los pasos de alguien corriendo por el pasillo la hicieron asomarse a la ventana. Logan corría directo a los brazos de su madre, Joselyn Wesley.
Era una mujer que para tener poco más de cuarenta años estaba en plena flor de la juventud. De piel blanca bronceada, ojos caoba con remolinos acaramelados y un precioso cabello castaño largo y ondulado.
Siempre sonreía, siempre le inculcó a Logan que podía ver el lado positivo de la vida si tan solo dejaba los rencores de lado. Ese día su sonrisa se invirtió y la pesadumbre caló hondo en su corazón.
Al otro lado del auto, Claudia Thompson miraba a su hijo Josh con melancolía.
El joven parecía molesto, casi que reticente a mostrar un ápice de compasión por su madre. Muchos años de mentiras, de ocultarle su verdadera identidad. Pero, a pesar del rencor que le tenía, no podía estar enojado con ella. No a sabiendas del destino que se le avecinaba.
Dio el brazo a torcer y la estrujó en un abrazo. Su madre soltó un par de lágrimas y lo besó en la coronilla. Acercó sus labios rojos al oído de su hijo y le susurró unas palabras. Josh asintió, el escozor de las lágrimas ardiendo en sus cuencas.
Claudia Thompson era una mujer sumamente atractiva y de apenas treinta y nueve años. Era alta y atlética, amante empedernida de los deportes y la competencia —infalible para los negocios—. Su piel era cálida como la luz del sol y estaba salpicada por diminutas pecas. Sus ojos esmeralda contaban con pintas aguamarinas. Su cabello largo y recto hasta los hombros era de un imponente rojo jengibre.
En eso, una tercera figura se movió dentro del auto, abrió la puerta y descendió del mismo. Buscó con la mirada algo o alguien. Lucía sintió que el corazón se le detenía.
Papá.
La emoción de volver a verlo la invadió. Salió a toda velocidad del cuarto, las ansias de abrazarlo contenida en su mirada.
—¡Papá! —Aquella simple palabra fue arrancada desde lo más profundo de su ser. La había pronunciado tantas veces que ahora se oía distinta, extraña. Arrastraba con una carga emocional que nunca antes había experimentado. No quería separarse de él por nada del mundo.
Enterró la cara en el pecho de su padre e inspiró profundo, grabando en su memoria el aroma a panadería con el que lo asociaba.
—Hija mía. —La voz se le quebró a pesar de que prometió ser fuerte.
La llenó de besos y la estrujó tan fuerte que casi le quitó el aire.
Matt hizo un sonido con la garganta para cortar con lo duro del momento.
—Tal vez es mejor que suban a sus habitaciones. Así podrán charlar mejor.
Claudia se acercó al joven. Uno de sus brazos rodeaba a su hijo y el otro acarició el brazo del guardián.
—Gracias por todo, Matthew.
Matt esbozó una sonrisa llena de gratitud. Se hizo a un lado y les dejó el camino libro. Vio a Atticus y Sarah y con la barbilla les indicó la cantina del Hotel.
Cada quien se encerró en su habitación y pasaron allí los últimos minutos con su familia. Lucía y Sam decidieron charlar frente a la piscina. Tomaron asiento en una de las tantas mesas y Mercedes, esposa del dueño, les acercó un par de bebidas. Lucía forzó una sonrisa y le agradeció el gesto. Todavía no se acostumbraba a ver los cuerpos antropomórficos de las personas.
—¿Siempre supiste lo que era mamá? —indagó la joven una vez estuvieron solos.
Su padre bebió un poco de limonada antes de responder.
—Yo trabajaba en la panadería de tu abuelo, allá en San Francisco. Recuerdo que tu madre iba todos los jueves a las ocho en punto por dos mantequillas de crema pastelera. Se sentaba en la mesa de la derecha, junto a la puerta, y cuando terminaba hacía origami con la servilleta.
Sam podía estar sentado justo enfrente de su hija, pero su mente visitaba el pasado. Sus ojos montaron la escena para él, recordando cada pequeño detalle de aquella época.
Había un brillo sin igual en su mirar. Un amor profundo y puro.
—Me enamoré de ella como no tienes idea. —Habló, embelesado por el rostro de la mujer que le robó el alma y le juró amor eterno—. Cuando por fin tuve el valor de invitarla a salir, me rechazó.
Lucía juntó las cejas, confundida.
—¿Por qué?
—Por lo que éramos —respondió sencillamente—. Yo era un mortal y ella una Diosa. No quería sumergirme en su mundo. Tenía miedo de lo que pudiera pasarme.
Lucía apoyó el vaso sobre la mesa luego de darle un sorbo a la limonada. Entendía por qué su madre había tenido miedo. Ella misma estaba pagando las consecuencias de vivir en un mundo alterno al de los humanos.
En más de una ocasión vio los moretones en el cuerpo de Sarah. Vendajes, curitas, incluso muñequeras y tobilleras ortopédicas. Todo a causa de la lucha contra los monstruos.
Las heridas desaparecían en cuestión de horas o días, pero su padre no contaba con sangre divina para autocurarse.
—Según Sarah, los monstruos andan por todas partes.
Su padre hizo un sonido con la garganta, negando sus palabras.
—Los monstruos eran la menor de sus preocupaciones. La locura, por el contrario, se llevaba los laureles —confesó con pésame.
Lucía arrugó la frente, confundida y conmocionada.
—¿Cómo? —murmuró.
—Cuando le enseñas a un mortal lo que hay detrás del velo... Bueno, no todos pueden soportarlo —dijo, después que se recuperara—. Tu madre no quería dañarme. Quería protegerme.
—No entiendo. ¿Por qué no fingir que era una persona normal?
—Lo mismo pensé y su respuesta fue siempre la misma: nunca creyó que pudiera enamorarme de ella. —Algo parecido a la congoja contaminó su voz—. El que la amara hizo más difícil todo. Yo le pedía explicaciones, ella me rechazaba, se alejaba y luego volvía. Me destrozaba. Si quería que todo se terminara entre nosotros ¿por qué me buscaba? Así que un día me confesó la verdad. Me mostró su mundo, un mundo maravilloso que hasta el día de hoy recuerdo.
Los ojos de su hija brillaron con el fulgor del sol.
—¿Entonces sí se casaron?
Su padre asintió.
—Es cierto que nos casamos... Y es cierto que tu madre siempre te amó.
Hubo una pausa y Sam notó en su hija el desasosiego. Lucía apartó la mirada de su padre. Lo vidrioso de sus ojos traslucía una tristeza infinita.
—Podría haber regresado alguna vez. —El dolor se coló en su voz.
—Hubo algunos... problemas.
—¿La profecía?—Se remojó los labios con la lengua. El ácido del limón sobresalió por encima del azúcar rubio, causándole ardor en la boca del estómago—. Sarah me dijo que ayudaré en la guerra que se avecina. —Miró a su padre. La desesperación se ancló a su cuerpo y le impidió marcharse—. ¿Y si no puedo? ¿Y si lo echo todo a perder y personas mueren por mi culpa?
Sam se inclinó hacia adelante y tomó las manos de su hija. Aquellas manos que de pequeña solía besar, que siempre se sintieron diminutas sobre las suyas, con las que siempre jugaban para ver cuánto le faltaba para alcanzar a las de su padre.
Manos que ahora temblaban entre las suyas. Lágrimas que por más que las secara dejarían secuelas. Su hija se estaba derrumbando ante sus ojos y él no tenía las herramientas necesarias para consolarla. Se sentía impotente, con las manos atadas y un peso muerto sobre los hombros.
Sarah apareció para decirles que ya era hora de irse. Lucía deseó tener un botón que detuviera el tiempo y le permitiera pasar más rato con su padre. No quería irse. No quería despedirse de él.
Matt esperaba dentro del auto mientras Atticus permanecía de pie con una mano apoyada en el techo y la otra en la puerta. Contemplaba la despedida de Logan con su madre.
Claudia y Josh bajaron las escaleras pisando los escalones con fuerza. Cada paso que daban simbolizaba un año de vida juntos, una etapa que dejaban atrás y que al tocar suelo firme, prometieron albergarlos en sus memorias hasta el último de los finales.
Antes de llegar con el resto, Lucía se vio arrastrada por su padre, lejos de los oídos chismosos. Sam apoyó las manos en los hombros de su hija y la vio directamente a los ojos.
—Escucha bien lo que te voy a decir — dijo, sus pupilas grandes como discos—. Ellos serán rudos contigo, no te quieren. Dijeron que no debías vivir —confesó y el aturdimiento impactó en Lucía con estrépito—. Tu madre te protegió porque sabe que lograrás grandes cosas, y yo también lo creo. No te dejes intimidar. Demuéstrales que Lucía Anderson es una guerrera.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro