Sábado, 24 de diciembre.
—Parece que ya no hay que buscar a Andrea Perdomo —dijo Méndez a uno de los oficiales que estaban junto a él.
Cuatro personas habían desaparecido durante las dos primeras semanas del mes de diciembre, la policía local llevó la investigación a fondo, encontrando así, el primer cuerpo en un pequeño riachuelo a las afueras de la ciudad, con una nota diciendo dónde podrían encontrar al siguiente, de extremo a extremo, recorrieron la ciudad hacia donde indicaban las notas dejadas en los cadáveres, pero lo más extraño no era eso, lo más extraño del caso, era que ninguno de los cuerpos poseían sus cabezas, todos habían sido decapitados.
—Debemos encontrar al responsable de esto, y rápido, los habitantes de esta ciudad ya se están alarmando mucho —sugirió el Oficial Marquez.
—Bien, pongámonos a trabajar en ello ahora mismo —contestó el Detective Méndez.
***
El calvario que había vivido en por el caso anterior, parecía repetirse.
«Esta ciudad cada vez muestra su peor cara, ¿qué le sucede a la gente de aquí?», pensó el Detective
Había varios sospechosos, pero realmente ninguno aparentaba ser el secuestrador y asesino de esas personas. El caso era extraño, parecía una especie de venganza, pero entre las víctimas había tres menores de edad; Jhon Pineda de diez años, Gabrielle Villalobos de ocho años, y Tomás Morales de doce. La última víctima encontrada era Andrea Perdomo de diecinueve años.
Con fotos de los cadáveres degollados regadas en su escritorio, y con algunos testimonios de personas que habían asegurado ver a alguien sospechoso rondando los sitios donde se hallaron los cuerpos, Méndez estaba perdiendo la cordura, por segunda vez, en cuatro meses.
El Detective se levantó de su asiento, rodeó el escritorio, salió de su oficina, y de inmediato ordenó a Lucía Geek —su asistente—, a convocar una reunión en la sala principal. El Director de la estación, le había dicho que enfocaran todos los reflectores en el caso del «Asesino de navidades», para atrapar a ese maldito de una vez por todas.
***
Se hallaban sentados en la sala principal todos los oficiales de la estación, con la mirada fija al Detective Méndez, que estaba frente a ellos, señalando una pizarra llena de fotos, ubicaciones, y algunas palabras que él había escrito mientras hablaba.
—Quizá se trate de un ajuste de cuentas —opinó uno de los oficiales nuevos.
— ¿Ajuste de cuentas con un niño de diez años? —respondió bruscamente el Detective.
Hubo un silencio en la sala.
—Puede que los problemas sean con los padres de esos niños, ¿no cree? —se defendió el Oficial.
—Bien, lo que importa es encontrar al asesino, después averiguaremos los motivos que tenía para hacer cosas tan atroces, como esas.
—Yo pienso que el responsable es Julián Ramírez —dijo otro Oficial.
— ¿El hermano de Carlos Ramírez?
El Oficial asintió.
—Puede que esté vengándose por la muerte de su hermano, además, presenta características similares a los patrones que utilizaba Carlos Ramírez para asesinar —hizo una pausa para mirar a todos, y continuó—, me refiero a lo de secuestrar a sus víctimas, y luego dejarlas abandonadas a las afueras de la ciudad, además de los martirios que les hace pasar.
—Buena observación Oficial...—Méndez esforzó la mirada para visualizar lo que decía el gafete en su uniforme— Pérez.
Dejó escapar un suspiro de cansancio, y ordenó a dos oficiales a que buscaran a Julián Ramírez, quien ahora era el principal sospechoso gracias a su hermano.
***
Casi terminaba su obra. Su plan había funcionado a la perfección, pero aún faltaba el final, no se podía permitir arruinarlo. Sabía que nunca sospecharían de él, después de todo, ni siquiera era un asesino, sólo estaba haciendo el trabajo del karma.
«Si obras mal, te irá mal», se dijo.
Sí, obrar mal trae sus consecuencias. Él estaba claro del mal que estaba haciendo, pero, qué importaba, ya no había nada que perder.
Siguió preparando el magnífico cierre de su obra de arte, que le había llevado casi un año planear, y que ahora estaba en su etapa final. La etapa más deseada por él. La que le llenaría el corazón y la mente de satisfacción.
Sonriente, observó la foto de su hijo que estaba enmarcada encima de su escritorio, por unos segundos, «qué buen muchacho», pensó, y luego continuó con su trabajo. Todo debía salir a la perfección. Todo.
***
La noche cayó, y el frío se hizo notar rápidamente dentro y fuera de la Estación. La sensación de frustración le invadió, era el segundo caso no resuelto en el año, nunca le había sucedido algo así. De pronto se sintió culpable por las madres y padres de los tres niños y la chica, hallados muertos... sin cabeza.
Hasta ahora los padres de las víctimas habían hecho notar su molestia a través de los medios de comunicación; la televisión y la prensa presionaban cada vez más a la policía. Pedían la captura de ese «psicópata», como le llamaron reiteradas veces en la televisión. Y no era para menos, la pequeña ciudad había sido testigo de las morbosidades cometidas por esa persona misteriosa, estaban al tanto de la ausencia de las cabezas de esos cadáveres, y aún peor, sabían que la policía no tenía pruebas convincentes para encarcelar a cualquiera de sus sospechosos. Todo parecía estar en contra de la resolución del caso.
«¿Dónde demonios estaba Julián Ramírez? ¿Por qué no lo habían traído? Todos sabían que trabajaba en la estación de servicio ubicada en el centro, ¿por qué tardaban tanto para traerlo?», pensó el Detective Méndez.
Marcó un número en su móvil, y llamó. Después de dos tonos, una voz ronca, contestó.
—Habla el Oficial Pérez, ¿qué sucede?
— ¿Por qué han tardado tanto en traer a Julián Ramírez? —dijo Méndez casi gritando.
—El sujeto se ha resistido, y dijo que no saldría de la tienda de golosinas hasta que llevásemos una orden de detención.
«Maldita sea, tiene razón».
— ¿Y qué esperan para buscar la orden?
—Mi compañero fue a buscarla, no debe tardar en regresar hasta aquí.
—Bien, actúen rápido, o los lanzaré directo a los medios para que se los coman vivos —contestó el Detective.
La llamada finalizó, y de nuevo le embargó la culpa. No podía evitar ponerse en los zapatos de aquellos padres. La idea de que su hijo desapareciera, y que luego lo encontrasen sin cabeza, le provocaba pánico. Le revolvía el estómago, le aceleraba el corazón. Era realmente fuerte lo que estaban pasando esas familias, y lo peor era el contexto, estaban en vísperas de navidad. Qué manera de arruinarles la navidad, qué forma de arruinarles las vidas, a esas familias.
Al cabo de unos minutos pensando, estudiando posibilidades, e ideando hipótesis nuevas sobre el caso, tocaron a su puerta. Era Pérez, estaba cansado, se le notaba en su cara.
—Trajimos a Ramírez, está en la sala de interrogatorios.
Méndez sólo asintió, y salió de su oficina, directo a la sala donde se hallaba el sospechoso. Al entrar lo recibió un hombre de unos treinta y tres años, calvo y de piel morena.
—Qué cuentas, Ramírez, nos vemos de nuevo —saludó el Detective.
—Le juro que no sé nada sobre esto, ni siquiera sé para qué me trajeron.
—Tal vez sea así, pero de alguien como tú...—lo miró de pies a cabeza— yo no me fiaría.
— ¿De verdad cree que soy como mi hermano?
—Pues...
— ¿Piensa que estoy vengando su muerte? ¿Después de tanto tiempo? —interrumpió con cara de desagrado.
Méndez abrió la boca para decir algo, pero Julián Ramírez volvió a interrumpirle.
—De ser eso cierto, ¿no cree que comenzaría vengándome de usted? ¿No cree que mi primera víctima fuese sido su hijo?
Hubo un silencio. Julián se cruzó de brazos y sonrió.
—No tienen ni idea de quién ha hecho esto, ¿cierto?
—No creo que eso te incumba, Ramírez.
— ¡Ja! Les propongo un trato.
—Para ti no habrá ni siquiera cena —respondió Méndez.
— Ah... pues quiero saber qué harán cuando haga público que no saben a quién buscar, ni siquiera saben si tienen una pista concisa —una sonrisa se dibujó en su rostro—, pero claro, pueden evitarse ser hundidos y tratados de incompetentes.
— ¿Y qué te hace pensar que te creerán?
—Por dios, Detective, ¿acaso olvida que ni siquiera tengo antecedentes penales? —observó detenidamente a Méndez, y continuó—. Hasta podría decir que usted quiere vengarse porque mi hermano mató a su esposa —le guiñó el ojo.
—Maldición.
—Comprendo, usted acepta el trato, libéreme y yo cierro la boca, tiene mi palabra.
Sin más, Méndez ordenó la liberación de Julián Ramírez, pero también, que se le siguieran los pasos, no podían perderlo de vista.
Los párpados comenzaron a pesarle, bostezó, y se dio cuenta de que la investigación de ese caso le había consumido casi todas sus energías. Se sentía realmente agotado. Necesitaba descansar, para poder continuar. Observó su reloj de pared, y este marcaba las 00:00, ya era navidad. Al menos para él, para los familiares de las víctimas, este año —y tal vez los siguientes—, no habrá navidad.
Salió de la estación y se dirigió hacia su casa. Las luces y adornos navideños alumbraban las calles, las hacían lucir coloridas, pero más allá de eso, en esa ciudad, había algo oscuro, había maldad en su estado puro, y este caso habría sido prueba de ello.
***
Domingo, 25 de diciembre.
Llegó a la estación temprano, como de costumbre, pero le extrañó ver algunos rostros conocidos en la puerta de esta. Como exigiendo respuestas. Eran los padres de las víctimas.
— ¿Qué sucede aquí? —inquirió un ya descansado Méndez.
—Pues véalo con sus propios ojos —dijo el papá de Gabrielle Villalobos, era el médico principal de la sala de emergencias del hospital central. Su cara era de tristeza, furia, cólera, estaba completamente derrotado.
El Médico le dio una caja de regalo que llevaba en sus manos.
—Le suplico que no la abra aquí, y por favor, déme una maldita explicación de porqué no han atrapado a este maldito.
—Bien, entremos.
Méndez, junto a los seis padres de los niños, y la hermana de la única víctima adulta, se dirigieron hacia la oficina del Detective. Llevaban cajas de regalo consigo, eso le extrañó bastante, ¿qué demonios era eso?
Colocaron las cuatro cajas encima del escritorio de Méndez, y le hicieron seña de que viera lo que contenían esas cajas.
«Feliz Navidad, señor y señora, Pineda. Espero habérselas arruinado como ustedes me la arruinaron a mí», decía la nota que colgaba de la tapa de la caja.
Al abrirla, Méndez puso una mano en su boca para evitar vomitar. Dentro de la caja, estaba la cabeza de Jhon Pineda, el pequeño niño de la familia. La repulsión que sintió no la pudo ocultar. Laurent —la madre del niño—, no pudo contener las lágrimas, y dejó escapar varios sollozos ruidosos.
Una a una, abrió el resto de las cajas, cada una con el mismo contenido dentro de ella. Y la misma nota, a diferencia de los nombres.
—Les prometo que cuando agarremos a ese maldito le haremos pagar muy caro, se los prometo —fue lo único que alcanzó a decir el Detective.
***
Los familiares se dirigieron a sus casas, pero dejaron en la estación las cajas, porque iban a ser revisadas para buscar pistas, o restos de ADN.
Suspiró, y cayó en el profundo mar de sus pensamientos. Un rato después, el sonido de la puerta lo sacó de las profundidades de ese océano mental.
—Venga a ver esto, es urgente —dijo Lucía Geek.
Méndez salió de inmediato, y se encontró con un hombre que aparentaba ser carpintero, por su atuendo lleno de aserrín y pegamento para madera. Estaba siendo escoltado hacia la sala de interrogatorios.
***
—Ya debe saber porqué estoy aquí, Detective.
—Tal vez, pero quiero que tú lo digas.
—Pues, yo soy el responsable de esas cuatro muertes —miró la cámara ubicada en una de las esquinas de la sala—, ¿están encendidas? —Méndez asintió—, mejor, quiero que esto lo vean los padres de esos niños. Esos señores que arruinaron mi vida, que me arrebataron lo único que tenía.
—Sea más específico —dijo el Detective.
—Todos ellos de algún modo están relacionados conmigo. Todos tienen algo en común —Méndez frunció el ceño—, la negligencia. Hace exactamente un año, cuando le regalé a mi hijo su primera bicicleta... mientras él aprendía a manejarla en la calle donde vivíamos juntos... él era todo lo que yo tenía, entiéndalo... él estaba allí y de pronto, un maldito que iba muy rápido en su auto y estaba usando el teléfono, lo atropelló, y vi su pequeño cuerpo volar unos cinco metros por el aire... el muy maldito, ese Johan Pineda se dio a la fuga, y no pude hacer nada, estaba con mi hijo, su pequeño cuerpo sangraba de todas partes, no sabía qué hacer... llamé a una ambulancia, pero el idiota que la conducía se confundió de dirección, y mi hijo empeoró notablemente... no podía hacer nada... el conductor de la ambulancia se había equivocado por el paramédico, quien le dijo una dirección diferente, ese paramédico es Andrés Morales... luego en la sala de emergencias... una enfermera idiota... Alejandra Perdomo... dijo que mi hijo no se salvaría, y Víctor Villalobos apoyó su opinión... y desconectaron a mi pequeño... como si su vida no importase nada... como si él fuese un animal... arruinaron mi navidad del año pasado... me quitaron a mi niño... me destrozaron la vida —dijo finalmente, estallando en llanto.
El Detective oyó con atención, y no supo qué decir. El hombre se secó las lágrimas y continuó hablando.
—Vine hasta aquí, y denuncié a todos esos incompetentes, y aquí sólo me dijeron que ya no había nada que hacer... ¿y qué podía hacer yo? ¿Esperar la "justicia divina"? —rió ruidosamente—. Debía tomar justicia con mis propias manos, y eso hice, les arruiné la vida a esos malditos. Les hice pagar lo que me hicieron. Fui el karma que les tocaba. Y claro, no podía perder mi espíritu navideño, ¿devolverles a sus hijos sin cabeza? ¡No, por dios! Dónde estarían mis modales. De algún modo debía regresárselas, así que pensé en regalárselas por la navidad —rió.
Hubo silencio.
—No esperaba algo así, ¿cierto? —el hombre sonrió—. Esto entonces será toda una sorpresa para usted.
De su cintura sacó un arma, y se la colocó en la sien...
— ¡NOO! —gritó Méndez.
El ensordecedor sonido del disparo se hizo presente en la pequeña sala, y después, un pitido retumbó en la cabeza del Detective. La sangre manchó gran parte de una pared.
De la mano del hombre cayó un papel al suelo. Méndez lo tomó y lo leyó...
«Feliz Navidad, Detective», decía el papel.
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