Llámeme Edward
Si el mundo la desapareciese de un momento a otro, quizá con suerte su gato lo notaría, y solo porque no habría quien echase comida a su cuenco. Ese era el pensamiento que tenía Elisse al levantarse cada mañana y ver cómo el animal era el único en recibirla en el comedor, suplicando por el pollo deshilachado que acostumbrada a comer siempre a la misma hora. Aquel despertar no fue diferente, pero al tratarse de su día libre cada dos semanas accedió a sus peticiones con mejor humor. Su desayuno se encontraba preparado sobre la mesa en el mismo lugar en el que el ama de casa de su familia solía dejarlo antes de empezar otros quehaceres, durante los cuales tampoco coincidían, pues los padres se encargaron de concretarle un horario que la mantuviese alejada de su hija lo máximo posible.
Ingirió la comida con el eco de los cubiertos chocando resonando en la habitación debido a lo grande que era la sala; la mesa familiar junto a las sillas se encontraba en el centro dejando un vasto espacio vacío alrededor que únicamente estaba decorado por cuadros de antecesores de quienes nunca le habían hablado. Un par de ventanas en la pared frontal iluminaban el espacio mientras la luz del sol brillase y un candelabro dorado que reposaba en el punto central de la estancia era el encargado de ello durante la noche. Los retoques y borduras de los tabiques conjuntaban con este.
Al terminar se dirigió a su lugar favorito de la casa, la libreria. Con estanterías inmensas que abarcaban la longitud entera de las paredes y su zona con cómodos y clásicos asientos a primera vista no tenía nada que envidiarle a las bibliotecas públicas. Pero en cuanto se pretendía buscar alguna novela interesante era evidente que no se iba a encontrar, pues cada una de las estanterías estaba llena de los libros técnicos y científicos de su padre, desde Disquisitiones Arithmeticae de Carl Friedrich Gauss hasta el tratado del magnetismo y la electricidad de James Clerck Maxwell. Nada que pudiese ser de interés para ella, ya que por mucho que se le obligara a estudiar aquellos tomos en múltiples de sus clases particulas estaba convencida de que el mundo continuaría siendo igual de aburrido a pesar de los descubrimientos que se hiciesen.
El atractivo de aquel espacio estaba más bien en un pequeño hueco detrás del estante más pequeño y endeble, el cual le permitió varios años atrás esconder un libro de fantasía que había releído tantas veces que podría recitar cada línea de memoria. Este fue un regalo que se encontró en el día de su cumpleaños sobre su cama, no supo quien fue el emisario, pero solo pensar que un miembro de su familia se preocupó por sus verdaderos intereses la llenó de alegría. Su título era «Lo que ocultan las sombras» y no tenía una historia como tal, sino que hablaba de seres sobrenaturales y encantamientos como si de una guía se tratase. Elisse no creía en la posibilidad de que fuese real, pero le resultaba más entretenido que sus otras opciones.
Se encontraba repasando la página de seres oscuros cuando el gorgorito de un pájaro distrajo sus pensamientos, no pudo evitar mirar por el ventana, a través de la cual lo observó en el patio herido de un ala, impidiéndole volar. Sin pensarlo se dirigió hasta él a paso rápido, para lo que tuvo que atravesar varias habitaciones con la mala suerte de encontrarse con su madre.
— Elisse, no se corre por los pasillos. ¿Acaso te has estado saltando las clases de etiqueta? — la reprendió.
— Lo siento, iba a buscar a un gorrión herido en el patio.
— La naturaleza es sabia, si está herido déjalo morir — concluyó antes de marcharse.
Madame Sophia Edevane siempre fue conocida entre la nobleza por la crudeza de sus palabras, incluso se rumoreaba que nada agradable había salido nunca de su boca. Con su hija no era distinto, aunque con los años había aprendido a llevarlo mejor aún recordaba las veces que su dureza la había acabado llevando al borde del llanto, el cual acababa soltando cuando se encontraba sola en su habitación debido a que le repetían incesantemente que las niñas buenas no lloran.
Al llegar a su destino el animal pareció notarla, pues sus chillidos aumentaron de volumen al pensar que quizá se tratase de una amenaza; sin embargo, frenaron en cuanto ella lo sujetó en sus manos con la intención de examinarlo cuidadosamente. En ese momento estaba agradecida con su padre por incluir el estudio de pájaros de Leonardo Da Vinci en el temario de sus clases de ciencias. Con un vistazo pudo notar lo destrozada que estaba el ala, no solo estaba rota sino que faltaba parte de esta. Era imposible que pudiese volver a volar.
— Pobrecito, me pregunto qué le habrá ocurrido — habló la figura desconocida de un hombre.
— ¿Quién es usted? Esto es propiedad privada — cuestionó Elisse asustada. Estaba segura de no haber oído pasos ni ninguna señal de su presencia, simplemente había aparecido delante suya.
— Disculpe mi intromisión señorita, pero no he podido evitar oír el pedido de auxilio del pequeño, al igual que vos.
Ante la mirada atónita de ella el hombre misterioso se inclinó y cubrió al pájaro con sus manos. Durante los pocos segundos que duró aquella acción su vista fue a parar al rostro del varón, tenía facciones clásicas y apuestas acompañadas de un peinado azabache con la raya al medio, la mandíbula marcada y ojos azules con los que seguro había hipnotizado a alguna dama. De repente, su atención fue robada por el brillo sobresaliente de la cueva de manos en la que se encontraba el animal, quien, una vez abierta, salió aleteando como si nunca hubiese sido víctima de ningún incidente.
— ¿Cómo ha...? — comenzó Elisse sin dar crédito a lo que acababa de presenciar.
— Todo es posible cuando crees en la magia — afirmó el hombre, obteniendo una expresión de incredulidad en el rostro de la joven.
— Será mejor que usted y su broma de mal gusto se marchen — respondió con un ligero enfado.
Aunque no tenía una explicación racional para aquello estaba convencida de que no era real, pues sus padres le habían advertido a menudo de ese tipo de personas, quienes se colocaban en medio de las calles transitadas a realizar sus engaños, o trucos de magia como les llamaban ellos, a cambio de dinero. La única posibilidad era que él fuese uno de esos charlatanes.
— ¿Mi doncella duda de lo que sus ojos ven? — preguntó.
— Su doncella duda de aquello que la ciencia no ha sido capaz de demostrar — replicó Elisse haciendo énfasis en la palabra doncella, haciéndola sonar ridícula.
Durante su vida en más de una ocasión se había visto envuelta en problemas por dudar de lo escrito en los libros que su padre le otorgaba y, a pesar de que ni ella estaba segura de su afirmación, había aprendido que lo mejor era no hacerlo. Sin duda, no necesitaba revisarlos para comprobar la falta de un apartado sobre la regeneración de músculos y huesos extirpados.
— Así que tenemos aquí a una bella escéptica — pronunció llevando su mano derecha a su barbilla simulando una pose pensativa — Hagamos un trato, cada día a la misma hora le mostraré mi magia y si logro que crea en ella me deberá un favor.
— Me temo que eso no será posible, señor. Todos los días a esta hora me encuentro en una de mi clases, las cuales son más productivas que esto.
Una vez más ni ella estaba convencida de sus palabras, pues pasado el mal rato del inicio no le era tan desagradable hablar con alguien que no se encontrase en su círculo familiar, al menos se encontraba entretenida, cosa que no podía decir de sus clases.
— Oh, ¿quizá a la doncella le venga mejor una hora más nocturna? — la tentó.
La respuesta se debatía en su cabeza, sabía que relacionarse con un hombre desconocido tenía muchas papeletas de tener un mal desarrollo, pero por otro lado la sola idea de renunciar a ese momento y volver a su vida cotidiana aburrida la abrumaba.
— Vendré mañana al anochecer y le daré un mes, si no logra que me crea sus trucos deberá marcharse y no volver a pisar esta propiedad. Señor... — habló con la intención de que le dijese su nombre.
— Señor Edward Amery, para servirla. Pero llámeme Edward, señorita... — mencionó con el mismo objetivo.
— Señorita Elisse Edevane. Pero llámeme señorita Edevane.
Con aquellas presentaciones dieron la conversación por terminada, no sin antes fijarse en el atuendo del contrario. Él vestía un traje victoriano, con una camisa blanca con largura hasta las rodillas, un chaleco rojo aterciopelado y un frac negro a conjunto con los pantalones, era la imagen que se venía a la cabeza cuando se pensaba en la elegancia. Mientras, ella portaba un vestida clásico beige a juego con su propio tono de piel claro formado por no salir de sus aposentos; su recogido de pelo castaño caía por sus hombros dándole una imagen fina y dulce. Quién les viera juntos apostaría por qué se trataba de una pareja noble, pues la notable diferencia de edad tampoco solía ser un problema entre la clase alta.
Tan cómodo fue el encuentro para Elisse que no notó el pasar del tiempo, cayendo en la cuenta de que era la hora de comer cuando se adentro en el comedor y vislumbró a sus padres observarla con desaprobación. Habían pasado años desde la última vez que su tardanza se hizo presente en un encuentro familiar y el recuerdo de la reprimenda no se le hizo agradable, por lo que se adentro a la sala con temor.
— Lo lamento, no pretendí hacerles esperar — se disculpó como respuesta al tenso ambiente.
— Elisse, sabes que tanto tu madre como yo disponemos de poco tiempo debido a sus negocios y mis estudios. Como es la primera vez en mucho tiempo lo pasaré por alto, pero ya conoces el castigo; deberás esperar a la cena para comer. Que no vuelve a ocurrir — la reprendió.
— Entendido, padre. Con su permiso, me retiro.
Tras dar una reverencia se marchó y encerró en su habitación. El correctivo no era nuevo para ella, pues se lo habían aplicado con anterioridad y de manera más severa, ya que dependiendo del retraso no siempre le dejaban cenar. Sin embargo, la escena la hizo replantearse una vez más si realmente era bienvenida en la vivienda; siempre había acatado órdenes, cumplido horarios y protocolos que consideraba absurdos con el objetivo de agradar a quienes le habían dado la vida, pero ni siquiera logró conseguir unas palabras con cariño hacía ella.
Durante el resto del día se dedicó a repasar una y otra de sus acciones a lo largo de su vida, buscando el motivo por el que se la pudiese considerar un fracaso como hija. Quizá no debió llorar la vez que cayó y raspó su rodilla teniendo cinco años, o quizá no debió intentar jugar con el grupo de niños que se pasaban la pelota delante de su calle cuando cumplió diez. Algo tenía claro, necesitaba huir de las reglas ilógicas, de las clases que la llevaban al límite de su energía y de la jaula en la que se sentía encerrada desde que nació; necesitaba empezar a vivir. Fue entonces cuando el nombre de Edward se le vino a la mente, le habían advertido muchas veces de que gente extraña intentaría acercarse a ella para aprovecharse de su posición, aun así y sin estar segura de que ese no era el caso quería intentar confiar y pensar que Edward podía enseñarle cómo se vive fuera de los barrotes.
Entre tanto la luz del sol fue cayendo y la de la luna comenzó a colarse por la ventana cercana a su cama, la hora de la cena ya había pasado y tampoco le importaba, estaba feliz por meditar que mañana vería al hombre misterioso en el que había depositado un poco de su fe.
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