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XI

Suele pasar que ciertos impulsos nos guían a grandes revelaciones, aquellas que hemos estando buscando haciéndonos tropezar con claves llenas de abrumadoras e inquietantes conjeturas. Como una broma del destino que se encarga de escóndenos pequeños trozos de secretos incontables atiborrados de significado.

Algo extraño podía sentirse esa noche, el aire más frío de lo habitual en los propios días del mes, hacía que las profundas aguas se mecieran con ferocidad, produciendo un sonido silbante entre los árboles, los que a su vez mostraban extrañas sombras alrededor de la construcción. Nunca antes se había sentido inquieto frente a Cheén, era como si de alguna manera cada parte de ese lugar quisiera revelarle sus secretos gritándole lo que solo sus paredes habían escuchado y visto.

Manuel tomó el valor que requería, sabía bien que si se quedaba parado frente a la inquietante escena pronto terminaría siendo presa del pánico, el mismo que ya le estaba pisando los talones. Con cuidado levantó la cinta amarilla que rodeaba la casa, cayendo en cuanta de que no la había visto antes, de pronto pensó que quizá alguien había entrado, tal vez un ladrón que al notarla vacía quiso sacar provecho de la situación. Con decisión empujó la puerta de madera, la que cedió con facilidad para después buscar a tientas el apagador, notando así que todo seguía igual.

Siguiendo su instinto subió de dos en dos las angostas escaleras y no se detuvo hasta llegar a la recamara de Alondra y volver a mirarse a sí mismo en aquel perturbador cuadro lleno de detalles. De pronto cayó en cuenta de lo ridículo de la situación y de su proceder, conducir a la mitad de la noche sólo para ver ese cuadro, para aspirar una vez más de las pequeñas botellas de cristal con olor a jazmín. Patético, era el adjetivo más acertado además de que ya rayaba en inquietantes indicios de obsesión. Con un suspiro lleno de resignación camino hasta el cuadro, admirando así cada pincelada que había nacido de los delgados dedos de la joven, sumamente talentosa, al menos tenía el consuelo de haberla elogiado en varias ocasiones por sus dotes artísticas.

¿Sería una total locura si lo llevaba consigo?, ¿eso lo convertiría en un vil ladrón? O, ¿en un hombre que reclama lo que obviamente era suyo?

Después de unos segundos de cavilación internas optó por la segunda opción, necesitaba tenerlo y si, ya era una necesidad, extraña, retorcida y hasta perturbadora, aun así levantó el ligero cuadro que dejo caer un delgado cuadernillo de dibujo, Manuel volvió a acomodar la pintura en su lugar y con curiosidad lo recogió.

— ¿Qué es esto?

Se dijo comenzando a hojear las páginas. Se encontró con varios dibujos dignos de una principiante con trazos deformes que demostraban el gran avance que daba a relucir en las últimas páginas. Sonrió pensando a una joven Alondra dedicando sus horas de ocio a pulirse. Pero algo, un detalle demasiado notorio para dejarlo pasar atrapó su curiosidad de una forma poderosa, uno de los dibujos se repetía en cada dos o tres páginas, en diferentes ángulos, con colores alegres o sombríos una cabaña en medio de claro rodeado por el bosque se mostraba en todo su esplendor.

Era el mismo cuadro de la madre de Galilea, Sonia tenía en su sala. Ese mismo lugar donde distraídamente relato haber pasado los mejores momentos en Babaal en compañía de sus amigos de infancia los mismos que se mostraban en la última página.

Un sonriente Julio abrazado de Alondra, una seria Galilea tomando la mano de Elena, justo al frente de la mal trecha cabaña de apilados maderones, se mostraban en un aire alegre y ligero como si fuera una vieja fotografía de aventuras infantiles.

Excepto por... ¿Qué era eso?

Cada esquina trasera de la construcción mostraba lo que parecía ser un lobo, oculto entre la maleza, con los colmillos al descubierto en posición de ataque. Rodeados de sombras

—La cabaña del leñador, en el bosque. La misma que... No, no puede ser, a menos que.

Cerró los ojos con fuerza, cayendo en cuenta, hilando ideas, recordando fragmentos del diario de doña Catalina, ella mencionaba una cabaña en el bosque quizá era la misma que Alondra pintó en la que jugaba con Julio de pequeña.

En la que secuestraron a su abuela... en la que tal vez estaba ella.

Tenía una idea, una esperanza o una revelación circunstancial, fuera lo que fuese, debía seguirla. De dos en dos bajó las escaleras llevando consigo el cuadernillo de dibujo con la exaltación latiéndole en el pecho, un sudor frío corriéndole por la lánguida frente y la sensación de estar en el momento y el lugar indicado, tenía la certeza de que de alguna forma Cheen lo estaba ayudando.

Una locura, sí, pero en ese momento para él era real.

Con rapidez abrió el coche y pisando a fondo tomó carretera camino a Mérida. Una vez llegado a su departamento rebuscó entre sus cajones hasta encontrar su 9 mm. Por ultimó y de manera casi automática buscó el número del detective Huama deteniéndose en el pequeño paisaje que usaba como foto de perfil y redactando un conciso pero significativo mensaje:

Sé en dónde estar Aurora, te veo en dos horas en el letrero de Babaal.

El camino hasta ese infernal pueblo se le antojó eterno, las cuervas, hoyos y desvíos los pasaba a la misma velocidad. Llegando al punto en el que ya no se sentía asustado, esa emoción mundana era poco para el profundo frenesí que hacía que cada latido de su alocado corazón retumbara en sus oídos.

Al tomar el último desvío un par de faroles justo atrás del despintado letrero del pueblo le avisó que Huama había llegado antes, quizá estaba cerca acompañando a Galilea como ya era costumbre. Manuel se orilló apagando su auto, tomó el viejo cuadernillo y finalmente se guardó el arma en el pantalón.

Huama envuelto en una gruesa chamarra de lona, arrojó la colilla del cigarrillo y con paso suave sumergido en una total y pasmosa calma se acercó al psicólogo, él que al verlo le mostró el cuadernillo como si eso explicara todo. El hombre se dio cuenta de la excitación de Manuel, del temblor en sus manos y sobre todo de su poca usual pérdida del control. Deduciendo al instante que ese cuaderno tenía la clave de la ubicación de Alondra.

Con una ceja levantada lo tomó entre sus manos.

—Mira —dijo Manuel señalando la cabaña que se repetía varias veces—. Es la misma en la que jugaba Alondra de pequeña.

—Entiendo —dijo Huama levantando el tono de su voz—, ¿entonces piensa que ahí pueda estar la joven?

Manuel asintió mirándolo con una exasperante calma. Lo observó silbar mientras revisaba a detalle página por página, intentando ver más allá de lo que el psicólogo había logrado deducir.

—Entonces, ¿por qué pintó en repetidas ocasiones la cabaña piensa que está ahí?

Manuel dejo escapar un sonoro suspiro, estaba consciente de lo irracional que sonaba y de que parecía un loco.

—Lo creo con firmeza —respondió con seguridad—. Quizá si vamos por Julio nos pueda guiar a...

—Julio se fue ayer del pueblo —respondió el detective que seguía mirando el cuaderno con suma atención.

—Sonia o Galilea, ellas deben saber dónde está —presionó con desesperación.

— ¿Por qué piensa que ellas saben...? —Huama se interrumpió levantando la vista recordando el último dibujo donde aparecía una pequeña Galilea al lado de Elena—, es probable. Aunque no sé si por la hora quieran internarse en el bosque por un dibujo, pero por otro lado ¿es posible que sea la misma cabaña del relato de doña Catalina?

Manuel se limitó a asentir, contaba con la certeza de que se trababa del mismo lugar. Si alguien le hubiese interrogado en ese momento sobre su deducción el alterado hombre hubiese respondido un preocupante: Cheén me lo dijo. Pero frente a él tenía a un hombre inteligente de esos que no necesitan muchas explicaciones, de los que son capaces de entender con sola una mirada.

—Está bien. Iremos por Galilea —dijo Huama guardándose el cuaderno dentro de la gruesa chamarra.

El habitual escalofrió que invadió a Manuel después de cruzar el letrero, no hizo otra cosa que llevarlo a pisar más a fondo el acelerador de su auto, al tiempo que el detective intentaba acomodarse en el asiento del copiloto. Ninguno de los dos abrió la boca durante el corto trayecto, por su parte Manuel se esforzaba por mantener su excitada imaginación al margen, ya que en todos los escenarios que evocaba posesionaba a Alondra como la victima de horrendo crimen. Mientras Huama se concentraba en otros aspectos, el diario de Catalina, los lobos que rodeaban la cabaña en todos los dibujos, la nota del supuesto suicidio. Todas las pistas encontradas en momento preciso, era obvio que alguien estaba detrás de todo esto, pero, ¿quién? Y aún más importante, ¿por qué?

—Llegamos —anunció Manuel bajando a toda velocidad de auto seguido de igual manera por su acompañante.

A pesar de las altas horas de la madrugada la casa de Sonia contaba con varias luces encendidas. Huama se adelantó para dar dos fuertes golpes a la puerta principal.

— ¿Quién? —preguntó la voz de Sonia, la misma que no tardó ni un minuto en aparecer frente a los hombres.

—Sabemos dónde está Alondra...

—Dónde podría estar —corrigió Víctor ganándose una mirada de reproche del psicólogo.

Aun después de la corrección, el rostro lúgubre de Sonia retomó brillo al instante, sus ojos reflejaron un atisbo de esperanza y no tardó en hacerlos pasar. Dentro del hogar se percataron de la gran iluminación, todas las luces del hogar se encontraban encendidas.

—Díganme por favor, ¿dónde está mi niña? —indagó la mujer colocándose una mano sobre el pecho.

—En la cabaña del bosque —respondió Manuel señalando la pintura.

El poco color que adornaban las mejillas de la señora desapareció de pronto, al igual que la débil sonrisa de esperanza.

—No— articuló con vehemencia—. Eso es imposible.

— ¿Por qué? Sonia, ¿por qué es imposible? —confrontó Huama acercándose a la pintura de la cabaña que reposaba sobre la pared observando en ella los mismos preocupantes detalles.

Sonia comenzó a caminar con nerviosismo dando la impresión de estar uniendo detalles, sus propias pistas, sus iluminados ojos se detuvieron en los Ballesteros reflejando el terror que experimentaba en esos momentos.

—Una semana antes de que desapareciera me trajo ese cuadro. Me dijo, no, más bien me enfatizó... —El temblor en la voz de Sonia se hacía a cada palabra más evidente—. Que le gustaría volver una vez más a ese lugar.

—Eso solo afirma nuestra teoría —señaló Ballesteros.

Sonia negó con fiereza conociendo la imposibilidad de esas suposiciones.

—Esa cabaña dejó de existir hace 23 años. Se quemó junto con su dueño.

El silencio de la sala se hizo más agudo, pesado, era como si un extraño velo de misterio alentara sus mentes, impidiéndoles ver más allá.

—Pero, ¿cómo fue que Alondra la pintó...?

—Ella dijo que pasó gran parte de su infancia jugando allí junto con Julio y su hija —interrumpió a Huama un confundido Manuel.

—Yo le platiqué sobre ella —dijo Sonia sentándose en el viejo sillón verde—. Julio construyó un pequeño escondite cuando eran niños sobre los cimientos quemados y con la vieja madera que se encontraron alrededor de la choza del leñador. Galilea siempre se enojaba porque Alondra y él se iban juntos y muchas veces no la invitaban.

Una mirada entre Huama y Ballesteros bastó para que se entendieran a la perfección, ya no había dudas, Alondra se encontraba en allí, quizá refugiándose o secuestrada al igual como lo estuvo años atrás su abuela.

—Necesitamos que Galilea nos guie a esa cabaña —ordenó Manuel que fue a pararse a un lado de la puerta con la intención de ejercer presión.

—Ella... —La mirada otra vez, esa mujer sabía mucho más de lo que decía—. No esta ahora. Yo misma lo llevaré. 

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