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☾apítulo 17



Lyla meditaba en medio del jardín zen con la esperanza de concentrarse. El hechizo no era complejo pero su mente se negaba a cooperar. Lo egoísta de sus pensamientos la dividían en dos, y no sabía a qué lado quería pertenecer.

«Yo debería ser capaz».

«Yo debería hacer esto».

«Yo debería ser quien los ayudara».

«Yo... Yo... Yo...»

Poco le faltó para abofetearse a sí misma. Ya no sabía si lo que sentía era propio de sí o por influencia de los demás.

Odiaba su poder; no tenía la menor idea de cómo callarlo. Freya le decía que eso corría por cuenta propia de Lyla, pero hasta ahora, luego de haberlo descubierto hace trece años, nunca logró dominarlo como el resto de sus congéneres.

Por ello, alejada del resto, sumida en medio de la paz del jardín, logró la concentración necesaria. Tomó una hoja de papel, cerró los ojos e intentó forjar un enlace de conexión. Luego de haber fallado dos veces, de haber pronunciado correctamente el hechizo tres veces, de comenzar a perder las esperanzas, los primeros garabatos comenzaron a trazarse en el papel.

«Hola, petirrojo».

Lágrimas de felicidad fueron expulsadas al exterior. Al pasar la mano por las palabras pudo percibir la energía característica de Ludmila.

Lo había logrado.

Llamó al resto. Una sonrisa radiante pegada al rostro. Estaba orgullosa de sí misma.

Escribió que necesitaban de su ayuda y la bruja respondió encantada. Les proporcionó la ubicación de su tienda y les sugirió que crearan un portal para llegar aprisa. Lyla contestó que mañana estarían arribando a su tienda y eso fue suficiente para que los semidioses se pusieran en marcha con los preparativos.

Los guardianes revelaron sus hallazgos pero coincidieron en que primero debían camuflarse para actuar con la discreción necesaria. Solo así podrían cumplir con el pedido de Tánatos.

Trazaron un plan y lo repasaron hasta que los ojos se le pusieron rojos y ardidos. Morfeo les concedió un sitio donde dormir, y una vez instalados, el dios se retiró a sus aposentos.

En medio de la noche, donde podía ver la lluvia de estrellas a través del techo abovedado, Nico estaba tan despierto como si fueran las doce del mediodía. No podía dormir. Daba vueltas en la cama y su malhumor crecía conforme entendía que no tenía sueño. Algo le perturbaba y no sabía qué. Se levantó y comenzó a deambular por el recinto. Caminó por el loft hasta encontrar paredes divisorias que conducían a habitaciones. En eso se topó con Lucía. La joven se veía igual de despierta que él y su curiosidad por investigar no era otra cosa más que encontrar un sitio dónde conciliar el sueño. Era irrisorio creer que en la morada del dios de los sueños no podían dormir.

—¿Insomnio?

Lucía ladeó la cabeza y se apartó el flequillo del rostro.

—Exceso de pensamientos. —Se da la vuelta y avanza por el pasillo mirando las puertas. El llanto del bebé de sus visiones taladraba su cerebro—. Necesito acallarlos.

Abrió una puerta al azar y la cerró de inmediato. Volvió a hacer lo mismo con unas dos puertas más hasta encontrar una cuyo contenido le llamó poderosamente la atención. Nico se le aproximó por detrás y descubrió un cuarto gigantesco lleno de estanterías metálicas, sobre las cuales descansaban un sinfín de esferas transparentes y centelleantes. Un millar de pequeñas lunas.

Entraron, el asombro escapando por cada poro de su piel. Aquellas pequeñas bolas eran del tamaño de una naranja, pero ni su parecido con la luna llena o con los globos de nieve pudieron arrebatarles el aliento como las imágenes que allí se reflejaban. Era un pequeño fragmento de unos diez segundos; el preludio perfecto para saber a quién pertenecía aquella esfera.

Dioses. Ninfas. Musas. Náyades. Centauros. Arpías. Semidioses. Guardianes. Cualquier cosa relacionada con el mundo divino tenía una bola de cristal.

Recorrieron las estanterías husmeando lo que creían eran sueños.

—¿Crees que haya una de nosotros? —preguntó Lucía, fascinada.

—Es muy probable.

Lucía tomó una esfera perteneciente a una náyade y la contempló unos instantes antes de devolverla.

—¿Habrá de nuestros padres? ¿Se podrá entrar a sus sueños?

Aquello tiró una hebra sensible en Nico. Una pregunta por la que siempre había implorado una respuesta y nadie, nunca, se la concedió. Comenzó a buscar entre los estantes sin perder detalle alguno de cada esfera.

Debía estar en algún lugar. Lo presentía.

Lucía lo contempló con una ceja en alto. Se había tomado en serio lo de encontrar las esferas de sus padres, y, otra vez, esa sensación de culpa le golpeó fuerte el vientre. Experimentó la misma sensación cuando lo tuvo entre sus brazos, consolándolo, arrullándolo para que pudiera dormir en paz y las pesadillas que atormentaban su mente lo dejaran tranquilo.

En medio de su búsqueda, Nico se topó con algo que no pensaba que existía. Siquiera había considerado esa posibilidad. Y allí estaba, frente a sus ojos, la esfera de su madrina.

La tomó entre sus manos, el amor por su madrina se manifestó en su mirada y en la forma en que sostuvo la pequeña bola.

Al contacto con sus dedos el clip inicial se reprodujo, mostrando a su madrina, Felicia, arropándolo en la cama. El rostro delirante de Nico pronunció unas palabras y su madrina escapó de la habitación para llorar desconsoladamente. Nunca la había visto tan destrozada y aunque así fuera ¿por qué estaría soñando algo como eso? ¿Qué le provocó ese sueño?

La imagen se reprodujo nuevamente y Nico la aproximó a sus ojos, buscando encontrar alguna pista que le permitiera entender qué estaba ocurriendo.

Un golpe seco contra la estantería sacude las esferas y la luz blanca parpadea en un espectáculo de flashes. La bola resbala de las manos de Nico y una mujer logra atajarla antes de que se estrellara contra el piso.

Ante sus ojos había una despampanante mujer con ojos negros y profundos que lo observaban fijamente.

De pómulos marcados, cubiertos por una sombra color bronce, labios finos y púrpuras, y cabello corto hasta el cuello de un precioso color rubio ceniza. Vestía un body negro con cuello cuadrado, botas largas y negras, y una pollera de tul abierta adelante.

—Yo que tú tendría más cuidado de en donde meto mis narices —dijo con desdén.

—¿Quién eres?

La mujer esboza una sonrisa divertida.

—Me llamo Fántaso, diosa de tus fantasías oníricas.

La diosa entornó la mirada, un brillo iridiscente destelló en sus pupilas y Nico sintió que su cuerpo quedaba inmovilizado de pies a cabeza. Ella dio un paso y él retrocedió. Su «petrificación» no era otra cosa más que miedo. Miedo de que le quitaran la razón y jugaran con él a discernir qué era real y qué no.

Lucía apareció por detrás viendo como aquella mujer se le venía encima a Nico. Estaba lista para entrar en acción cuando se percató de cuán interesada parecía Fántaso por la figura del chico. Había algo en él que la cautivaba.

—Nico —musitó la joven. Sus ojos puestos en la diosa, sus manos listas para empujar la estantería.

Fántaso apartó la mirada y se decantó por la muchacha de piel trigueña y cabellos castaños. Su lengua relamió sus dientes al ver la silueta de reloj de arena de Lucía. Pasó junto a Nico, ignorándolo, apoyó una mano en las estanterías y la otra en la cadera; la piel desnuda de sus muslos salió a relucir. Una sonrisa divertida tiró de sus labios violeta.

—Hermosa... pero fisgona.

—¿Quién eres? —demanda.

La diosa suelta una risotada ante la orden de Lucía. Le gustaba.

—Me llamo Fántaso. Soy hermana de Morfeo...

—He hija de Hipnos. —Los hombros de Lucía se tensan y sus manos se convierten en puños.

Por lo despreocupado de la pose de la diosa, un golpe directo en el pecho la desestabilizaría y le daría el tiempo suficiente a Lucía de tomar a Estigia y atacar.

Debía actuar rápido. La especialidad de Fántaso era crear objetos inanimados para los sueños mortales, y fantasías para el arrullador sueño de los dioses. A pesar de ello, eso no quería decir que no pudiera invertir los papeles. Solía torturar a los media sangre si el precio que le ofrecían era el adecuado.

Fántaso contempló los puños de la joven y soltó una carcajada. Se apartó del estante y se cruzó de brazos.

—Tranquila niña, no les haré daño. Estoy de su lado. —Tuerce los labios en una mueca triste—. No soy como mi padre... ni como Epiales. Ellos destruyeron a esta familia.

Realidad o no, la diosa lucía triste y su pesar le oprimía los hombros, causando que su postura altiva desapareciera y adquiriera una faceta mucho más humana.

Sorbió por la nariz, tiró los hombros hacia atrás, el crujir de sus huesos le crispó los nervios a Nico. Fántaso miró a ambos semidioses y les reprendió:

—Ambos, lárguense de aquí.

Lucía soltó una risa hueca, sacando pecho y enfrentando a la diosa.

—Nos iremos cuando nos digas qué es este lugar.

—¿Te interesa?

—¿Por qué echarnos sí no?

Fántaso coincidió. Fingió pensarlo, sus ojos se posan sobre Nico. Chasqueó la lengua y con la mano les hizo un gesto para que la siguieran. Caminaron por entre los estantes. La disposición de los mismos los hizo converger en el centro de la habitación. En el techo sobrevolaba un cúmulo de nubes que desprendía destellos platinados cual polvo. Su apariencia le recordó a Lucía la semejanza que guardaban con las arenas de Moros.

Las nubes lanzaban un halo de luz que servía de foco para iluminar una pequeña fuente natural que rasgaba el concreto del suelo. Tres rocas apiladas filtraban un líquido lechoso que se deslizaba lentamente hasta caer en un diminuto estanque rodeado por piedras.

Al ver aquello, ambos jóvenes se horrorizaron.

—No puede ser... —murmuró Nico, espantado—. ¿Eso es agua del Lete?

—Morfeo, al igual que mi padre, son los únicos capaces de convertir eso —señala el agua blanquecina—, esto —toca ligeramente la cabeza de Nico. El chico le rehúye a su contacto pero la diosa actúa como si nada. En su lugar, le enseña la esfera fosforescente con la que cargaba—. En esto.

Nico tenía la cabeza demasiado embotada como para pensar. ¿Debía huir o seguir preguntando?

—¿Son recuerdos? —Lucía puso en palabras lo que los pensamientos rebuscados de Nico intentaban crear.

—Así es —confirmó Fántaso. Contempló el recuerdo de la madrina de Nico. Lo aburrido de su semblante sugería que ya lo había visto con anterioridad, o que el mismo no representaba nada interesante—. Es muy común que las criaturas y dioses vengan para que mi hermano los ayude a eliminar sus recuerdos.

—Creí que el Lete los eliminaba para siempre.

—De hecho sí. Pero, si conoces la técnica, puedes convertir una gota en un «orbe blanco». Es muy útil cuando deseas ocultar información de otros, y guardarla para que las personas correctas la encuentren —miró a Nico y le regaló una sonrisa cómplice. El joven parpadeó aturdido.

—¿Y tú qué haces con ellas? —Le increpó Lucía.

—¿Yo? Nada. Vine aquí porque la casa está plagada de intrusos y necesitaba un lugar tranquilo para trabajar. —Ladeó la cabeza y su cadera acompañó el movimiento—. Suerte que lo hice. Quién sabe el desastre que hubieran hecho.

Lucía tomó aquello como una invitación a marcharse. Reculó un par de pasos, lo despectivo de su mirada directo al rostro de la diosa.

—Nico, vámonos.

Embarullado por sus pensamientos, los mismos lograron acallarse lo suficiente como para permitirle oír a Lucía. Sus piernas actuaron por voluntad propia y habrían seguido a la joven de no ser porque Fántaso se lo impidió. La diosa jaló a Nico hasta que sus cuerpos intercambiaron calor. Se inclinó sobre su oreja y dijo:

—El que busca donde no debe, encuentra lo que no quiere —recitó con cierto tono poético, dejando al joven completamente aturdido.

Es Lucía quién debió tomarlo de la mano para arrastrarlo lejos de allí.

Al oír la puerta trancarse, Fántaso se volvió y contempló la oscuridad de las estanterías.

—Ya puedes salir.

De entre las sombras emergió el rostro aceitunado de Zoe. Su postura de hombros caídos y espalda doblada, le resultan conmovedoras a la diosa.

—Lamento la interrupción pero supongo que tus dudas ya se despejaron. —Pone los brazos en jarra y eleva la barbilla—. ¿Y bien? ¿Le digo a mi hermano que quieres audiencia?

Las manos resecas de Zoe envolvían posesivamente un pequeño frasco en cuyo interior dormía una gota del Lete. El mismo que había tomado del cuarto de Lyla durante el revuelo de Lucía y Belén.

Sabía muy bien para qué la quería pero su promesa le impedía seguir adelante. No obstante, con esta nueva realidad no tendría que sentir que estaba defraudando a Erick.

—Yo... —Se rasca una ceja. Todavía tenía dudas—. ¿Funciona con sentimientos?

—Solo si sabes el momento exacto en que surgieron.

¿El momento exacto en que se convirtieron en amigos? ¿Quién puede recordar eso? Su amistad fue una construcción; un ida y vuelta. Compartieron mucho tiempo de aislamiento. Demasiadas anécdotas, demasiadas noches en vela, demasiadas travesuras... No podía recordar el momento exacto en que sintió que Erick era parte fundamental de su vida, porque cuando creía haberlo encontrado, siempre había un recuerdo anterior. Y, para ser honestos, ya no estaba tan segura de querer eliminar ese sentimiento.

Fántaso notó el arrepentimiento en el rostro de Zoe.

—Escucha, puedes llevarte el orbe blanco contigo. Será como tener ese sentimiento aferrado a ti pero sin perturbar tu mente —explica.

—¿Y si quiero volver a sentirlo?

—Lo pegas a tu sien y volverás a sentir todo lo que perdiste —sonríe con la esperanza de convencerla—. ¡Es fantástico! Solo lo recordarás cuando lo unas a ti.

Zoe torció los labios en una mueca dudosa.

—¿Se puede recuperar? Es decir ¿puedo tenerlo en mi cabeza de vuelta?

Fántaso asintió comprensiva.

—Sí, se puede, pero deberás ir con Mnemosina. Convertirá tu orbe en uno negro, y lo unirá de nuevo a ti.

Zoe conocía aquel nombre a la perfección. Gracias a las aguas negras de su río, y a las Moiras, pudo recuperar los recuerdos que le arrebataron.

Fántaso se aproximó a la muchacha de cabello desteñido y aspecto de surfista. Apoyó las manos sobre las suyas, cerrándolas sobre el frasco.

—Si dudas es porque no quieres deshacerte de lo que sientes. No fuerces las cosas. Tus heridas sanarán y te harás más fuerte.

Aquellas palabras le recordaron mucho a Bóreas. El dios le dijo algo similar. Su mente era un lío y estaba nublada por el odio y la venganza. Debía aplicarse y cuando estuviera en sus cinco sentidos, recién entonces estaría lista para enfrentarse a quienes más daño le hicieron.

Quién diría que todo el caos y la confusión estaban arraigados a una sola persona: Erick.

Su recuerdo la estaba desestabilizando, haciéndole sentir cosas que nunca antes había experimentado. Era como un resurgir. Una oleada de emociones que la aplastaban y la confundían y la hacían sentir extraña. Pero, a pesar de ello, no quería deshacerse de lo único que la mantuvo cuerda durante su paso por la Academia Skýlos. La única persona que le demostró que la vida tenía dos caras y ella era quién decidía qué lado quería vivir.

Zoe guardó el frasco en el bolsillo de la sudadera. Le agradeció a la diosa y se marchó sin decir más.


 ☽ ☾


Era temprano por la mañana cuando todos los semidioses estaban de pie. Dormir en la morada de Morfeo les proporcionó el descanso necesario para que sus doloridos músculos y agotadas mentes recuperen fuerzas.

El dios se despidió de ellos, no sin antes proporcionarles las ropas que usarían en su destino. Pantalones, camisas largas hasta las rodillas; pañuelos y sombreros para ocultar sus rostros.

Una vez vestidos con la indumentaria adecuada, Lyla creó un portal en medio de la playa. Morfeo les deseó mucha suerte y el grupo se embarcó en su siguiente aventura.

Aparecieron en el interior de una casa, o al menos eso pensaban. El bullicio de las calles se colaba por las ventanas carentes de cristal.

Belén se colocó apropiadamente el velo sobre su cabeza, al tiempo que Atticus se asomaba por la puerta para comprobar el panorama.

—Despejado.

Salieron al exterior y se vieron apabullados por la cantidad de puestos y personas que pululaban por el bazar. El lugar era inmenso y las calles un pañuelo. Lleno de telas, ropas, especias. Cualquier cosa que desearas bastaba con voltearse hacia un puesto para encontrarlo.

Caminaron por los angostos pasillos de longitud kilométrica, sorteando a los transeúntes. Lyla encabezaba la marcha. Su rostro serio demostraba cuán concentrada estaba. Demasiadas personas podían llegar a desequilibrarla, es por ello que obligó a su mente a pensar en Ludmila. Su llama buscaba descifrar la fragancia tan particular de la hechicera; canela, cardamomo y capullos disecados de rosas. Un aroma particular que identificaría hasta con los ojos cerrados. Cada hechicera tenía su propia esencia; un código que la diferenciaba de las demás. El de su maestra olía a hierbabuena, lavanda y jengibre.

Pero entre tantas especias era difícil guiarse.

Belén y Jennifer contemplaban el bazar con extrema fascinación. Muchos de los vendedores eran criaturas mitológicas que buscaban hacerse un lugar en el mundo mortal. Y por cómo se veía estaban haciendo un espléndido trabajo.

En eso oyeron un revuelo en una de las calles adyacentes. Sóter se llevó la mano a la cintura. Bajo la larga camisa se escondía su espada de hoja corta. La mano de Ethan se posó sobre la suya y presionó.

—Aquí no —advirtió en voz baja.

Acordaron no iniciar una lucha, lo mejor sería huir y dispersarse. Cualquier cosa con tal de no poner en riesgo la vida de un mortal.

Una lluvia de plumas voló ante sus ojos con una sonora explosión. Sóter cazó una con los dedos y descubrió que se trataba de plumas de grifo bebé; muy populares en el mundo mitológico.

Un sátiro rodó por el suelo cubierto de almohadones a medio rellenar. Un centauro (seguramente dueño del puesto) lanzó unas cuantas maldiciones en griego antiguo. Transformó una de sus piernas humanas de regreso a su forma de pata de caballo y le propinó un golpe al trasero peludo del sátiro.

A lo lejos corría otro grupo de sátiros, esquivando las frutas regadas por el piso y los regaños de las Dríades. Estaban enfocados en una presa que corría a toda velocidad por las calles.

El joven, cubierto una capa larga hasta el piso, llevaba el rostro cubierto por una capucha. Estaba tirado en el suelo y se quejaba de un raspón en la rodilla. Lyla estuvo tentada a ayudar pero Sóter le obligó a seguir adelante.

—Mejor él que nosotros —dijo y con un leve empujón en su espalda la hizo avanzar.

Aceleraron el paso, llevando consigo un nudo en la garganta. Querían ayudar pero tenían el tiempo medido. Estar fuera significaba que podían rastrearlos. Debían llegar cuanto antes donde Ludmila.

El joven encapuchado logró incorporarse y, aprovechando que uno de sus captores estaba enzarzado en una lucha con un centauro, echó a correr.

Zoe lo vio venir hacia ella. Intentó esquivarlo pero le fue imposible. Sus cuerpos chocaron con violencia, un latigazo en sus hombros. La capucha del joven resbaló por su cabello rizado. Su cabeza se giró, su mano en alto pidiendo disculpas. Zoe abrió la boca para insultarlo, sin embargo, lo penetrante de su mirada la obligó a contener el aliento cuando sus ojos se encontraron. Todo lo que podía ver era aquella piel color canela y ojos traviesos.

Las manos fuertes de Alex se posaron sobre ella, su voz diciendo que siguiera adelante. No lo haría. Se escapó de su agarre y corrió tras aquel muchacho. La esperanza cobró terreno en sus entrañas.

Por favor, por favor, por favor...

Corrió por los laberínticos pasillos, sus pies esquivaban los desastres que dejaba atrás aquel encapuchado, desesperado por escapar de quienes lo perseguían.

Lo vio entrar a una tienda y sin dudarlo se metió también. Una Ninfa salió disparada de su propio negocio. Hojas rojas, verdes y amarillas siguieron la estela de viento que dejó su dueña al pasar. Zoe avanzó con cautela, mirando en rededor cada detalle. Era un local bastante pequeño pero lleno de buen gusto... Buen gusto para quienes amaran la madera y la herboristería.

Pasó por entre unos llamadores de viento y golpeó un par de cestos de mimbre que rodaron por el suelo. Maldijo por lo bajo al ver el desastre que había hecho. Su espalda baja golpeó una mesa y varios artículos se sacudieron en su sitio. Se giró para atajar cualquier cosa que se cayera cuando una sombra emergió detrás de las cortinas. Manos firmes y cálidas se posaron sobre su pecho y la empujaron con violencia hacia la pared trasera del local.

Lo salvaje de una llama roja le iluminó el rostro y amenazó con reducirla a cenizas. Percibió el pánico abrirse paso a través de su cuerpo, pujando contra su garganta hasta obtener una sinfonía de farfullos y quejidos. Y entonces lo vio.

La capucha se resbaló de su cabeza y el fuego que crepitaba en su mano le reveló quién era el desconocido.

—Erick...

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