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I. EL VESTIDO

Los carros avanzan por la carretera México-Acapulco mientras aturden el canto de los pájaros. Los camiones de carga hacen que la tierra tiemble y el viento sople con fuerza. Es una mañana templada. Las nubes se desplazan por el cielo cómo una pintura surrealista, mientras el sol calienta el pavimento a fuego lento; iluminando a las montañas con sus destellos dorados. Se respira ese peculiar olor a campo y a llanta quemada. Se abre la cortina de un nuevo día, ahí dónde se deja de sentir el frío del bosque y el ruido de la metrópolis.

Un taxi de color verde disminuye su velocidad al llegar a una intersección y se detiene a lado de un pequeño puesto donde hay un grupo de mujeres indígenas vendiendo dulces típicos mexicanos. El auto es uno de esos transportes públicos que podrían considerarse como un símbolo nacional y anexarse a la bandera mexicana por debajo del águila y la serpiente. Una polvareda cubre el puesto de las mujeres por unos instantes y luego se disipa con la suave brisa de la mañana. La puerta del taxi se abre descubriendo los pies de Thais Fusoni, un joven de piel canela de ojos cafés y con piel adherida a los músculos. Está usando tacones negros y un vestido azul bañado en sangre y lodo. Thais corre por la lateral de la autopista mientras el chofer sale del taxi prendiendo un cigarro, negando con su cabeza; atento los pasos torpes del chico.

A Thais se le enreda su vestido en las agujas de sus tacones, entorpeciendo sus pasos. El sacude sus pies con fuerza haciendo que su calzado salga disparado hacía unos arbustos cayendo sobre una montaña de basura. Su respiración es inconsistente, inhala por la nariz y jadea mientras camina rápido a pie desnudo, sintiendo el ardor del pavimento.

La gente en la tienda de la gasolinera dirige su mirada a la carretera. Los murmullos se hacen más fuertes mientras Thais se acerca. El olor a gasolina se intensifica. El joven acelera el paso para evitar someterse a otra humillación, entra a uno de los baños públicos de la tienda dándole una patada tan fuerte a la puerta; aturdiendo los oídos de todos.

Thais se recarga en el lavabo y ve como las lágrimas en sus ojos deshacen el poco maquillaje que lleva puesto. Su cara está llena de moretones y su boca se pinta con varias islas de sangre; abre la llave del fregadero para esconder su rostro tras el agua. Si pudiera, desearía que el líquido entrara a sus pulmones y le arrebatara el aliento. Sus piernas le tiemblan, sus huesos le duelen y su cara quema más fuerte que el nacimiento de una estrella. No sabe por qué se esfuerza tanto por limpiarse si ya nada le hace sentido.

Se escuchan las risas de varios hombres acercándose al baño. Thais se apresura a esconderse detrás de una de las cabinas, distrayéndose por el olor a mierda que llena el lugar. El joven cierra sus ojos, presiona sus labios y trata de permanecer en silencio. Aquellas voces le hacen recordar a toda esa bola de machos alfas que no toleran pisar fuera de los límites de la heteronormatividad. Los hombres que aún piensan que cogerse a cien mil mujeres es sinónimo de chingón.

Los sujetos entran al baño hablando sobre algún partido de futbol y cómo ellos hubieran jugado mejor que los profesionales. El futbol es uno de los temas que a Thais menos le importan. Escuchar a varios cabrones hablar de deportes es lo único que le faltaba para sentirse peor que la mierda que flota en el escusado junto a él.

Los señores salen del baño gritando una serie de groserías para acabar de reafirmar su virilidad. Thais suspira mientras escucha como los camiones en la autovía queman combustible a lo pendejo. El joven sale de su escondite contando sus pasos con la mirada hacia el piso. Su corazón está latiendo y su respiración es forzada; siente su cuerpo sin energía ni motivo de existir. Abre la puerta del baño con esfuerzo mientras talla sus ojos. Se imagina cómo hubiese sido su vida si Dios le hubiera brindado tantita prudencia.

Thais siente el aire cargado de gasolina, escucha la música de reggaetón por todos lados y los gritos de una señora con nalgas de mastodonte apresurando a sus hijos.

«Nacer, crecer, reproducirse y morir. Suena tan fácil. Pero bueno, no cualquier hombre planea suicidarse usando tacones y vestido, si eso no es tener huevos no sé qué más», piensa.

Thais abre la puerta del baño, respira profundamente y comienza a caminar a prisa viendo como todas las personas de la gasolinera lo observan cómo si fuese una sexo servidora.

—¡Hay mi reina, tanta tela y yo con ganas de coser! —le grita y le chifla un hombre a lo lejos.

Thais ignora las burlas de la multitud. Su vestido se deshace descubriendo su espalda y parte de su abdomen; su piel se torna rojiza con la luz del sol mientras mantiene su mirada fija hacia el centro de la carretera. Un tráiler parte el viento con rabia. Thais abraza su destino. El motor del vehículo ruge como máquina de vapor.

Thais se detiene y deja caer su cuerpo al piso, dejando que las piedras se le entierren en las palmas de las manos y las yemas de sus dedos. Thais tiembla y comienza a sudar frio; es imposible detener las lágrimas de sus ojos. Voltea hacia dónde se estacionó el taxi que lo dejo en carretera. Recuerda lo único bueno que vivió con su familia. Los sueños sin cumplir. Las promesas robadas. El pinche chisme pendejo que llevo a la espiral de su derrota y el momento que hizo que todo se jodiera.

Thais presiona sus párpados y se pone de pie. Esta vez, corre hacia el río de automóviles. La gente exclama, los gritos inundan la autopista mientras se oyen unas llantas derrapándose por el asfalto.

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