La misma hora, el mismo día cada semana. Una rutina que llevamos por mucho tiempo, tan acostumbrados a vernos sin decir nada, que se nos hizo un placer tan silencioso (eso a simple vista de las demás miradas, pero dentro mío, ¡qué concierto tocaba!, sin mover un solo dedo, aun así el tiempo entero en sus manos poseía, al menos el mío).

Tenía el ritual de dirigirme los martes a la plaza, con el fin de salvar mi alma, dejar de lado el mundo y apreciar, de lejos claro está, el cielo. Era martes, yo con un café en mano, sentado en una banca de madera, color marrón oscuro; con unos descansa brazos de hierro pintados en verde. Como quien observa y al mismo tiempo no, girar un poco la mirada, como quien engaña a quien se está mirando, así saludaba con la mente, porque palabras no faltaban. Sin embargo, Bella era cómplice mío, hacíamos lo mismo, como quienes fingen no palparse con los ojos, y deseando cruzarlos al menos una vez.

Paso tanto tiempo, que olvide cuantos días concurrimos, cómo nos topábamos con excusas tontas, yo llegando un poco antes de lo habitual, para dejar una rosa en su asiento, y al llegar ella, yo sentir su sonrisa, sin necesidad de dirigirme. Sabía muy bien que su felicidad llevaba al menos un instante, el nombre mío.

Pasaba la semana entera pensando en qué traje usar, en qué libro Bella estaría leyendo esta vez, o qué aroma sería el que toque su piel esa tarde. Qué más da, vivía pensando en la raptora de mis ganas de conciliar sueño.

Todo parecía de maravilla, el cielo avisaba que dentro de poco el sol iba a morir. Estaba a tiempo, con la libreta en mano, los cigarrillos en el bolsillo del blazer, con la barba acomodada un poco (como a ella le gustaba, o al menos me sonreía al verme intentarlo) Solo quedaba esperarla.