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☾apítulo 18


La sorpresa de encontrarlo allí, de sentirlo, de verlo, la aterran y la llenan de emoción. Sus dedos acariciaron el aire a su alrededor. El calor de la piel de Erick bañó su piel con cosquillas.

Fijó los ojos en su rostro, en cada minúscula parte, y se le llenaron de lágrimas. 

Era real. Estaba vivo.

—Estás bien... —suspiró—. No puedo creer que esto realmente esté pasando...

Erick cazó la mano de Zoe en un violento arrebato hasta comprimir sus huesos. La usual chispa vivaz en el caoba de sus ojos se apagó de un soplo. Ahora sólo había miedo, rencor y mucho, mucho dolor.

—Erick... —Se ahogó con su nombre.

—¡¿Quién eres?! ¿Por qué estás siguiéndome? ¿Acaso eres uno de ellos?

—¿Qué? —gimoteó—. ¡Erick, soy yo, Zoe!

—¡Cállate! —La empujó contra la pared. La cabeza de Zoe golpeando duro contra el concreto—. Quieres llevarme con ella ¿no es cierto? Pues no, no te dejaré. ¡Ya tuve suficiente de ustedes!

La llama en su mano incrementó de tamaño. El calor le quemó la piel a Zoe y las lágrimas se le evaporaron.

¿Qué te hicieron?

Esta era una persona mucho más oscura y dañada de lo que su mejor amigo solía ser.

Apenas llegó a chamuscar un trozo de cabello cuando por la puerta ingresó un sátiro, haciendo alarde de su fuerza y desquicio. Pateó unos taburetes y dio vuelta en el aire una mesa. Todos los utensilios de trabajo y piezas bien trabajadas terminaron destrozadas en el piso. Saltó sobre un banco, sus pezuñas destrozaron parte de la madera. Una cicatriz le rasgaba la frente, pasando por lo nublado de su ojo izquierdo, hasta culminar en el medio de la mejilla.

Erick intentó atacar pero la marca en su cadera comenzó a arder. Le quemó los huesos y le hizo rechinar los dientes . Zoe lo sostuvo por detrás. No sabía cómo salir de aquella situación y, aunque lo supiera, Erick no estaba dispuesto a colaborar. Se apartó de su contacto con un gruñido.

El sátiro inspiró hondo, oliendo el aire dentro de la tienda. Contempló a ambos jóvenes y su ojo sano encontró la figura de Zoe. Una sonrisa lobuna tiró de sus gruesos labios.

—Hueles a marcado... Una preciada pieza para mi reina.

En otras circunstancias, Zoe habría lanzado un comentario ácido en respuesta, pero en esta ocasión su mente estaba más preocupada en buscar una salida. La espada le hacía peso contra la cadera, implorando porque la notara y la empuñara. Podría tomarla y usarla para crear una brocheta de sátiro. No obstante, aquella criatura la miraba con detenimiento. Cualquier movimiento que hicieron tendría como desenlace una pezuña en su pecho. 

Necesitaba un distractor.

—Lo siento pero no soy la pieza de nadie.

El sátiro se carcajeó, sus dientes afilados como dagas. Sus regordetes y empolvados dedos acariciaron el aire, contando, esperando el momento justo para atacar, cuando lo grueso de una mesa impactó contra su cuerpo y lo mandó a volar a una pila de cestos de mimbre.

La mesa se partió en dos y las astillas volaron cual copos de nieve en Navidad. Zoe cubrió a Erick y, al menguar la lluvia, descubrió a su salvador: Alex.

Apenas pudo agradecerle. Alex se abalanzó encima del sátiro. Aquella criatura podía doblarlo en tamaño, pero la fuerza divina de Alex le daba una ventaja superior. Bastaron unos pocos golpes y una pila de cacharros destruidos para que su agresor cayera inconsciente al piso.

—¡Zoe! —Alex corrió donde la joven. La preocupación arañando su voz.

—¡Hay que salir de aquí! —demandó ella.

Alex tomó a Erick y éste protestó en respuesta. Había terror alojado en su semblante; una pesadilla que solo él conocía y no deseaba volver a repetir.

—¡Queremos ayudarte! No te haremos daño —aseguró Zoe.

Alex miró a la joven, a la devastación que cargaba en su mirar. Quería llorar pero fuese cual fuese el motivo por el cual no lo hacía, la estaba destrozando por dentro.

El desconocido se mostraba reticente a ir con ellos y eso empeoraba la situación con Zoe. Podía percibir lo perturbado de sus sentimientos, así que en un arranque de histeria, Alex aprisionó los brazos del muchacho y lo llevó a rastras.

Antes de que pudieran salir, tres sátiros ingresaron al local, bloqueadoles el paso, reclamando a sus presas. De pronto, uno de ellos cayó al suelo aullando de dolor. Una cortina de humo manó de una quemadura en su espalda. 

Belén estaba de pie a unos cuantos metros de distancia, su mano en alto, la decisión en su mirada.

Los dos sátiros saltaron al ataque pero ni tiempo le dieron a Alex para reaccionar. Nico y Sóter ingresaron al recinto con su espada y dagas en alto.

—¡Corran! —ordenó Sóter.

Al ver al chico con el que cargaban, Nico casi se fue de espalda. Su lapsus le cobró un golpe en el hombro, suficiente para hacerlo reaccionar y volver a la lucha.

Belén guio a los demás hacia un cruce de caminos y les indicó a dónde ir. Una vez hecho su trabajo, volvió sobre sus pasos para ayudar a los guardianes. La gente en el bazar estaba como loca, gritando y corriendo por todas partes. Poco faltaba para que las autoridades aparecieran y su plan de pasar desapercibidos se viniera completamente abajo. Ya con esto estaban siendo el centro de atención.

Entró al local. Un reguero de polvo y hojas por todos lados. Quemó a un sátiro en el brazo y así evitó que pudiera apuñalar a Sóter en la cabeza. El guardián se valió de aquella oportunidad y le lanzó un puñetazo a su oponente, haciéndolo rodar por el piso.

—Te dije que te fueras con ellos. —Su voz era dura y demandante—. ¡Vete!

—¡Necesitan mi ayuda!

Sóter la empujó contra la pared, justo cuando la pata de una silla pasó volando detrás de ella.

—Soy tu guardián y tienes que obedecerme. ¡Largo!

A regañadientes Belén obedeció, y al salir por la puerta, se pechó con Jennifer.

—¿Pero qué...?

—No te vi llegar y me espanté. ¿Estás bien?

—No tendrías que estar aquí. —La tomó de la mano con fuerza—. Hay que irnos.

Hubo una sonora explosión y miles de astillas salieron al exterior con violencia. Jennifer gritó y Belén se ocupó de sacarla de allí. Mientras corrían sus oídos escuchaban los gritos de pelea de los guardianes, indicando que estaban bien... por ahora.

Las personas habían abandonado sus puestos por miedo a la pelea que se desató. Belén se mantenía agarrada a Jennifer; su corazón latiéndole con estridencia en el pecho, la mirada fijada en los pasillos. Entonces, algo la cinchó hacia abajo, como un peso muerto que cayó del cielo y la separó de su amiga.

Jennifer se había desplomado en el suelo.

—¡Vamos, Jenn! —Le animó su amiga que volvía por ella—. Falta poco para... —Al jalar de su brazo descubrió un charco de sangre bajo el cuerpo de Jennifer.

Retrocedió, sus manos cubriendo su boca. Se arrodilló junto a ella y la abrazó. Jennifer se aferró a los brazos de su amiga mientras temblaba.

—Está bien. Estarás bien —repitió Belén con voz trémula. Miró en todas direcciones. Nadie, no había nadie. La desesperación se albergó en su pecho y las lágrimas acudieron en respuesta.

Jennifer tenía incrustada una pequeña estaca en medio de las costillas.

—¿Puedes levantarte? No falta mucho. —Belén hizo amago de incorporarse pero Jennifer protestó con un gruñido.

—Estoy cansada —susurró.

—De acuerdo. Nos quedaremos aquí entonces. —Acarició el cabello de su amiga, su frente  empapada en sudor frío.

Los ojos de Belén viajaban de una esquina a la otra, esperando que Nico y Sóter aparecieran para socorrerla.

—Gracias —habló en voz queda Jennifer.

—¿Por qué?

—Por ser mi amiga.

Belén soltó una risa ahogada por las lágrimas.

—Basta. Parece que estás despidiéndote. No vas a morir.

—De hecho, sí.

Aquella voz hizo temblar a Belén de pies a cabeza. La temperatura en el pasillo bajó unos diez grados y se le pusieron los vellos de punta. Frente a ella había un hombre alto de físico poderoso. Su piel color ébano resaltaba bajo la túnica azul-grisáceo que vestía. Portaba un cinturón donde descansaba una espada y una cantimplora de cuero.

Belén ciñó a Jennifer entre sus brazos. Aquel hombre no era humano y su presencia le generó desconfianza. Gestó una bola de energía y, ante esto, el hombre alzó las manos en son de paz.

—Tranquila, estoy de su lado. Soy Tánatos.

Ante la mención de aquel nombre, Belén enmudeció.

El dios de la muerte.

—Lamento ser portador de malas noticias, pero tu amiga está muriendo.

—No... No, claro que no. No podemos morir...

—A menos que dañen su punto débil —finalizó, y lo triste de su semblante desquició a Belén.

—Ella no... Ella no puede... —sollozó. El dolor alojado en su garganta, presionando, provocando que más lágrimas bañaran el rostro ceniciento de su amiga—. ¡Jennifer!

Tánatos tomó la cantimplora de cuero, le quitó la tapa y el alma de Jennifer navegó hacia su interior oscuro.

—Mi más sentido pésame. —Se oyó sincero pero Belén no se lo perdonó.

—No. ¡No, nada de eso! ¡Pediste nuestra ayuda, nos necesitas! Tú debías protegernos.

—El destino, destino es y no puedes cambiar lo que ya está escrito.

—Moros murió. No hay destino.

—Sí que lo hay. Ustedes forman su propio camino. Al ir por ti, Jennifer sentenció su final.

—¿Dices que ahora es mi culpa?

—Digo que nuestras acciones tienen consecuencias y esta es una de ellas.

Belén no dejaba de llorar producto de la rabia. Si seguía escuchándolo no respondería de sí y, muy probablemente, el bazar quedaría reducido a escombros.

El ruido de unas pisadas irrumpió con el ambiente tenso. Nico y Sóter aparecieron al otro lado del pasillo. Estaban cubiertos de polvo y olían a salvia. A pesar de unos cuantos golpes y cortes sangrantes, estaban bien. No obstante, al ver la escena que se desplegaba ante ellos, no pudieron asegurar lo mismo de Jennifer.

—No puede ser...

Tánatos miró a los tres jóvenes y les ordenó que dejaran el cuerpo de Jennifer. Debían ir con Ludmila cuanto antes.

—¡No pienso dejarla aquí! —bramó Belén.

—De nada sirve cargar con un cadáver. Tu amiga ya no está entre nosotros, pero prometo que le daré una digna sepultura.

Belén estaba lista para protestar cuando de su boca escapó el eco de un graznido. No, de ella no... De algo más.

—Una Ker —dijo Nico. Sus ojos abiertos de par en par al recordar la montaña, el ataque.

—Váyanse ahora. La distraeré.

Nico y Sóter tuvieron que arrastrar a Belén, arrancándola del cuerpo inerte de su amiga. Lloró y pataleó pero nada de eso logró hacer que los guardianes la soltaran. Pensó en emplear sus poderes; una pequeña quemadura en sus brazos y así quedaría libre. Pero muy a su pesar, entendió que la persona tendida sobre aquel charco de sangre no era Jennifer. Solo era un cadáver con su rostro.

Tánatos caminó hasta el cuerpo de Jennifer y contempló su semblante pacífico. Se acuclilló y le apartó un mechón rojizo del rostro. Meditaba respecto a qué haría con ella cuando su némesis apareció.

La Ker posaba al otro lado del pasillo. Con un movimiento circular de hombros, sus alas negras se replegaron hasta desaparecer. Se quitó el casco romano y su cabellera caoba ondeó al viento.

—Paír —soltó el dios desganado, mientras se incorporaba.

—Otra vez nos encontramos en persona. —Lo oscuro de su labial acentuó sus colmillos blancos—. Creí que habías desaparecido.

—Tengo una misión de vida.

Paír emitió una leve carcajada.

—¿Ya te había dicho lo estúpido que eres?

Tánatos exhaló por la nariz y se cruzó de brazos.

—¿A qué viniste, Paír?

La Ker arqueó las cejas, como si hubiese estado esperando a que le hicieran esa pregunta.

—Esa chica —apuntó al cuerpo. Su uña negra larga y afilada—. Su alma, es mía.

—Claro que no. Murió en paz.

—La forma en que la atacaron no fue pacífica. ¡Es mía!

—¿Y qué harás si me niego?

—No creo que estés en posición de negarte. Tu hermano te ha estado buscando y le encantaría recibir noticias tuyas.

—¿Y tú se lo dirás? —Entornó la mirada, desafiándola a decir en voz alta lo que iba en contra de sus principios—. Sé que otras Keres están de su lado. ¿Tú también? ¿Te cambiarás de bando?

—Solo necesito una razón...

Tánatos meneó con la cabeza. Abrió la tapa de la cantimplora y miró a su contraparte. Paír extrajo de su cinturón un cuerno de metal. Al quitarle el tapón, el alma de Jennifer abandonó lo pacífico de su transporte y se cobijó en el interior del cuerno.

Paír sonrió satisfecha. Sus labios púrpura callaron un gracias

Estaba lista para marcharse cuando el dios la detuvo.

—Dile a Hipnos que no le será fácil.

—¿Encontrarte?

—Ganar.


☽ ☾


El local de Ludmila era pequeño y atiborrado de mercadería. No obstante, la puerta trasera escondía un portal directo a su verdadero hogar. Era una acogedora cabaña en medio del bosque. Si bien no había nieve, la sensación térmica ameritaba dejar encendida la estufa a leña.

Ludmila era una mujer de unos cincuenta y tantos años, al menos en apariencia. Las hechiceras envejecen despacio, lo que les permite vagar por la tierra y conocer diferentes épocas, costumbres y conflictos. No todas eran inmortales pero, aunque Ludmila había doblado el codo de la vida, todavía estaba muy lejos de su final.

Era alta y curvilínea, de piel trigueña y cara alargada. Usaba un chal de seda alrededor de la cabeza. Tenía ojos café claro de ensueño. El maquillaje oscuro alrededor de ellos le agranda la mirada, y sus pestañas casi le rozan las abultadas cejas.

Ella y Lyla se habían rezagado en una pieza para estudiar el grimorio de Freya. El resto luchaba contra lo duro del ambiente. Desolación y conmoción. Un profundo sentimiento de pérdida por la abrupta muerte de Jennifer e inquietud al descubrir a los muertos levantándose de la tumba. Habían visto a Erick morir, ¿cómo podía estar de regreso?

Quíone no dejó nada al azar. Envió a las keres por Nate, Gemma y Zoe. Con ellos muertos o sin memoria, su identidad estaría a salvo, al igual que los planes de Circe. Pero si Zoe recuperó sus recuerdos fue por obra y gracia de las Moiras. ¿El que Erick siguiera con vida a qué se debía?

Quizás no significaba nada. Si moría estaba bien y si vivía también, porque su mente quedaría en blanco y aunque lo intentara jamás recordaría.


Por primera vez en tanto tiempo, Erick disfrutó de una ducha caliente. Permaneció horas bajo el agua, meditando en silencio, sintiendo cómo las gotas arrastraban el recuerdo de los eventos pasados. Sin embargo, seguía intranquilo. No conocía a ninguna de las personas que pululaban ahí fuera. ¿Qué intenciones tenían? ¿Otra vez volverían a encerrarlo?

NO.

No lo permitiría.

Pero había algo extraño. Aquellos desconocidos parecían conocerlo muy bien a él, en especial la chica llamada Zoe. Había algo en ella, en la forma en que lo veía, en cómo le hablaba, que le hacían pensar que quizás realmente tuvieran algo que ver.

La historia que le contaron; de dioses y semidioses, de Semidioses Guerreros, de «los Seis». De un Aftokrátoras y una Guardia. De Circe la hechicera, de Quíone la Reina de las Nieves. De su paso por una academia, de la marca tatuada en su piel. Todo parecía sacado de una mente retorcida pero sumamente creativa. Podrían escribir un libro, tal vez una película. Sonaba loco... si ya no hubiera oído la misma historia de boca de alguien más. La diferencia es que aquí había más detalles. Aspectos que le hicieron sentir más cerca de su verdadero yo.

Apretó los párpados con fuerza, la frustración inundando su sentir. No podía recordar.

No había nada. Todo estaba negro, vacío. Carecía de recuerdos, de identidad.

«Erick» lo llamó ella.

Erick. —Aquel nombre se oía raro en sus labios. No sentía nada cuando lo decía; ni una pizca de reconocimiento. Pero, increíblemente, le agradó.

Quería sentirse relajado por un momento. Estaba harto de huir y no saber quién era. «Quizás... » deseó creer «... ella podría ayudarme».

Salió de la ducha y se colocó las ropas que Zoe le dejó para vestirse. Al salir del baño se encontró con la joven sentada a los pies de la cama. Ella se tensó al verlo. Seguía sin creer que él estuviese con vida.

Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, se obligó a sí misma a permanecer en la cama sin mover un solo músculo. Lo roto en la mirada de Erick ocultaba un pasado turbio y tormentoso. Temía que si lo abrazaba él pudiese reaccionar mal. No invadiría su espacio personal, al menos no por el momento.

—Sigues aquí —dijo él.

—¿Te molesta?

Erick arrojó la toalla al cesto de ropa sucia.

—Me da igual. —Arrastró los pies hasta una silla de mimbre y se dejó caer, soltando una exhalación profunda.

Su respuesta disgustó a Zoe. El Erick que recordaba no se mostraría indiferente con ella.

Se remojó los labios con la lengua, apoyó los codos sobre sus muslos y se inclinó hacia adelante.

—Vi que te quedaron algunas dudas. —Estaba tan nerviosa que le costaba hilar las palabras. ¿Desde cuándo se comportaba así con él?—. Fue mucha información...

—Está bien —le interrumpió—. Lo entendí. Aprendí mucho del mundo mitológico en este tiempo.

—Oh. ¿Puedo saber cómo?

—¿Realmente te interesa?

Zoe se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. Aborrecía este trato lejano y frío.

—Te dije que éramos amigos. Si te lo pregunto es porque realmente me importa. —El dolor se encendió como una braza y amenazó con iniciar un incendio.

Erick le regaló una mirada perspicaz. Esa tal Zoe le confesó que lo había visto morir.

La cueva de Hipnos, el río Lete consumiendo todo a su paso... incluido a él. Esta chica parecía saber más de lo que admitía en voz alta. Pero a pesar de todas esas historias no podía estar seguro de su veracidad. ¿Y si le estaba mintiendo?

Su actitud se asemejaba mucho a una figura femenina en la cual creyó inocentemente...

—Desperté en una playa —confesó—. No sabía cómo había llegado allí, ni quién era. —Sus palabras cargaban con una cuota de desazón—. Entonces me encontró una mujer llamada Mimí. Ella me acogió en su casa y me enseñó lo que era cuando descubrió mi marca.

—¿Ella era una semidiosa?

—Era una Náyade —pronunció su identidad con repulsión—. Creí que ella me ayudaría a descubrir quién soy, pero me equivoqué. Me traicionó. Me vendió a esos Sátiros. Dijo que el dinero que obtendría por mí la volvería rica.

Zoe apretó los puños de la rabia. Ya había oído el rumor de las jugosas recompensas, y aún así le costaba creer que hubiese gente dispuesta a vender a otros como si fuesen productos de un supermercado.

—Me llevaron a una especie de... no lo sé, parecía una perrera de semidioses. —Se frotó la sien, abatido por el recuerdo—. Nos trataban como animales. Si hacías lo opuesto a lo que te pedían te picaban con una lanza.

Zoe sintió las lágrimas escociéndole los ojos.

Lamento no haber estado ahí para ti.

No quiso preguntar respecto a cuánto tiempo había pasado encerrado, porque estaba segura que ni él mismo conocía la respuesta.

—¿Y cómo lograste escapar? —Luchó por ocultar lo quebrado de su voz.

—Junto con otros hicimos un plan de escape, solo debíamos esperar el momento perfecto. Entonces, un día llegaron y dijeron que era hora de conocer a nuestra reina. —Enfocó la vista en un punto de la alcoba. Sus pensamientos divagando en el pasado—. Fui el único que logró escapar.

Zoe se hizo para atrás ante la mención de "nuestra reina". ¿Así se estaba haciendo llamar a Circe, reina

—¿Sabes a quién se refería cuando habló de nuestra reina?

—No, y tampoco me interesa saberlo. Estoy bien siendo lo que sea que soy. No quiero ser poseído por nadie.

Ella tampoco quería eso para sí misma. Esperaba que Lyla y Ludmila siguieran con el plan de remover marcas. Mientras tanto, Zoe tenía su propia misión.

—Podría ayudarte a recordar —dijo.

Las oscuras cejas de Erick se estrecharon.

—Tu amiga dijo que eso es imposible. 

—Lucía no es... —Meneó la cabeza y omitió lo irrelevante del comentario—. Sé que no recuperarás tus memorias, pero puedo contarte todo lo que sé sobre ti.

Erick dudó. Una parte de sí quería confiar en ella. Cuando Zoe le hablaba veía un brillo peculiar en su mirar, como si él realmente hubiese sido alguien importante en su vida. No obstante, perfectamente podría estar mintiéndole en varios aspectos y él no tendría forma de comprobarlo. Por eso, a pesar de su sentir, debía desconfiar.

—Quizás luego.



Zoe salió de la habitación cargando con una mueca de contrariedad. Le resultaba imposible estar feliz. Erick estaba vivo. Estaba a salvo. Pero aunque luciera tal y como lo recordaba —tacto cálido, sonrisa torcida, aroma a canela—, su personalidad no tenía nada que ver a como solía ser. Era indiferente, desconfiado, distante... No había cariño en sus ojos, ni palabras amenas qué decir.

Su malestar por Erick y el hecho de que Jennifer hubiera muerto por su imprudencia no ayudaban en nada en cómo se sentía. Otra muerte más con la que tenía que cargar y, aunque los demás dijeran que no fue su culpa, así lo creía. Ella fue tras una corazonada, no esperó a nadie, se lanzó al vacío sin un plan. Recuperaron una vida pero perdieron otra.

Zoe.

Descubrió a Alex recargado contra el marco de la puerta. Tenía una sonrisa de lado, un poco triste.

—¿Quieres hablar?

Contuvo un suspiro. Se lo agradecía infinitamente.

—Por favor.

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