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☾apítulo 19


PARTE II


El rostro de Nico se tornó blanco, más pálido a cada segundo. Sus ojos marrones abiertos de par en par con una profunda conmoción. Escuchar aquello fue como ser golpeado por un fierro caliente en el estómago; una marca que ardía y sangraba, desgarrando la piel y los músculos hasta quemarlos por completo.

Un ruido seco y casi que imperceptible llegó a oídos de Lucía. Láquesis pareció notarlo también. Lo desgarrado de su mirada pasó a un segundo plano, la incertidumbre cobró fuerza en ella, pero antes de saber qué ocurría, Lucía se vio arrancada de la fantasía. Aparecieron de regreso en la habitación. Nico la miró, furioso, sus manos temblando. Desquicio y disgusto. Una mala combinación.

—No puede ser cierto... Ella no... —Caminó de un lado a otro de la habitación, histérico. Las lágrimas brillaban en sus ojos—. ¡No puede ser!

—Nico, cálmate. Por favor.

—¡¡Me mintió!! —soltó un grito arrancado desde el pecho. El dolor bullendo bajo su piel—. Jugó conmigo, con mi mente.

—No tenemos idea de por qué lo hizo. Tal vez solo quería ayudar...

—¡¿Ayudar?! ¿Te parece que manipular mi hilo es ayudar?

Estaba perdiendo el control. La ira le consumía la razón.

—Ella te dio ese collar ¿no es cierto? —Apuntó a su cuello, directo al cuarzo. Necesitaba hacerlo entrar en razón o de lo contrario vería a un Nico muy distinto al que conocía—. Dijiste que lo hizo para ayudarte. Para evitar que la puerta se abriera, para que las emociones no te dominaran.

—Ve al grano —masculló.

—¿Y si ella sabía algo que nosotros no? Digo, es una Moira. Ellas lo saben todo.

El joven maldijo por lo bajo. Comenzaba a odiar el hecho de haberle confesado a Lucía semejante secreto. Solo Miranda sabía el significado detrás de aquel collar. Y tenía sentido, ya que ella era su amiga, su protegida, confiaba demasiado en Miranda como para contarle la verdad. ¿Pero Lucía? ¿Quién era ella? Se conocieron hace pocos meses, nada lo bastante serio como para confiarle su intimidad y, sin embargo, sentía que la conocía de toda la vida.

No podía ocultarle nada.

Pateó las hojas con enfado. Su madrina lo era todo para él. La persona que lo cuidó, lo apoyó... Y le mintió. Mintió respecto a quién era.

¿Por qué Láquesis? ¿Por qué manipular sus recuerdos? ¿Qué querían las Moiras con él?

Estaba tan sumido en sus pensamientos que al ver a Lucía, la semilla de la duda se instaló en él.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

Clavó los ojos en ella y en su mirar vio lo que siempre quiso preguntarle.

—¿Por qué siempre me ves de esa forma?

Lucía se apartó un mechón de la cara. Las palpitaciones encontrando cobijo en sus sienes.

—¿Así como?

—No lo sé. Es una mirada particular que haces de vez en cuando. Como si sintieras culpa.

Los ojos de ella se agitaron. Giró la cabeza, su cuerpo pidiendo a gritos abandonar la habitación.

—Cuando te veo... —meneó la cabeza. El nudo en su garganta le consumió las palabras—. Cuando estás mal, cuando estás triste... siento una culpa terrible.

—¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Supongo que mi inconsciente sabía lo de tu hebra manipulada. Una vez mamá intentó enseñarme a tejer y a leer los hilos, me fue mejor en lo segundo que en lo primero —soltó una risa carente de emoción.

Aquello hizo mella en Nico, dándole una idea.

—Tú puedes ayudarme...

—¿Cómo?

—¡Mira mi hebra! —dijo, un tanto desquiciado, y tal vez lo estaba.

Se paró frente a Lucía y se llevó las manos al pecho, sobre su corazón palpitante, donde brillaba el hilo de la vida.

—Dijiste que pudiste ver la de todos una vez.

—Nico... —La forma en que pronunció su nombre estaba plagada de preocupación y dudas.

—Puedes decirme cuántas veces la modificaron. Puedes... ¿Puedes arreglar lo que Láquesis hizo?

Mirar era una cosa pero jamás se atrevería a modificar nada. Zoe había quedado aturdida con un simple toque. Entonces. ¿qué podría pasarle a Nico si se equivocaba?

—No sé cómo hacer para ver los hilos —confesó y tan pronto las palabras abandonaron su boca supo que Nico no le creía.

—Claro que puedes.

—No, no puedo. Desde Stonehenge que no he vuelto a verlos, y aunque así fuera, no cambiaría nada en ti.

Nico retrocedió con la confusión asentada en su semblante. La traición reflejada en sus pupilas.

—Si no quieres ayudarme solo tienes que decirlo.

—Claro que quiero ayudarte.

—¡¿Entonces?!

—No puedo chasquear los dedos y hacer que los hilos brillen frente a mis ojos. —Midió su tono de voz pero la ira se traslucía en sus palabras—. Tengo poderes que ni siquiera sabía que tenía y nadie ha podido ayudarme con ellos. La única persona que podría hacerlo es mi madre, y dadas las circunstancias, no puedo hablarle. Así que no, no es que no quiera ayudarte, es que no puedo.

Nico guardó silencio. El sentimiento de culpa subió por su cuello hasta darle calor a sus mejillas. Intentó calmarse y pensar las cosas con la mente fría. Echarle la culpa a Lucía no enmendaría la situación con Láquesis.

Primero Miranda, luego su madrina. Lo último que deseaba era meter a Lucía en la misma bolsa.

—Lo lamento —susurró, cabizbajo—. Es que yo...

La puerta se abrió de golpe y Logan apareció bajo el umbral. Nico le dio la espalda y comenzó a recoger los papeles del suelo. Por su parte, Lucía se acercó a su novio para desviar su atención del guardián.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás despierto?

—No estabas en la cama cuando desperté. Pensé que había pasado algo —dijo, acariciando su nuca en un gesto íntimo. Sus ojos lucían aliviados pero escondían un temor tremendo a perderla. El recuerdo del secuestro seguía latente en su memoria.

—Estoy bien. —Le ofreció una pequeña sonrisa.

Logan se perdió un instante en la mirada de Lucía. El deseo de arrastrarla consigo de regreso a la cama era más fuerte que cualquier otra cosa en el mundo.

—Vine por Nico en realidad. —Se obligó a concentrarse en lo que le habían pedido.

Ante la mención de su nombre, Nico se puso en pie, sus manos repletas de papeles mal ordenados.

—¿Qué ocurrió?

—Ludmila quiere verte. Dijo que es por tu marca.

Lucía se volvió hacia la ventana, los débiles rayos de sol asomando en el horizonte. ¿Tanto tiempo habían estado dentro del Orbe?

Nico agachó la cabeza y asintió brevemente. Guardó el manojo de hojas debajo de la almohada, luego se ocuparía de ordenarlas.

—Gracias —dijo y salió de la habitación.

Logan frunció el entrecejo.

—¿Está todo bien con él?

—Sí —respondió a las apuradas—, solo estábamos hablando.

Lucía rodeó la cintura de Logan y lo acercó a su cuerpo. Necesitaba sentir su calor, su cercanía. El joven cerró los ojos y la abrazó con fuerza, deseando detener el tiempo y quedarse a su lado por siempre.


☽ ☾


—Textura idéntica —murmuró Ludmila, moviendo los dedos sobre el tatuaje de Nico, presionando y deslizando.

Nico hizo una mueca ante el tacto helado de la hechicera.

—Lo siento. —Se disculpó por tercera vez.

El pelinegro levantó una mano y le aseguró que perdiera cuidado. Ludmila respondió con una sonrisa. Tomó asiento en un taburete alto, una mano gira ociosamente sobre varios libros abiertos, y las páginas se mueven en distintas direcciones hasta quedar inmóviles, justo en donde ella quería.

Nico aguardó pacientemente pero su silencio solo lo alertó.

—¿Hay algo? —preguntó Nico con la espalda arqueada; sus emociones igual de desplomadas.

—Supongo que esa marca te define como especial. —Su acento hacía que sus palabras fueran miel derritiéndose de un panal. Un poco de dulzura para los oídos de Nico—. He visto muchos semidioses así.

—Pero está vacía. ¿Eso no significa nada?

Ludmila se hace para atrás, sus palmas abiertas, un preludio silencioso antes de hablar.

—Lo que pienso es que eres un guardián, no deberías tener habilidades, pero las tienes. Quizás por eso está vacío el círculo. —Contempló lo afligido del rostro del muchacho. Había una tristeza infinita en lo profundo de sus ojos—. Aún así seguiré investigando.

—Gracias. —Su esperanza enterrándose lentamente en las tinieblas de la desolación.

Ludmila le guiñó un ojo, tratando de levantarle el ánimo. Ella misma sabía que no encontraría nada. La marca de aquel muchacho era extraña y dudaba que hubiese registro alguno. Pero seguiría intentando.

La habitación era un tanto pequeña. Las paredes estaban tapizadas con repisas llenas de libros y frascos con múltiples ingredientes. Una gran mesa en el centro servía de escritorio y, al otro lado del cuarto, una mesada era usada como laboratorio. Había tubos de ensayo, probetas, vasos de bohemia, mecheros y decantadores. Ludmila podía ser una bruja pero usaba la ciencia para sus hechizos.

Lucía se asomó por detrás de la arcada. La ansiedad de saber qué estaba pasando no tenía cabida en su cuerpo. Vio a Ludmila con la nariz metida en los libros, leyendo en voz queda. A su lado, sentado en un taburete y con el ceño fruncido, se encontraba Nico. Traía puestos los pantalones vaqueros y su remera negra descansaba en su regazo.

¡En su regazo!

Estaba desnudo de la cintura para arriba.

Lucía perdió el aliento. Cerró los ojos y se obligó a marcharse, pero sus piernas no respondieron y su ser le plantó cara a la razón. Algo le impidió irse; una fuerza magnética que tiraba de ella y la mantenía unida a Nico. Un espiral que se enroscaba a su cintura y la atraía, cinchando como un coloso.

Deslizó la mirada sobre él; su piel suave y pálida había adquirido un tinte aduraznado. Su cuerpo delgado escondía una musculatura sorprendentemente firme. El cabello negro y espeso cayéndole a ambos lados del rostro, rizado en las puntas. El cuarzo colgando de su cuello en un intranquilo color gris, producto de su ansiedad.

Oyó el carraspeo de una garganta. Los ojos de Ludmila fijos en la joven, una sonrisa traviesa adherida al rostro. Las mejillas de Lucía ardieron de vergüenza. Emergió de la arcada en un intento por verse recién llegada. Al verla, el estómago de Nico se contrajo. Sus hábiles manos escondieron lo desnudo de su torso en un abrir y cerrar de ojos.

—Lamento la interrupción.

—Descuida linda, ya estábamos terminando.

Lucía se aproximó a la mesa y ojeó por encima el contenido de las páginas.

—¿Encontraron algo? —Su atención se volcó en las marcas y olvidó todo lo demás.

—Asumo que es una marca para señalar su rareza como semidiós —explicó con las manos cruzadas sobre su regazo—. Es un guardián heraldo de los muertos; su sangre debe ser especial... Así como la conexión que existe entre ambos.

Lucía jadeó sorprendida. Miró a Nico, sus ojos castaños viéndola con terror. Él se giró hacia Ludmila, profundamente interesado en escucharla.

—¿A qué se refiere con conexión? —Su voz trémula.

—Es obvio que hay un lazo entre ustedes, puedo sentirlo en sus auras. Ambas se corresponden, o al menos eso intentan.

El joven buscó desesperado en Lucía una respuesta. Ella estaba demasiado sorprendida como para hablar, y no fue tanto por saber que había una conexión entre ambos, sino porque vio en Nico lo que ella misma sentía.

«También tú».

—¿Por qué...? ¿Por qué dice eso? —Lucía hiló las palabras. Sus pensamientos estaban lo bastante dispersos como para pensar con claridad.

—Bueno, es obvio. Tú eres hija de una Moira y él un heraldo. La muerte es un sentir que comparten.

La daga de la decepción apuñaló a Nico por la espalda. Esa no era la respuesta que él esperaba, porque de ser así, había un millar de sentimientos que no se explicaban con esa burda teoría.

La descarga.

La sensación cosquilleante sobre sus dedos.

¿Qué significaba?

¿Amor?

—¡Ludmila! —Lyla se metió de lleno en la habitación, ajena a lo que allí se cocinaba. Al percibir lo pesado del ambiente, guardó silencio y se disculpó—. Perdón. No era mi intención interrumpir.

Ludmila meneó la cabeza para ocultar una radiante sonrisa.

—No hay problema. ¿Qué pasó, petirrojo?

—Tengo todo listo para los brazaletes.

—¡Oh, sí! —exclamó entusiasmada—. Enseguida voy. —Miró a ambos jóvenes e inclinó la cabeza en un gesto de cortesía—. Debo retirarme. Más tarde seguiré con lo nuestro, Nicolás.

Ambos quedaron solos y las ansias de hablar se esfumaron con la rapidez de una gacela. Temían hablar. Decir las cosas en voz alta podría traer como consecuencia verdades que no estaban dispuestos a enfrentar.

Nico apoyó los codos sobre la mesa. Se restregó los ojos, las mejillas, incluso el cabello. La frustración se colaba por cada poro de su piel y no sabía cómo deshacerse de ella.

—Ludmila tiene razón —habló Lucía. Los ojos de Nico se clavaron en ella cual flecha—. Láquesis pudo acercarse a ti por la conexión entre heraldos y Moiras.

El rostro del joven se tornó serio, sus ojos brillando con enojo ante la mención de aquel nombre.

—No me mires así —protestó Lucía—. Sabes que tengo razón. No dominas tus poderes, siquiera recuerdas lo que hiciste. Es muy probable que Láquesis intentara ayudar.

—¿Y si ella me arrancó esos recuerdos? —espetó. La ira y el desconsuelo agitándose en su interior, quemándose a fuego lento—. He recordado cosas... son pequeños fragmentos difusos pero están ahí, en mi mente, queriendo salir. ¿Por qué quitarme eso?

—Tal vez porque Hades no quería que lo supieras.

Las palabras de Lucía golpean a Nico con la fuerza de un martillo. Se levantó y sus puños se estrellaron contra la mesa. Lucía retrocedió con el miedo atorado en la garganta.

—¿Y Hades también le pidió que jugara conmigo? —gruñó—. ¡Ella no tenía ningún derecho a manipular mis recuerdos!

—No sabemos por qué lo hizo. ¡Ya cálmate!

—¡Cierra la boca! —Gritó.

Lucía amplió los párpados. El enojo burbujeó en ella, iluminando sus ojos marrón verdoso. Sus puños a cada lado del cuerpo, temblando. Golpeó la mesa de súbito, imitando la reacción de Nico.

—¡No me voy a callar! Si quieres enojarte con alguien hazlo con mi tía, a mí no me metas en medio. Te dije que te ayudaría pero no es el momento ni el lugar para ocuparnos de ti.

Belén apareció de pronto tras la arcada, preocupada.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué gritan?

—Nada —resumió Lucía con los ojos puestos en Nico—. Yo ya me iba.

Belén se hizo a un lado para evitar ser atropellada por su amiga. La miró un instante, la confusión arraigada a su ser, preguntándose qué la hizo enojar.

Nico parecía igual de perturbado, quizás más.

—¿Me quieres explicar qué pasó aquí?

Él se frotó una mejilla, agotado psicológicamente.

—Ya te lo contará ella.

Y se fue sin decir más. 

☽ ☾


Los primeros truenos inundaron el valle. La lluvia anunciaba su llegada.

Las montañas se alzaban poderosas por encima de las casas, y los débiles rayos de sol pujaban contra las raudas nubes grises, buscando abrirse paso entre ellas sin éxito. El viento arrastró la densa masa grisácea con fuerza y el sol terminó siendo engullido.

En la cabaña principal la chimenea echaba humo. Thomas Párthena, director y fundador de El Santuario de Imítheos, era siempre el primero en despertar.

Era un hombre alto, de complexión musculosa y hombros anchos. Traía el cabello castaño desgreñado en una media melena. Sus ojos eran cálidos, caoba salpicada con musgo y ámbar.

Comenzó la jornada bien temprano, realizando una caminata por todo el perímetro. Comprobó que la barrera siguiera funcionando, alimentó a los pegasos y unicornios, y buscó indicios de monstruos cercanos.

Esa mañana se aseguró que el colector de agua no presentara fugas. Los tanques estaban en óptimas condiciones, por lo que su reserva de agua no correría riesgo.

Finalizada sus tareas caminó de regreso a casa. En el trayecto pasó junto al comedor. Entró y saludó a los presentes. La cocina estaba a rebosar de vida; el aroma a levadura inundaba el aire y le abrió el apetito. Ayudó a poner la mesa y dejó pronto para que los comensales asistieran a las siete treinta. Tomó una servilleta y se guardó cuatro pancitos recién salidos del horno. Se despidió de los encargados del comedor y se encaminó a su casa.

Al entrar descubrió a su sobrina bebiendo una gran taza de café con leche.

Era la primera vez que la veía levantada tan temprano. En general, dormía hasta el mediodía producto de su entrenamiento nocturno.

Traía puesto un buzo de hilo, jeans y botas altas. Sus ojos brillaban más que nunca, de un chocolate oscuro natural con motas azucaradas. Su cabello negro estaba recogido en una cola alta. Mechones de pelo más cortos caían a los lados de su cabeza, enmarcando la redondez de su rostro. Solía llevarlo así para lucir su tatuaje en la nuca: la constelación de Virgo, símbolo de su diosa. Sinónimo de su naturaleza.

Los últimos seis años se había cortado el cabello hasta los hombros, y siempre que tenía oportunidad lo recogía en un moño o una coleta. Su devoción por ser guardiana era más grande que cualquier otro deseo. En la mesa había un papel que, sin siquiera verlo, dedujo el contenido del mismo por los sellos ubicados en los márgenes. Era una citación de la Academia.

—¡Thomas! —dijo la joven, llamando su atención—. ¿Trajiste algo de comer?

—Claro que sí, porotito.

Fernanda rodó los ojos ante la mención de aquel apodo. Cuando era pequeña no era muy alta en comparación con los niños de su generación. Pero a sus catorce años pegó el estirón y estaba orgullosa de su metro sesenta y cinco. De porotito no tenía nada.

Thomas forzó una sonrisa solo para hacerla enfadar más, solo para ocultar lo que sentía en realidad. Apoyó los panecillos en la isla y disfrutó de ver a su sobrina comérselos.

—¿Por qué estás levantada tan temprano?

La joven respondió a su pregunta pero hablar con la boca llena no era uno de sus talentos. Thomas soltó una carcajada.

—Protestas cuando te invito a recorrer conmigo el perímetro, ¿pero tu padre te llama y sales corriendo de la cama?

Fernanda rodó los ojos y se tragó el pan. Tomó la taza y la arrojó al lavabo.

—Estaba esperando que me llamara desde hacía tiempo —dijo, poniéndose a fregar.

—¿Te dijo si quedarás?

—Lo sabré el viernes.

Thomas jamás lo diría en voz alta pero anhelaba con toda su alma que Fernanda nunca llegara a convertirse en Maestra. Había fundado el Santuario para alejarse del mundo Guardián y de sus leyes absurdas. La burocracia que rodeaba las Academias era ridícula y tediosa.

Si se desvinculó de sus raíces fue para comenzar de nuevo, y esperaba que su sobrina siguiera sus pasos, pero entendía que no podía obligarla.

Fernanda vivió en el Santuario desde sus cuatro años, luego de que su madre falleciera. Su padre, Fausto, era un miembro importante dentro de la Comunidad Guardiana, por lo que no podía estar al pendiente de su hija todo el tiempo. Thomas se comprometió a cuidarla y le entregó todo el amor que su hermana no pudo brindarle.

Le enseñó a pelear y a manejar distintos tipos de armas. La llevó a la escuela donde aprendió acerca del mundo divino, incluida su naturaleza.

La ocupada agenda de su padre hizo que Fernanda permaneciera largos períodos de tiempo separada de éste, motivo por el cual, Fausto se vio impedido de inculcarle su filosofía de vida. La verdadera filosofía de un Guardián, según sus palabras.

Amaba a Fernanda con locura y quería lo mejor para ella. La educación que recibía era deficiente y no glorificaba a la Comunidad. Es por ello que comenzó a llevarla a su trabajo, buscando empaparla con el auténtico mundo Guardián, con su auténtico hogar. Y lo amó. Quiso convertirse en guardiana de inmediato.

Anhelaba seguir los pasos de su madre y enorgullecer a su padre.

Su última prueba estaba a la vuelta de la esquina. Quirón debía aceptarla, y la decisión del centauro estaba a tres días de ser conocida.

—Te irá bien.

—¡Eso espero! —Agitó las manos para quitarse el excedente de agua—. Ya quiero ver el rostro de papá cuando sepa que Quirón me aceptó.

—Wow, wow. No te quieras adelantar. Quirón es muy quisquilloso y no acepta a cualquiera así como así.

La sonrisa se esfumó de los gruesos labios de su sobrina.

—¿No crees que lo logre?

Thomas se mordió la lengua.

—¡No, claro que no! No quise decir eso. Quiero decir... —suspiró. Sus hombros caen, pesados—. Escucha, sé que quieres esto más que nada, pero si no te permiten dar tu última prueba no quiero verte triste.

Fernanda rodeó la isla hasta llegar donde su tío. Sus ojos chocolate oscuro brillando por el aprecio que le tenía.

—Gracias por querer cuidarme —dice—, pero estoy lista para lo que sea. Sea bueno o malo daré lo mejor de mí.

Thomas se inclinó para abrazarla. No quería perderla...

El reloj de la chimenea sonó para indicar las siete en punto. Fernanda se apartó de un tirón.

—¡Iré a decirle a Max! —Tomó la citación y salió disparada por la puerta. La cortina de cuentas de madera se arrastró junto con el cuerpo de la joven y culminó con un vaivén estrepitoso.

Thomas se agitó lo desgreñado de su cabello. Cocinar era lo único que podría distraerlo en aquel momento. Abrió la heladera y rebuscó con la mirada entre las distintas opciones. No era mucho lo que había pero se las apañaba bastante bien para crear platos que terminaban con Fernanda chupándose los dedos.

Comenzó a lavar las hojas de lechuga cuando alguien hizo mover las cuentas de la cortina.

En sus labios bailó un gesto burlón. Se dio la vuelta para preguntarle a su sobrina qué se había olvidado, cuando el corazón se le detuvo por un instante. Frente a la puerta se encontraba la figura de un hombre. Sus ojos miraban a Thomas con cariño. En la timidez de su sonrisa asomaba un «hola».

Sóter.

Thomas no pudo contener las ganas de lanzarse a sus brazos. Sóter abrió la boca para saludarlo pero las palabras se vieron consumidas con la intensidad de un beso.

La calidez de su toque, el roce de su piel contra la de él. Maldición. Lo había extrañado tanto...

—Me alegra tanto que hayas vuelto. —Había añoranza en la voz de Thomas—. Cuando te fuiste pensé que... ¡Olvídalo! Me equivoqué. Por fin podremos comenzar nuestro proyecto. He pensado mucho y creo que lo mejor...

—Tommy —Sóter levantó una mano, pidiéndole a su novio que fuera más despacio. Odiaba tener que decepcionarlo; esa luz en sus ojos castaños era todo lo correcto en este mundo—. Me asignaron un semidiós. No puedo volver todavía.

La desilusión en su voz era palpable, el arrepentimiento genuino y, a pesar de ello, a Thomas no le importó. Sus cejas se estrecharon y el pecho se le infló para contener las maldiciones que no pensaba vociferar.

—Dijiste que no volverías a ser un guardián, que renunciarías a todo eso para vivir aquí conmigo.

—Lo sé...

—¡Haríamos de este Santuario una ciudad para los semidioses!

—Y créeme que es lo que más deseo...

—Pero no tienes las agallas suficientes para decirle que no a tu tía —escupió con veneno.

—No es eso —dijo, resignado. Detestaba tener esta conversación de nuevo. No quería más peleas.

—¡Claro que sí! —Soltó de mal modo, levantando los brazos, lanzando para arriba los improperios que se le ocurrían—. Joanna quiere que seas su sucesor, que permanezcas en la Academia como un esclavo. ¡Ella no te va a dejar en paz hasta que seas un miembro del Consejo!

Sóter agachó la cabeza y se mordió la lengua. Dejó que Thomas hablara, que se desahogara, y cuando ya escuchó suficiente, gritó:

—¡Es un Guerrero!

Thomas calló y el desconcierto inundó su semblante.

—Mi protegido es uno de los Doce Guerreros —añadió Sóter. Sólo entonces tomó el valor de ver a Thomas a los ojos—. Apolo me eligió para cuidar de Belén Bennett. ¿Entiendes por qué no pude decir que no?

Thomas retrocedió, la conmoción abofeteó su rostro. Quería insultar a Sóter y a la vez perdonarlo.

Apoyó las manos en la cadera. Una pregunta rondando por su mente. La agonía a la vuelta de la esquina en caso de que no fuera la respuesta que esperaba...

—¿Está marcada?

—Por supuesto —respondió sin titubear. La mentira cayó directo a su estómago con una sonora salpicadura. El ácido le quemó la boca del esófago.

Thomas asintió y Sóter vio un cambio en su semblante. Le dio la respuesta que esperaba oír.

—Piden una recompensa por ella, ¿lo sabías?

El hombre rubio arrugó la frente.

—¿Cómo sabes eso?

—Mimpho.

Aquel nombre era sinónimo de contrabando, chantaje y dinero sucio. Desde que Thomas decidió crear un Santuario para los semidioses, el Consejo aceptó su exilio y proyecto de vida, pero nunca lo respaldó en nada. El ex guardián de Demeter construyó aquel lugar por mano propia, valiéndose de favores y solidaridad. Sin embargo, era muy fácil quedar desactualizado en un mundo que continuamente estaba cambiando. Por ello, recurrió a un experto. Mimpho era una Nereida que comercializaba en el mercado negro, y de paso se enteraba de los chismes más jugosos. Ella era quien le pasaba el reporte semanal a Thomas.

Sóter vio a su novio sacar del cajón de un mueble un papel de pergamino. Se lo entregó y allí descubrió la imagen de los Guerreros. Al pie de cada foto se especificaba el tipo de recompensa: si estaban marcados, un millón de dracmas, el resto, medio millón. Lo perturbador era que en ningún lado se especificaba si la recompensa para los no marcados era por entregarlos vivos o muertos.

—Hicieron públicas sus caras...

—Así es más fácil atraparlos.

—Mierda —gruñó, arrugando el papel, imaginando que su enemigo estaba ahí dentro y podía aplastarlo hasta la muerte.

Thomas vio cuán furioso y desesperado se encontraba Sóter. Aguardó porque dijera algo pero su mutismo le dio el pie para preguntar.

—¿Necesitan un refugio? ¿Por eso estás aquí?

Sóter vio a su novio con una mirada llena de gratitud. Su corazón era muy noble.

—Es un poco más complicado que eso.

—¿Qué tanto?

—Demasiado...

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