☣ Cαρίтυlσ 8 ☣
Cuando me desperté a la mañana siguiente, aún tenía la lista de venenos de Seokjin en la mano. Estuve repasando el inventario de venenos hasta que la doctora me dio el alta.
Mientras me dirigía a la puerta, mis magullados músculos protestaban con cada movimiento. Debería de haberme sentido feliz por poder abandonar la enfermería, pero me sentía muy nervioso. Parecía que tenía un ratón vivo en el estómago, que no hacía más que mordisquearme por dentro para lograr escapar.
Los guardias que estaban firmes en las puertas de la enfermería me asustaron. Sin embargo, no iban ataviados con los colores de Son. Entonces, recordé que Seokjin me había dicho que estarían allí para protegerme hasta que yo me presentara en su gabinete.
Miré a mi alrededor para averiguar dónde estaba, pero no tenía ni idea de qué camino tomar para ir a mi habitación. Llevaba dieciocho días viviendo en el castillo, pero aún no estaba seguro de su disposición interna. Además, desconocía cómo era su forma exterior, dado que jamás lo había visto por fuera.
El carruaje de la prisión me había llevado al castillo y, por supuesto, carecía de ventanas. Sólo tenía unos pequeños agujeros por los que yo me había negado a mirar para no parecer un animal enjaulado.
Por lo tanto, no me quedó más remedio que pedirles a los soldados que me indicaran el camino. Ellos me guiaron sin palabras. Llevaba uno delante y otro detrás y sólo se me permitió entrar en mi cuarto después de que el primero se hubiera asegurado de que era un lugar seguro.
Mis uniformes seguían en el armario tal y como yo los había dejado, pero alguien había estado hojeando mi cuaderno. En vez de estar en el cajón de la mesa, donde yo lo había guardado, yacía abierto sobre ésta. Alguien había estado leyendo las notas que había estado realizando sobre los venenos. Sentí una dura y fría sensación.
Inmediatamente, sospeché de Seokjin. Él era lo suficientemente osado como para registrar mis papeles personales. Probablemente hasta había decidido que era su deber asegurarse de que no estaba tramando nada. Después de todo, yo sólo era un catador de comida. No tenía derecho a ninguna clase de intimidad.
Tomé mi diario y mis uniformes y salí de mi habitación. Me dirigí a los baños. Los guardias esperaron en el exterior mientras me daba un baño. Me tomé mi tiempo. Seokjin y su prueba podían esperar. No iba a obedecer sus órdenes como un cordero.
Cuando por fin llegué al gabinete de Seokjin, corté todo comentario que él pudiera hacer preguntándole:
—¿Dónde está mi prueba?
Un gesto de diversión se dibujó en su rostro. Se levantó y, con un dramático ademán, me mostró dos filas de comida y bebidas sobre la mesa.
—Sólo uno de estos artículos no está envenenado. Encuéntralo. Entonces, come o bebe lo que hayas elegido.
Los probé uno por uno. Olí, hice gárgaras, me tapé la nariz, di pequeños bocados, escupí... La mayor parte de las comidas resultaban muy insípidas, por lo que resultaba muy fácil descubrir el veneno. Por el contrario, las bebidas de frutas enmascaraban el veneno.
Cuando terminé, volteé hacia Seokjin.
—Eres un canalla. Todas están envenenadas.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. Yo no me comería ni bebería nada de lo que hay sobre esa mesa.
Seokjin se dirigió a la mesa con rostro pétreo.
—Lo siento, Taehyung. Fallaste.
Sentí que el alma me caía a los pies. El ratón pareció resucitar y empezó de nuevo a hacerme agujeros en las tripas. Volví a examinar la mesa. ¿Qué había pasado por alto?
Nada. Yo estaba en lo cierto. Desafié a Seokjin para que me demostrara que me había equivocado. Sin dudarlo, él levantó una taza.
—Ésta no está envenenada.
—Bébelo —repliqué. Recordaba perfectamente aquella taza. Estaba aderezada con un veneno amargo.
La mano de Seokjin tembló un poco. Dio un sorbo. Tal vez yo me había equivocado. Tal vez había sido la taza de al lado... Seokjin me miró a los ojos mientras hacía que el líquido le recorriera la lengua. Entonces, lo escupió.
Yo quería saltar, gritar de alegría, bailar a su alrededor. En vez de eso, dije:
—Veneno de moras.
—Así es —admitió, sin dejar de examinar la taza que tenía en la mano y el resto de la comida.
—¿Aprobé?
Sin dejar de parecer distraído, asintió. Entonces, se dirigió a su escritorio y, suavemente, dejó la taza sobre su superficie. Sacudiendo la cabeza, tomó unos papeles para volver a dejarlos sobre la mesa sin leer.
—Tendría que haberme imaginado que tratarías de engañarme.
El tono seco de mi voz hizo que Seokjin me mirara. Deseé haber guardado silencio.
—Estás muy molesto y no tiene nada que ver con la prueba. Explícate.
—¿Explicar? ¿Por qué tengo que explicarte nada? Tal vez tú deberías explicarme a mí por qué tuviste que husmear en mis cosas.
—¿Tus cosas? —repitió Seokjin, atónito—. Yo no toqué nada tuyo, pero, si lo hubiera hecho, habría estado en mi derecho.
—¿Porqué?
Seokjin me miró con incredulidad. Abrió la boca y la cerró varias veces antes de poder poner voz a sus pensamientos.
—Taehyung, confesaste haber cometido un asesinato. De hecho, te sorprendieron sentado a horcajadas sobre el cuerpo de Yunjong con un cuchillo ensangrentado en la mano. Busqué un motivo en tu expediente. No encontré nada. Sólo que te habías negado a responder a todas las preguntas. Dado que no conozco los motivos que tienes para matar, no sé si volverás a hacerlo o lo que podría provocarte a hacerlo.Como obedezco fielmente el Código de Comportamiento, tuve que ofrecerte el puesto de nuevo catador. Vas a estar muy cerca del Comandante a diario. Hasta que pueda confiar en ti, te estaré vigilando.
Mi ira se fue apagando. ¿Por qué iba a esperar yo que Seokjin confiara en mí cuando yo no confiaba en él? Recobré la compostura.
—¿Cómo puedo ganarme tu confianza?
—Diciéndome por qué mataste a Yunjong.
—Aún no estás preparado para creerme.
Seokjin apartó la mirada. Yo me cubrí la boca con la mano. ¿Por qué había tenido que utilizar la palabra «preparado»? Dicha palabra implicaba que algún día podría creerme, algo que sólo podía ser un deseo por mi parte.
—Tienes razón —dijo él.
—Bien —repliqué yo después de un largo silencio—. Pasé tu examen. Quiero mi antídoto.
Seokjin me preparó inmediatamente una dosis y me la entregó.
—¿Ahora qué? —quise saber.
—El almuerzo. Llegamos tarde —respondió, haciéndome salir a toda prisa por la puerta. Mientras avanzábamos, me tomé el líquido blanquecino.
A medida que nos acercábamos a la sala del trono, empezó a escucharse el sonido de muchas voces. Dos de los consejeros del Comandante estaban discutiendo. Oficiales y soldados se arremolinaban detrás de los dos consejeros. El Comandante estaba apoyado contra un escritorio cercano, escuchando atentamente.
El grupo discutía el mejor modo de localizar y capturar a un fugitivo. Uno de los bandos insistía en una buena cantidad de soldados y perros, mientras que el otro afirmaba que serviría con un grupo de los mejores soldados. La fuerza bruta contra la inteligencia.
El intercambio, a pesar de estar desarrollándose en voz muy alta, no era airado. Todos parecían bastante relajados. Di por sentado que aquella clase de debate era muy común, pero me pregunté si el fugitivo sería una persona real o sólo parte de un ejercicio hipotético.
Seokjin se acercó al Comandante. Yo me coloqué tras ellos. El debate hizo que me echara a temblar porque no pude evitar imaginarme como el pobre diablo al que se quería cazar. Me imaginé corriendo por los bosques, sin aliento, incapaz de entrar en una ciudad porque un rostro nuevo alertaría a los soldados de patrulla, soldados aburridos cuyo único trabajo era observar y que conocían a todos los habitantes de la ciudad.
Todos los ciudadanos de Athalom tenían un trabajo en concreto. Después del cambio de régimen, todo el mundo tenía asignada una ocupación. Se permitía que los ciudadanos pasaran a vivir a una ciudad diferente e incluso a otro Distrito Militar, pero se necesitaban papeles para hacerlo, la aprobación del supervisor y pruebas de que se tenía una ocupación en la nueva dirección. Sin tales documentos, todo ciudadano que se encontrara en el barrio equivocado podría ser arrestado. Se podía visitar otros distritos, pero sólo cuando se tuvieran los papeles correspondientes y se mostraran a los soldados a su llegada.
Mientras trabajaba para Son y Yunjong, había pensado obsesivamente en la huida. Pensar en la libertad era mejor que hacerlo sobre mi vida como rata de laboratorio. Sin familia ni amigos que me ocultaran, las tierras del sur eran mi mejor opción, asumiendo que pudiera atravesar la bien protegida frontera.
Había imaginado elaboradas fantasías en las que me escapaba a Líbarus, encontraba una familia adoptiva y el amor. Era una basura barata y sentimental, pero suponía mi elixir. Todos los días, cuando empezaban los experimentos, centraba mi mente en Líbarus, donde podría encontrar colores brillantes, gestos cariñosos y calor.
Conseguía soportar los experimentos de Yunjong con aquellas imágenes en mente.
Sin embargo, aunque se me hubiera dado la oportunidad de escapar, no sé si la hubiera aceptado. Aunque no recordaba nada de mi familia biológica, sí que tenía una familia viviendo en aquel caserón. Los otros huérfanos. Mis hermanas. Mis hermanos. Aprendía con ellos, jugaba con ellos y cuidaba de ellos. ¿Cómo podía abandonarlos? No podía soportar pensar que Kyungji y Yunsoo pudieran ocupar mi lugar.
Me mordí el dedo hasta que noté el sabor de la sangre. Esto me hizo regresar al presente. Había escapado de Son. Él se marcharía del castillo dentro de dos semanas y regresaría a su casa, probablemente para empezar la siguiente ronda de experimentos con una rata de laboratorio diferente. Sufrí por él o ella, fuera quien fuera. Son era brutal. Le esperaban momentos muy duros. No obstante, al menos le había librado de Yunjong.
Aparté la mano de la boca y examiné el mordisco. No era demasiado profundo, por lo que no dejaría cicatriz. Tracé con un dedo la red de pequeñas cicatrices semicirculares que me cubrían los nudillos y los dedos. Cuando levanté la mirada, vi que Seokjin me estaba observando. Rápidamente, oculté las manos tras la espalda.
El Comandante levantó la mano. El silencio se hizo en un instante.
—Ambos bandos enumeraron motivos excelentes. Pondremos sus teorías a prueba. Dos equipos —dijo, señalando a los dos oradores principales—. Ustedes dos serán los capitanes. Formen sus equipos y organicen un plan de ataque. Recluten a todos los que necesiten. Seokjin les proporcionará un fugitivo entre uno de sus hombres. Tienen quince días para prepararlo todo.
El ruido se acrecentó cuando el Comandante se dirigió a su despacho, seguido por Seokjin y por mí. Fue Seokjin el que cerró la puerta.
—¿Aún le preocupa que Wang se escapara a Líbarus? —le preguntó.
—Sí. Fue una persecución nefasta. Wang debía de saber que tú estabas en el DM-8. Deberías adiestrar a un par de protegidos.
Seokjin lo miró fingiendo horror.
—Entonces, yo no sería indispensable —comentó.
El Comandante sonrió y me miró.
—Bueno, con este muchacho tenías razón. Él pudo superar tu prueba. Ven aquí —añadió. Yo obedecí, a pesar de los alocados latidos de mi corazón—. Como el catador oficial de mi comida, te presentarás ante mí con mi desayuno. Yo te daré el itinerario diario y esperaré que estés presente en cada comida. No aceptaré retrasos. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Parece un poco frágil, Seokjin. ¿Estás seguro de que sirve para esto?
—Sí, señor.
A pesar de todo, el Comandante no parecía estar convencido.
—Muy bien. Dado que no he almorzado, Seokjin, tú me acompañarás durante una cena temprana. Taehyung, tú empezarás a trabajar mañana.
—Sí, señor —dijimos Seokjin y yo al unísono. Luego nos marchamos del despacho.
Regresamos al gabinete de Seokjin para recoger mis uniformes y mi diario. Después, Seokjin me acompañó a sus habitaciones, que estaban situadas en la parte central del castillo. Mientras recorríamos los pasillos, noté que había una serie de zonas más claras en las paredes, lo que me llevó a pensar que se debían haber descolgado todos los cuadros. Se me ocurrió que el estilo funcional y austero del Comandante le había arrebatado al castillo su carácter. Lo único que quedaba era piedra muerta con el único fin de resultar útil.
Yo era demasiado joven para recordar cómo había sido la vida antes del cambio de régimen, pero en el orfanato de Son me enseñaron que la monarquía era corrupta y que los ciudadanos no estaban contentos. El cambio de régimen había sido precisamente eso. No se podía llamar guerra. La mayoría de los soldados del Rey había jurado lealtad al Comandante. Les asqueaba que todos los ascensos se basaran en sobornos o en vínculos de sangre en vez de en el trabajo duro y la pericia. Las órdenes de ejecutar a personas por delitos muy pequeños sólo porque un miembro de la élite se sentía ultrajado no caía bien entre los hombres.
El Comandante había incluido a las mujeres en su causa y éstas se habían convertido en excelentes espías. Seokjin asesinó a los principales valedores del Rey. Cuando éste trató de alzar un ejército para enfrentarse al del Comandante, no tuvo nadie que lo defendiera. El Comandante capturó el castillo sin derramamiento de sangre. La mayor parte de los nobles habían muerto ya y el resto había escapado a Líbarus.
Seokjin y yo llegamos por fin frente a un par de imponentes puertas de madera, flanqueadas por dos soldados. Él les informó de que deberían franquearme el acceso tal y como yo necesitara. Entramos en un pequeño recibidor con dos puertas.
Seokjin abrió la de la derecha y me explicó que la otra conducía a las habitaciones del Comandante. Las habitaciones de Seokjin eran muy grandes. Tras el oscuro pasillo, me sorprendió la luminosidad del salón. Ventanas tan finas como las rayas de un tigre permitían que entrara la luz a raudales. Había libros por todas partes, además de piedras y cristales multicolores. También se distinguían pequeñas estatuas de animales y flores, adornadas con plata. Resultaban muy delicadas y detalladas y se parecían a las panteras que había visto en el gabinete de Seokjin. Constituían el único elemento decorativo de la sala.
De las paredes colgaba una considerable colección de armas. Algunas eran viejas y estaban cubiertas de polvo, lo que indicaba que no habían sido utilizadas desde hacía años. Por el contrario, otras brillaban. Un cuchillo largo y fino aún tenía sangre en la hoja. Aquella visión me hizo tragar saliva. Me pregunté quién habría estado al otro lado de aquella hoja.
A la izquierda de la entrada había unas escaleras y tres puertas a la derecha del salón. Seokjin señaló la primera.
—Esa habitación será tuya hasta que Son se haya marchado del castillo. Te sugiero que descanses un poco —dijo, para luego tomar tres libros de una mesa—. Yo regresaré más tarde. No salgas. Te traeré la cena. Cuando yo me vaya, cierra con llave la puerta. Aquí deberías estar a salvo.
«A salvo», pensé, mientras echaba el cerrojo. Jamás podría sentirme a salvo allí. Cualquiera que supiera cómo forzar una cerradura, podría entrar, agarrar un arma y acabar conmigo. Examiné las espadas que colgaban de la pared y suspiré con alivio. Estaban bien aseguradas sobre la pared. Tiré con fuerza de una maza, sólo para cerciorarme.
El desorden que había alrededor de mi puerta era más de lo que había junto a las otras dos. Cuando entré, descubrí por qué. Sobre el suelo, había marcas de cajas sobre la polvorienta superficie del suelo. El mismo polvo se adivinaba sobre la cama, el buró y el escritorio. Evidentemente, aquella habitación había sido utilizada como almacén. En vez de limpiarla, Dongbae se había limitado a mover las cajas, considerando así su trabajo hecho.
El mínimo trabajo que realizaba era una indicación muy clara de la gran antipatía que sentía por mí. Tal vez sería mejor evitar su compañía en lo sucesivo.
La ropa de la cama estaba muy sucia y olía a cerrado por todas partes. Estornudé. Había una pequeña ventana, que abrí después de pelearme con las contraventanas.
Los muebles estaban realizados con cara madera de ébano. Intrincadas tallas de hojas y parras adornaban las patas de las sillas y los cajones. Cuando limpié el polvo del cabecero, descubrí una delicada escena de un jardín, lleno de flores y mariposas.
Tras quitar las sábanas sucias de la cama, me recosté en el colchón. Entonces, la impresión que yo tenía de Dongbae como un hombre gruñón pero inofensivo se esfumó por completo. Acababa de ver pequeñas manchas rojas que daban un mensaje que había sido escrito sobre la madera del escritorio.
Decía: «Asesino. La horca te espera».
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