Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Bamewawagezhikaquay - La mujer de las estrellas que corren por el cielo

El tiempo se estiró como la fina cinta roja que me anudaba al fatídico destino del guerrero. Los cascos del caballo marchaban tan frenéticamente, al ritmo de mis desesperadas órdenes, que el mismo viento parecía estar insuflándome su aliento. Me alejé de la batalla, de los escombros, y el anonimato del bosque me acogió en su seno. Enajenada, únicamente existía la salvación de mis seres queridos. No podían arrebatármelos; ni en esta vida, ni en ninguna.

Así durante una jornada, sin comer, sin beber, sin descansar. No sentía nada, solo un miedo terrible, un pavor helado ante la pérdida. Los ojibwa habían perdido a numerosos miembros de su familia, fueran inocentes o no, en batallas. Sin embargo, yo jamás había experimentado aquello de forma tan cercana. El corcel resoplaba, al borde de la extenuación mortal, pero no me importó: seguí y seguí.

Llegado el amanecer del segundo día, los gritos y los disparos se hicieron audibles en la cercanía. El pulso se me heló en las venas al distinguir, a través de las copas de los pinos, una enorme llamarada vertical que emitía un venenoso humo negro. "El fuerte ha caído, está ardiendo entero", pensé. Asustada, busqué mi arma. Los dedos fracturados estaban negros y supe que debía emplearlos, sin importar el dolor, sin importar perderlos, para poder disparar con el fusil y tener alguna oportunidad de sobrevivir. Azucé al animal y éste emitió un gemido sordo. Exánime, se alzó sobre sus patas traseras y me lanzó al suelo. Rodé por la hierba e, incorporándome rápidamente, vi cómo se retorcía, consumido por el agotamiento. Espuma blanca le salía de la boca y, tras varios gemidos más, dejó de moverse. Le lancé una larga mirada, sin lágrimas aunque estuvieran cayendo por dentro, y eché a correr a pie sin entereza para afrontar la muerte de aquel caballo.

Corrí hasta que los pulmones me ardieron, siguiendo el ruido y la monstruosa fumarada. En el momento en que salí estrepitosamente de aquel escondite vegetal, mis pupilas fueron abofeteadas: en la llanura que rodeaba a Fort Duquesne —ya pasto de las llamas—, dos bandos se mataban fratricidamente. Ya no quedaban cañones, ni jinetes, sólo soldados, hombres e indígenas luchando cuerpo a cuerpo. Decenas de cuerpos sin cabelleras reposaban en el barro. Inesperadamente me pregunté por qué la paz entre iguales debía ser una quimera.

No tuve oportunidad de decidir cómo enfrentarme a aquella situación, puesto que a lo lejos distinguí un vestido canela huyendo como el primer tobillo blanquecino acariciado por el sol. Corría colina arriba, más allá de las ruinas del fuerte que la había protegido durante casi dos días. Otras mujeres y clérigos la seguían. Iban acompañados de un indio.

— ¡¡¡Jeanne!!! — grité como si fuera capaz de oírme. La guerra era un baile de sordos —. ¡¡¡Jeanne!!!

Cargué el mosquete y me adentré en el núcleo de la sangre. Los casacas azules perdían, pero yo, vestida con andrajos, no podía ser incluida a primera vista en ningún bando. Empleando aquel camuflaje a mi favor, rebané las muñecas y cuellos de todo aquel que intentara acabar con mi vida. No me importaba cómo, debía llegar hasta ella. Rápida, pequeña, sigilosa como un tallo curvado, recorrí una amplia distancia. Mi objetivo cada vez se alejaba más y yo no podía permitirlo. Entre estocadas, un indígena captó mis ojos. Se trataba sin duda de un mohawk. Me miró el cabello con el ceño fruncido, reconociéndome. Supe que vendría a por mí y aceleré con unas fuerzas desconocidas. Centré la vista en aquel vestido canela, en la personita que más quería en el mundo, y ya su figura era tan pequeña que la desesperanza me aprisionó la garganta. De pronto, divisé a un hombre corriendo desesperadamente hacia la dirección que yo aspiraba. Su cabello, sin peluca, era castaño y cojeaba.

Antoine estaba vivo.

Grité su nombre cuando un casaca azul se lanzó a su cuerpo, derribándolo, y él intentó zafarse. Los tambores comandaban mis pies de fuego y atravesé el campo de batalla como una bestia. Llegué al principio de la colina y noté la mirada de aquel mohawk en mi nuca. Viré el cuello, creyendo que estaría siguiéndome, y llegué a ver cómo cargaba el arco y apuntaba hacia Antoine. Sonreía.

— ¡¡¡Antoine!!! — chillé —. ¡¡¡Antoine, apártate!!!

Sus ojos azules, puros como el primer día, se fundieron en los míos entre el tumulto. Cuando comprendió que aquella salvaje era su Cat, se le llenaron de lágrimas. En aquel gesto, entendí que llegó a quererme como a la hija que nunca pudo tener.

— ¡¡¡Apártate!!! — volví a chillar.

El soldado inglés intentó apuñalarle y yo le disparé con la mano izquierda, hiriéndole en el cuello, no en la cabeza. Tarde, la cruel flecha de aquel mohawk atravesó el hombro del arquitecto.

— ¡¡¡Antoine!!!

Me tiré a su cuerpo, al borde del llanto, y comprobé que no estaba muerto. El indio estaba cargando otra flecha para rematarle.

— ¿Catherine...? — susurró incrédulamente en un hilo de voz —. Catherine... ¿eres tú...?

— Tenemos que salir de aquí — pude decir.

Los dedos volvieron a crujirme cuando agarré a Antoine por las axilas y tiré de él hacia arriba para arrastrarlo. El dolor dejaba de sentirse.

— Tenemos que salir de aquí...

La siguiente flecha cayó muy cerca de sus pies. Cargó otra.

— Jeanne... Se han llevado a Jeanne... — balbuceó.

No quería escuchar.

— Necesito que camines — exigí, llorando. Como pude, lo puse de pie. La consecuente flecha cayó de nuevo demasiado cerca, a pesar de que estábamos apartándonos de su campo de visión — ¡Por favor!

Él se desplomó cuando la cuarta flecha le alcanzó la parte baja del vientre. Yo caí con él. Lo zarandeé, evadiendo la realidad y Antoine simplemente susurró antes de perder el conocimiento:

— Quentin...

Grité y grité su nombre, pero el arquitecto ya no podía responder. Seguía respirando, aún con vida, mas me había pedido, pronunciado aquel nombre, que salvara a Jeanne. Probablemente aquel sería su última voluntad antes de morir. Yo no podía curarle, no podía partir con él, y Antoine lo sabía. Su esposa debía sobrevivir, no ninguno de nosotros. Y cumpliría aquella promesa hasta que los gusanos acabaran con mi calavera.

Aquel mohawk pensaría que ya habría matado a Antoine, por lo que no le moví. Si lo dejaba allí, cabía alguna posibilidad de que todos le dieran por muerto y pudiera regresar a por él. Actué como se esperó que actuara. Le besé la frente, engañando a aquel cruel asesino, y me levanté como si ya hubiera perdido a otro ser querido. Apreté la mandíbula y clavé mis ojos enrojecidos en los del indígena. Continuaba sonriendo: la próxima en caer sería yo. Sin más, eché a correr.

‡‡‡

El saliente de una rama puntiaguda me cortó la mejilla derecha. Estaba en la densa arboleda trasera a la colina y el sudor me caía como chuzos de punta sobre la cara. Con la respiración agitada, intenté tomar aire mientras observaba las huellas del barro. "No portan caballos, son unas ocho personas", deduje tras el breve rastreo. Mi corazón viajaba hacia atrás, hacia Antoine, hacia Thomas Turner, hacia Namid..., pero mi corazón dejaría de existir si Jeanne desaparecía de mi vida. Eché la vista atrás y descubrí que el mohawk que había herido de gravedad al arquitecto estaba ahora demasiado ocupado intentando librarse de un casaca azul. Era el momento para avanzar, bajo el amparo de su rastro, y poner a mi hermana a salvo.

Ya no sentía las piernas. Corrí, corrí, corrí. Tras varios minutos de angustia, un chillido femenino alertó de mi presencia al grupo:

— ¡Un salvaje! — gritó aquella mujer.

Yo casi me precipité sobre ellos, apareciendo como una sombra mortífera y andrajosa.

— ¡Disparad! — gritó otra.

Al tiempo que levantaba mis brazos en son de paz, el indio que los estaba guiando hacia un escondrijo seguro me apuntó con su arco. Busqué mi cuchillo a tientas y nuestras pupilas se encontraron. Las mías estaban comenzando a olvidar su humanidad, eran como las de un animal. Las suyas, aunque sanguinarias, eran frías.

— ¡Mátalo! — oí en un eco.

Ni siquiera parecía ya una mujer, ni un hombre.

El indígena levantó las cejas y yo busqué a mi hermana con la mirada, a la desesperada. Cuando la hube hallado, rubia, angelical, entera..., ella no me reconoció.

— ¿Ca-Catherine...? — despegó los labios mi contrincante.

Suspendida en un trance iracundo, aquella voz me hizo descender a la realidad. Bajó el arco y murmuró:

— Catherine..., ¿eres tú?

Muerta de miedo, no hice descender el cuchillo y fijé mis nublados sentidos en él. Había apartado totalmente el arma y extendió las manos hacia a mí.

— Soy yo, Desagondensta — dijo con urgencia, casi con pavor porque no pudiera reaccionar —. Catherine..., baja el arma...

Jeanne se llevó las manos a la boca y exclamó un grito ahogado.

— Catherine... — susurró Desagondensta, acercándose.

Sin embargo, yo solo era capaz de mirar a mi bella hermana. Sus luceros oscuros estaban llenos de lágrimas. Incrédula, me observó como si su pequeño gorrión hubiera desaparecido para siempre.

— ¿Pa..., pajarito...? — le tembló la garganta.

El filo cayó al suelo y las dos nos fundimos en un abrazo necesitado. Su llanto me descendió por el cuello. Yo me agarré a su espalda. Balbuceábamos palabras sin sentido, absortas en nuestro reencuentro.

— ¿Qué estás haciendo aquí? — quiso saber entre sollozos —. ¿Qué te ha ocurrido...? ¿Qué...?

Su hermanita pequeña se había transformado en una fuerza indefinible. Nos puse frente a frente y respondí:

— He venido a llevarte de vuelta a casa.

Los ojos de Jeanne brillaron y supe que podría borrar toda la maldad, toda la sangre que manchaba mi alma, si ella estaba conmigo y alumbraba mis días más oscuros.

— Siento haberme marchado. Lo hice para que no tuvieras que sufrir esto — confesé en voz baja —. Debemos salir de aquí.

Ella me cogió de la mano sana y, lentamente, Desagondensta, el hombre que nos había encerrado en aquel calabozo para salvarnos y estaba arriesgando su seguridad para salvar a mi hermana, me tendió el cuchillo.

— El Gran Espíritu anhelaba que nos reencontráramos, blanca — dibujó una media sonrisa tierna.

Acepté su noble gesto y, a pesar de que teníamos muchas cosas de las que hablar, él simplemente añadió:

— Te prometí que la protegería.

Aquel mohawk, en su crueldad, en sus egoístas estrategias, todavía albergaba bondad. En eso consistía el ser humano. Jamás pude agradecerle aquello, no solo porque decidiera exponerse por Jeanne, sino porque conocía que uno de sus motivos para hacerlo era vengar a mi sobrina. Estaba luchando por ella y por su hija arrebatada.

— ¡Cuidado! — bramó de pronto uno de los clérigos.

Un tiro cayó justo a nuestros pies y todo lo que pudiera haber sido bello de aquel reencuentro se rompió. Ambos nos giramos, ya en guardia, y un conjunto de cinco indígenas y el padre Quentin surgió de la penumbra boscosa.

— ¡¿Por qué nos disparan?! — se quejó otro de los clérigos —. ¡Estamos huyendo como ustedes!

Aquel pobre iluso desconocía que, aunque Quentin portara sotana, no sentía ni un ápice de apego por las personas. Comencé a alertarme al percatarme de que los guerreros que le acompañaban eran ojibwa.

— Pónganse detrás de nosotros — comandó Desagondensta.

Jeanne se adelantó antes de que pudiera detenerla, enfrentándose a Quentin.

— Somos del mismo bando. Huyamos mientras podamos.

— Ese gusano no es de ningún bando — musité.

Por fin, el religioso cambió su expresión. Me escudriñó de arriba abajo con cierta satisfacción y comentó:

— ¿Cómo logró escapar de esa celda?

Todo se quedó en silencio.

— Encontré las llaves — respondí, lacónicamente.

— Dios se ha empeñado en que sobreviva — se rió.

Entendía a aquel criminal a la perfección, por lo que había aceptado mi destino y pedí:

— Antes de matarnos, deje que mi hermana y los demás inocentes huyan. Ellos no han cometido ninguna falta. Déjelos escapar. Desagondensta y yo nos entregaremos.

— ¡¡No!! — gritó Jeanne —. ¡¿Qué demonios estás diciendo, Catherine?!

Desagondensta y yo intercambiamos miradas: él también aceptaba con valentía su destino. Quentin había venido a por nosotros, los demás eran insignificantes.

— Apresen a esa mujer.

La orden del clérigo señaló a Jeanne. Dos indígenas se movieron para cumplir el mandato y yo clavé mis ojos en los suyos.

— ¡¡No!! — negué —. ¡¡No la toquéis!!

El resto de mujeres y curas salieron despavoridos y Desagondensta cargó su mosquete.

— ¡Póngase detrás, señora Clément! — la cubrió con su propio cuerpo.

Nos superaban en número y Quentin lo sabía.

— ¡¡¡Ella es inocente!!! — quemé mis pulmones. Jeanne estaba aterrada, aturdida. Yo arqueé las rodillas en posición de ataque —. ¡¡¡No la toquéis!!!

Pero la máxima prioridad de aquel hombre era destruirme.

— ¡¡¡No la toquéis!!!

Los cinco ojibwa formaron una fila y centraron el tiro. Ni siquiera necesitaban batallar cuerpo a cuerpo. Debíamos rendirnos y entregar a Jeanne.

Todo sucedió a la velocidad de un fogonazo. Cargaron los fusiles y Desagondensta disparó primero, alcanzando a dos indios. En el caos del ataque, el más joven encañonó hacia mi hermana. Valeroso, heroico, generoso, bellamente destrozado, Desagondensta la tapó con su cuerpo y el tiro le atravesó el cuello. Cayó a la hierba, muerto ya, tras haber cumplido su promesa. Se fue al cielo cometiendo una de las pocas buenas acciones que hizo en vida. Le volaron la garganta y la sangre me salpicó el rostro entero.

— ¡¡¡NO!!! — aullé, partida como un águila sin alas.

Jeanne también chilló, llorando, y las dos nos arrodillamos ante el cuerpo inerte del que, sin importar lo ocurrido, fue uno de mis pocos amigos. Me palpé la sangre caliente de las mejillas, temblando, y tiré de su camisa creyendo que así podría traerlo de regreso.

— Desagondensta..., no..., por favor..., despierta... — imploré.

— Traédmela — exigió Quentin, impasible.

— ¡¡¡No!!! — me incorporé como pude —. ¡¡¡No os la llevéis!!!

Mi hermana, aún sollozando sobre su pecho, no tenía modo alguno para defenderse.

— ¡¡Por favor!!

Los tres indios restantes tiraron de su cabello para empujarla, para alejarla de mí. Con el aullido que Ishkode me había enseñado, me tiré encima de ellos como un león desbocado. Jeanne rodó por el barro y le clavé uno de mis cuchillos en la yugular al que había asesinado a Desagondensta. Recibí un puñetazo y la culata de un mosquete me golpeó duramente las costillas.

— ¡¡Matadla!! — exhortó Quentin —. ¡¡Matad a esa salvaje!!

Con los dientes ataqué a otro de ellos, arrebatándole su arma. Extraje otro cuchillo del tobillo y se lo clavé por debajo de la barbilla. Jeanne estaba cerca y nuestros dedos se rozaron. El último ojibwa en pie estiró su melena y la apartó. Ella chillaba y chillaba. En el suelo, me arrastré un par de pasos, intentando ponerme en pie. "Llegaré, sé que llegaré", repetía mi mente.

— ¡¡¡Catherine!!! — gritó mi nombre —. ¡¡¡Catherine, SÁLVAME!!!

El tiempo se detuvo. Estabilicé mi cuerpo y cargué el fusil con los dedos fracturados. Él la levantó como a una niña y la apretó contra su abdomen. "Sálvame, Catherine, sálvame", decían sus labios. Accioné el pedernal y el ojibwa situó una pequeña pistola de chispa en la sien de Jeanne.

— ¡¡¡NO!!!

Entonces lo supe, supe que no iba a llegar a tiempo, supe que mi hermana iba a morir. Nuestros ojos se encontraron y la última mirada que me dirigió estuvo cargada de terror.

Sin más, disparó.

Sin más, Jeanne se desplomó sin vida sobre las flores machacadas. 

Fort Duquesne, 1754

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro