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Él no cambia ni a balazos

Un día no como cualquiera de 1997, dos policías federales vigilaban un tramo de una carretera perteneciente a Cuautitlán Izcalli en el Estado de México. Su patrulla apuntaba las luces hacia ésta mientras ellos, en el interior, batallaban para vencer el susurro de las tres de la mañana. Y por si no fuera poco, los autos que iban y venía sólo servían de arrullo.

Por alguna razón que hasta hoy en día se ignora, el federal al volante peló los ojos cuando un autobús pasaba. De pronto, de una de sus ventanas un papel salió disparado; era evidente que no se trataba de un mexicano poco amigable con el ambiente.

Carlos arrugó el entrecejo antes de apearse de la patrulla, aprovechando para desperezarse. A paso vacilante llegó hasta el papel doblado que se removía con el poco viento en el linde de la carretera; echó un vistazo hacia ambas direcciones y lo recogió. Alzó las cejas de inmediato al toparse con un mensaje en el interior; era poco claro y cualquiera que lo hubiera leído hubiese creído que había sido escrito con el pie izquierdo, a oscuras. Aunque no era un experto en temas ortográficos, sabía que ayuda no se escribía con hache y asaltando tampoco llevaba zeta.

Con los años había aprendido a distinguir la gravedad de una situación tan solo escuchando a ese instinto al que muchos llamaban intuición. Esta vez su fiel compañera no auguraba nada bueno. Lo sentía en el cuerpo.

El papel quedó suspendido en el aire y fue cayendo con suaves balanceos en cuanto corrió de vuelta a la camioneta. Su compañero pegó un brinco por el estridente portazo.

—¿'Ora qué traes? —inquirió con tono irritado al tiempo que parpadeaba.

Muy a lo lejos su compañero seguía preguntando por qué tanto escándalo, pero Carlos estaba del todo enfocado en alcanzar al autobús.

—¡Párate, güey, ya nos salimos de nuestro tramo! —exclamó —. Lo que suceda aquí ya es pedo de otros federales.

Tanto la patrulla como su corazón sufrieron una repentina aceleración; sabía que nadie más que él pondría el ojo sobre la situación. Una oleada de adrenalina lo embargó al divisar el autobús, de modo que invadió el carril contrario y avanzó hasta estar seguro de que podría cortar el avance del transporte. De un brusco giro de volante, se atravesó a la ruta del gigante metálico y lo forzó a bajar la velocidad poco a poco. Una vez detenidos por completo, ambos federales se encaminaron a él.

El conductor bajó tan rápido como sus kilos de más le permitieron.

—Nos vienen asaltando. Por favor, haga algo —gimió agitado.

Carlos intercambió miradas con su compañero y le indicó que subiera al autobús con un movimiento de cabeza. Éste obedeció sin chistar.

Desde fuera alcanzó a escuchar amenazas además de uno que otro grito. Pudo respirar mejor al ver que el asaltante venía sometido a manos de su apoyo, quien lo esposó contra el suelo y le realizó un interrogatorio agresivo. Al parecer no traía armas.

—Súbete, queda otro —informó su compañero al tiempo que ponía de pie al agresor.

Carlos inhaló profundo, se aseguró de llevar la Glock 17 y subió. El autobús iba atestado de personas, todas atentas al asunto, aunque sólo en algunos de ellos identificó miedo verdadero, aquel que nubla la vista y hace que las cosas transcurran en trance. Lo sabía porque lo había vivido. Un vistazo rápido le fue suficiente para saber que en las primeras filas no estaba el problema. Entonces localizó el terror. Se trataba de una niña de rasgos étnicos que no pasaba de los doce años, la cual levaba un colorido y ligero vestido bordado hasta los pies.

Carlos desenfundó su pistola de un fugaz movimiento y apuntó entre ceja y ceja. El alboroto se esparció entre los pasajeros más rápido que el sarampión; todos se apartaron del pasillo hacia las ventanas.

—¡Suéltala, cabrón!

El muchacho que rodeaba a la niña por el pecho temblaba; su rostro era una mueca dura que de vez en cuando sufría un espasmo.

Te voy a partir tu madre. ¡Que la sueltes!

La tensión creció a pasos agigantados hasta volverse palpable; Carlos acarició el gatillo y casi en cámara lenta, algunos pasajeros se escondieron en sus asientos. La burbuja de incertidumbre y rigidez se reventó cuando el segundo asaltante relajó el agarre. La niña corrió hacia una mujer que llevaba vestimenta similar.

Libre el camino, Carlos avanzó con la glock en alto y amagó al agresor apoyándose en el arma de manera que estuviera bajo amenaza en cada momento, lo arrastró por el pasillo y al llegar a tierra firme, se aseguró de que lo esposaran también. Su compañero quedó a cargo mientras él volvía a inspeccionar la escena.

—Buenas noches, somos la Policía Federal y les informamos que la situación ya está bajo control. Para su bienestar, necesitamos saber con exactitud qué sucedió.

Le costó más de lo esperado hacer que la gente hablara, las mujeres sobre todo no estaban seguras hasta dónde llegar con la narración, como si les apenara continuar. Pidió a todos que descendieran, a excepción de los hombres. Comprobó que estuvieran bien abajo y regresó con el resto de los pasajeros. Un hombre de las primeras filas le reveló a media voz que uno de los delincuentes había abusado sexualmente de una muchacha al fondo del pasillo.

—Era una menor, patrón.

En el mundo de los mortales, donde las mujeres y niños se reunían se respiraba un aire de incertidumbre insoportable que a más de uno le exigía asirse a un pasamanos psicológico. Aunque los delincuentes estuvieran esposados, no se podía andar libremente por la zona, mucho menos considerando la penumbra del lugar y el hecho de encontrarse orillados a mitad de la nada.

—Manden cuatro unidades al kilómetro treinta ocho de la Cuautitlán —decía el federal por el radio de la patrulla —. En chinga.

Luego se posicionó en el flanco izquierdo de la puerta del autobús, esperando que en cualquier momento descendiera Carlos con una solución.

Así pues, la última mujer en bajar, motivada por razones superiores a ella misma, extrajo en un parpadeo el arma del federal que estaba junto a la puerta y disparó a la cabeza de uno de los asaltantes. Los gritos resonaron en toda la zona.

Carlos echó a correr sobre el pasillo sin pensarlo. En la escena, de un lado estaba una mujer de tez morena y cabello negro, temblando con el arma en mano. Para cuando fue consciente de sus actos, se encontraba sacudiéndola en busca de una respuesta. Del otro lado yacía el cuerpo del asaltante con la cabeza destrozada sobre un charco de sangre. Contra todo pronóstico y para sorpresa de los federales, los pasajeros vitoreaban a la madre. Peor aún, las personas comenzaron a acercarse al ver que no la soltaba.

—¡Ella no es la asesina! —exclamó uno.

—¡De aquí no se la van a llevar! —gritó otro.

—¡El delincuente violó a su hija! —bramó el último

Dejó de zarandearla de golpe.

Escudriñó a los pasajeros y volvió a ella buscándole los ojos. No había más que verdad en ellos. De la multitud surgió la niña del vestido colorido, esta vez con un signo de interrogación en sus facciones y las lágrimas secas en sus mejillas. Tan menuda como era tuvo el impulso de rodearla con los brazos y sacarla del lugar, pero debía recordar que su papel ahí era el de federal.

En el mundo de las decisiones, para Carlos existían dos opciones: cómo se deben hacer las cosas y cómo se siente que se deben hacer las cosas. Según el código penal, al responsable de un homicidio calificado se le daban de cuarenta a setenta años de cárcel; mientras que un asalto implicaba dos años y la posibilidad de fianza. Por no mencionar que su compañero también tendría serios problemas; descuidar el armamento no era cualquier cosa.

Tuvo que acelerar su deliberación cuando notó que la gente tenía intenciones de linchar al delincuente restante. La paciencia de los pasajeros iba de mal en peor, incluso se escuchaban lloriqueos femeninos. Fue cuando comenzaron a pedir justicia a gritos. Representó un gran alivio que las unidades de apoyo llegaran a resguardar el territorio y la Cruz Roja prestara sus servicios en caso de heridos. Las patrullas y ambulancias bañaron el rededor con luces rojizas y azuladas. 

¿Qué era lo correcto? ¿Quién era él para decidir sobre la vida y la muerte? ¿Entregar a la mujer a las garras de un país con leyes de mierda y dejar a su hija vagando? Negó con la cabeza. Recordaba a la perfección que la ley de defensa propia dictaba que, para que se estableciera la legítima defensa, debía haber igualdad en la capacidad de ataque y defensa tanto del agredido como del agresor.

La madre no tenía manera de resultar ilesa, ¿así cómo saldría adelante la pequeña?

Y si se llevaban al asaltante, ¿no podría él hablar de lo que había pasado esa noche? ¿Qué se lo impediría?

Miró al cielo en busca de una respuesta y como siempre, se aferró al brazalete de su muñeca izquierda.

Bajo su mandato, las unidades de apoyo se las arreglaron para convencer a los pasajeros de subir al autobús, ellos por su parte omitirían los hechos dejando ir a la madre. Tras un breve diálogo, las cosas resultaron como acordaron.

El cadáver quedó junto a la carretera y al delincuente esposado lo dejaron varado en compañía de su amigo. Ya se encargaría el Ministerio Público; eran expertos en recibir cuerpos sin explicación alguna.


Diccionario

1. Cuautitlán Izcalli: es una ciudad y uno de los 125 municipios del estado de México. Se ubica en la zona del Valle de México y forma parte de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México.

2. 'Ora: Puede ser sustituido por "ahora"

3. Pedo de otros federales: En el contexto, problema de otros federales.

4. Partir tu madre: Se considera a la madre entre lo más querido por los mexicanos. Agredirla es agredirnos a nosotros mismos; es un punto psicológico vulnerable. Por lo anterior, en el cuerpo, la madre es una metáfora que equivale a nuestro punto más sensible y querido, el cual corresponde a la cabeza.

5. En chinga: Para expresar que algo se haga de manera rápida, o bien, que la persona no deja de trabajar.

N/A: Cada anécdota que publique aquí es apegada a hechos reales, desde las localizaciones —siempre en México— hasta las fechas. Lo único que está sometido a cambios posibles son los nombres de los personajes. ¡Atentos! Que entre ellos habrá hilos que los conecten.


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