Capítulo 43 ¡Cuidado! El Amistoso Extraño
¡Hola Sherlockians! Antes de que comiencen a leer el capítulo, por favor, miren el vídeo que está acá arribita. Sólo dura un minuto; no importa si no saben inglés, después de verle pueden comenzar la lectura. Muchas gracias.
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— ¡Bien niños! —Exclamó la profesora al momento que encendía la luz del aula—. ¿Qué aprendimos al ver este vídeo?
Todos los niños, veloces ante la cuestión, alzaron sus manos y miraron ansiosos a su profesora. Ella les observaba buscando quién podía resolver su pregunta cuando, al fondo del aula, apreció a uno de sus estudiantes, cabizbajo y sin mucho interés de lo que pasaba en aula.
— Sebastian —Llamó, pero éste le ignoró—. ¿Sebastian? —Todos los niños y niñas voltearon a la par para mirar a su compañero. Al sentir el peso de las miradas, alzó sus ojos y observó a toda la clase—. Sebastian —insistió dulcemente la profesora—. ¿Podrías decirnos que es lo que el vídeo trató de enseñarnos?
El pequeño observó a todos con antipatía, pero su única acción fue suspirar y alzar la cabeza.
— Aburrido —Confesó.
Todos le observaron pasmados.
— ¿Perdón? —cuestionó su maestra.
— Aburrido —repitió—. Todo esto es aburrido.
Algunos de sus compañeros comenzaron a susurrar entre ellos, otros miraban hartado al pequeño pensando cómo podían convivir con él. A Sebastian le importaba poco lo que sus compañeros pensaran de él, nunca les había agradado. La maestra se acercó al pequeño y lo miró intranquila.
— Sebastian —llamó en un susurro—. Cariño, solo quiero que me digas de que trato el video que vimos.
— Que no hablemos con extraños —respondió, casi asqueado.
La maestra no dejó de observar preocupada al pequeño, al final, decidió no hacerle más preguntas. La campana del receso sonó, todos los alumnos huyeron del salón con una felicidad cubriendo sus rostros, excepto Sebastian, quien espero paciente a que todos sus compañeros dejaran de amontonarse en la puerta y poder salir tranquilo a disfrutar su almuerzo. La maestra regresó a su asiento, sin dejar de ver al pequeño, y espero de igual manera a que todos se retiraran del lugar. Cuando Sebastian se alzó de su asiento ella le detuvo.
— ¡Espera un momento Sebastian! —exclamó. El niño se detuvo de golpe, no quería hablar con ella—. Acércate —él obedeció a mala gana—. Cariño, ¿sabes? Últimamente he notado que tu comportamiento es muy brusco —y el pequeño arqueó una de sus cejas, para nada impactado—. ¿Estás bien?
— Si —respondió seco.
Se dio la media vuelta dispuesto para salir del salón cuando la maestra lo tomó suavemente de su muñeca.
— Sebastian —insistió y el niño arrebató su mano de manera grosera—. ¿Es con respecto a tus padres, verdad?
— ¿Qué tienen que ver mis padres? —cuestionó a la defensiva.
— Cariño —llamó la profesora mientras recargaba sus brazos en el escritorio—. Puedes confiar en mí. Sé cómo te trata tu papá, y también he visto como tu madre le teme. Si me cuentas todo, podemos ir a la policía.
Sebastian miró fríamente a su maestra mientras ella esperaba una respuesta. El niño se dio la media vuelta y salió del aula, la profesara suspiró con amargura y esperó a que la jornada escolar terminara.
Una vez concluso el día escolar Sebastian caminaba hacía la salida y notó a su madre. Su indefensa y débil madre con una fingida alegría en su rostro.
— Hola amor —saludó, mientras le abrazaba como si fuera la última vez que lo viera. Ahí el pequeño supo que hubo problemas con su padre. Ella terminó el abrazo y miró a su hijo—. ¿Sabes que estaba pensando cuando venía para acá?
— ¿Qué? —preguntó desanimado.
— Pensaba que sería grandioso que fuéramos a comer a ese restaurante que tanto te gusta —dijo con una enorme sonrisa—. ¿Eh? ¿Qué opinas?
Sebastian forzó su sonrisa y supo que su padre estaba furioso.
— Si mamá. Me gusta la idea.
Eloise amplió su sonrisa y abrazó con todas sus fuerzas a su hijo. La maestra del pequeño se acercó a ellos, y con una nerviosa sonrisa, saludó.
— Hola, buenas tardes señora Moran.
— Buenas tardes —respondió extrañada, mientras se alzaba.
— Soy la maestra Coleman, le doy clases a Sebastian.
— ¡Oh! ¿Ha pasado algo?
— No, nada malo, Sebastian es un buen alumno —y le sonrió al pequeño—. Pero señora Moran, me gustaría hablar con usted.
— ¿S-sobre qué? —preguntó nerviosa.
— ¿Podría ser unos momentos en privado?
Eloise miró extrañada a la maestra, tomó a su hijo de los hombros y le pidió que le esperara en una de las bancas del colegio. Sebastian obedeció y su madre y maestra se adentraron al edificio.
— Gracias por aceptar hablar conmigo, señora Moran.
— ¿Q-qué es lo que su-sucede, maestra?
La joven profesora analizó a la mujer quien se veía sobrecogida.
— Mire señora Moran, tal vez esto que le comente no es de mi incumbencia, pero he notado una actitud muy distante en Sebastian, casi se acerca a lo ofensivo.
— ¿O-ofensivo?
— Si, y me preocupa mucho. Señora Moran, hay problemas en casa ¿verdad? —Eloise negó con la cabeza y la maestra se preocupó—. Si hay, sabe que puede hablar con nosotros los profesores para poder hacer un...
— No pasa nada maestra —interrumpió—. Yo hablaré con mi hijo.
Eloise sonrió y penosamente se retiró de lugar. La maestra no quitó su vista de la mujer; llegó con su hijo, lo tomó de los hombros y ambos salieron del edificio. Ella suspiró desanimada y retornó a su aula.
Durante el camino Eloise no paro de animar a Sebastian con la ida al restaurante. Era probable que toda la tarde estarían fuera de casa, pero no importaba, él tampoco quería ver a su padre enfadado.
El pequeño Eric volvió en sí. Odiaba recordar. Posó su mirada en la ventana de coche y contempló lo hermosa que era la noche, el cielo tan negro y las estrellas reluciendo su brillo.
— Hermosa noche, ¿verdad, campeón? —llamó Jim.
Eric giró su cabeza y le observó. Jim conducía y su rostro estaba envuelto en una enorme y cínica sonrisa, Eric le respondió con una leve sonrisa y luego miró a la parte trasera del coche, Bell y Tommy iban amordazados, con sus manos y pies envueltos en cuerdas. La única que iba libre era Rosie, en un portabebés adormitándose por el paseo nocturno. Eric anchó su sonrisa mientras que los dos niños le veían con coraje y desesperación.
Llegaron a casa, Eric cargó el portabebés y Jim se encargó de los dos pequeños, vigilando que los vecinos no anduvieran de curiosos. Una vez dentro, Jim colocó ambos niños en el sillón y dejaron a Rosie en el suelo.
— Hay que alistar todo campeón. El barco zarpará en unas cuantas horas.
— Si papá —afirmó mientras daba la media vuelta para ir a la planta alta.
El niño desapareció en las escaleras, Jim se acercó a los niños y se hincó frente a ellos. Por unos momentos los contemplo, ambos atemorizados y exasperados pero fijó su vista en Isabelle. Ambos se observaron luego se analizaron.
— Tienes mi ojos —soltó, maravillado—. Pero esa mirada es del lado de mamá —Los dos niños se extrañaron. Jim alzó una de sus manos y la situó en una mejilla de la niña. Ella se extrañó y buscó alejarse de aquella mano—. Tranquila, no te hare nada. Papá no te hará nada.
— ¡¿Papá?! —exclamó Tommy, aun con el pañuelo sobre su boca.
Bell volteó a verle después a ese hombre, estaba confundida. Jim sonrió desvergonzado, alzó su otra mano y acarició el rizado cabello de la niña.
— ¡Oh, tienes mucho del lado de mamá! —mencionó mientras sus dedos se revolvían en el castaño cabello. Isabelle comenzó alterarse y movió su cabeza deseando que esa mano se alejara de ella—. Y eso me molesta...
Eric llegó a la planta baja, llevaba maletines en mano y vio como su padre contemplaba a Isabelle. El pequeño sintió una ola de celos golpear su ser, Eric sabía que Bell era hija verdadera de Jim y odiaba ello con todo su corazón. Él se acercó y posó todo sobre uno de los sillones vacíos.
— A la hora que quieras papá —dijo con una enorme sonrisa.
— Claro campeón —respondió, sin dejar de acariciar el cabello de la niña—. A lista a la bebé, y yo me encargare de ellos.
El niño afirmó con su cabeza sin dejar de mirar el momento. Se acercó a Rosie y cargó el portabebés para ir a la cochera pero, antes de salir, dio una última mirada a esa escena y volvió a perderse en sus recuerdos.
El niño afirmó con su cabeza sin dejar de mirar el momento. Se acercó a Rosie y cargó el portabebés para ir a la cochera pero, antes de salir, dio una última mirada a esa escena y volvió a perderse en sus recuerdos.
El pequeño Sebastian Moran yacía en su habitación, sentado sobre su cama con sus piernas pegadas a su pecho y sus manos sobre sus oídos. Sus padres no habían parado de discutir en toda la tarde y noche, discutían la salida que Eloise tuvo con él en la tarde. Los reclamos de su desempleado padre retumbaban por toda la casa y el llanto de su madre era incontrolable. Rodeado de una frustración terrible Sebastian dejó caer sus manos, bajó las piernas de su cama y salió de su habitación. Sin que sus padres sintiera su presencia por la planta baja de la casa, el pequeño Moran salió a caminar por su vecindario.
La noche era fría, ajustó su chamarra y dio unos cuantos pasos por la solitaria cera cuando pisó un viejo periódico. Se alejó unos centímetros y miró la portada de este; "El suicidio de un falso genio" venía en el titular, Eric lo tomó y leyó sobre el fraude que era el Detective Sherlock Holmes. El pequeño Moran no podía creer lo que ese periódico decía, todas esas palabras quedaban cortas para quien en verdad Sherlock Holmes fue. Por alguna extraña razón Sebastian odiaba a Sherlock Holmes y se alegraba de lo que había pasado. Sus compañeros de clases no habían parado de hablar sobre lo que había pasado, todos estaban tristes, admiraban al gran detective; pero solo él estaba alegre de lo que había pasado. Hizo bola ese viejo periódico y lo tiró en el cesto de basura más cercano, suspiró cansado y se sentó en la cera a disfrutar de la vista nocturna y olvidar todos los problemas que había en casa.
Al otro lado de donde vivía el pequeño Sebastian, a la estación de tren llegaba el último pasaje nocturno, uno de los pasajeros tenía su cabeza recargada en el cristal y veía hacía el infinito cielo oscuro. Escuchó unos tacones acercándose hacía donde se encontraba, sacó sus lentes y se los colocó, ocultando su rostro.
— Señor, pronto llegaremos a Hackney.
— Gracias —dijo, sin mirarle.
La joven no mencionó nada, se extrañó ante el comportamiento de su pasajero y lo dejó ser.
Jim Moriarty no paró de ver la vista nocturna y pensar en su viejo amigo el general Sebastian Moran, quien le debía demasiados favores.
Eric acomodó a la pequeña Rosie en la parte trasera, apreció como su padre traía consigo a sus dos amigos, los lanzaron a la parte trasera y Jim entró de inmediato al lado del conductor. El niño aseguró a la bebé, cerró la puerta y entró en el asiento de copiloto.
— ¿Listo para ir a Sherrinford? —cuestionó alegre Jim.
Eric no negó su sonrisa.
— ¡Desde siempre papá!
— Sé que te encantara, más cuando veas a los caníbales en acción —dijo mientras miraba a los niños. Bell y Tommy se sobresaltaron ante esa mirada, ya que para su edad no entendían que era un caníbal.
— Estoy esperando con ansias —dijo con un ímpetu.
Jim arrancó el coche y el viaje nocturno dio comienzo a una terrible pesadilla para Bell, Tommy y Rosie.
Cuando Irene Adler cruzó la puerta del 221B y le entregó aquellos papeles a Sherlock Holmes, el detective estaba alcanzando el fondo de sus emociones.
— No es posible —dijo John con terrible asombro—. Nosotros vimos toda la escena del crimen. Ese niño debe estar muerto.
Mycroft e Irene yacían sentados en el enrome sofá y llevaban consigo caras reservadas.
— Yo lo vi en el colegio —confesó la mujer.
— Tienes que estar mintiendo —soltó furioso John.
— Ella no miente, John —se interpuso Sherlock y John le miró atónito.
— P-pero...
— Ella no miente —repitió, mirándolo a sus ojos.
— ¡Pero Sherlock, nosotros vimos que...!
— Se lo que vimos John, más nunca exhumamos los cuerpos de los Moran.
— Pero las evidencias...
— Tal vez compraron a los forenses.
— ¡Pero fue Anderson!
— O pudo equivocarse.
— ¿Y cómo demonios sobrevivió el niño a esa masacre?
— No lo sé —declaró el detective.
John siguió aturdido y dejó caer su cuerpo en su sillón.
— No lo sabes —soltó con un tono melancólico.
— No.
— Pero lo sabes todo.
— No supe que Isabelle es mi sobrina.
— ¡¿Qué?! —cuestionó impactada Irene.
Mycroft, quien mantenía una increíble serenidad, le miró por el rabillo del ojo.
— Lo que escuchó señorita Adler.
— ¿La niña es...? —Paró, mientras miraba ambos Holmes—. ¡Vaya! Le encontraba mucho parecido a ti —dijo mirando a Sherlock— pero saber que es tu sobrina... eso es otro nivel.
— No te será difícil aceptarlo —dijo Sherlock.
— ¿Y qué tiene de especial ese niño? —interrumpió Mycroft.
— Es hijo del coronel Sebastian Moran, sujeto que trabajó junto a Sarah Jones y atacaron al equipo de mercenarios en donde contribuía Mary, antes de ser Mary.
— No tenías que ser tan específico —mencionó John.
— Solo recalco.
— Pero aun así —continuó Mycroft—, ¿qué tiene que ver ese niño con Enola?
— No tengo idea —soltó Sherlock mientras se alzaba de su sillón—. Tenemos que avanzar, lo primordial será ir a Northampton, Mycroft —llamó mientras le miraba—, necesito que exhumes los cuerpos de los Moran, y necesitamos buscar a Anderson para que nos explique que omitió en la autopsia.
— Pero Sherlock se supone que no podemos hacer eso.
— Por eso tengo a Mycroft.
El mayor de los Holmes se alzó de su lugar y sacó su teléfono celular.
— ¿A dónde llevó los cuerpos? —preguntó mientras ponía el móvil en su oreja.
— A Barts —dijo, mientras se dirigía a su habitación.
Mycroft ladeó su cabeza y dio las órdenes para realizar la exhumación.
Philip Anderson estaba a punto de degustar un rosquilla cubierta en glaseado rosado y con chispas de colores junto a un café americano cuando sintió como lo tomaban de sus brazos.
— ¡Pero que carajos...!
— Me alegra verte Anderson —saludó Sherlock, y este quedó sorprendido.
— ¡¿Qué haces aquí?! —cuestionó mientras le miraba, y del otro lado estaba un severo John.
— Necesitamos platicar.
— ¿Sobre qué o qué?
— ¿Recuerdas el caso Moran?
— ¿El coronel de la armada?
— Ese mismo —dijo con una falsa sonrisa.
— ¿Q-qué pasa con ello?
— Tenemos muchas preguntas con respecto a ello.
— ¿P-pero de q-qué?
— En primera, ¿por qué falsificaste la muerte del niño?
— ¡¡¿Qué?!! —gritó.
— Lo que oíste Anderson —continuó John.
— ¡¿Falsificar?!
— Acabamos de descubrir que el niño Moran está vivo.
— ¡No puede ser!
— Si, si puede —mencionó Sherlock y sacó la fotografía escolar del niño. Anderson palideció—. Vayamos a Barts para que nos cuentes tu engaño.
Y ambos arrastraron al hombre hasta el vehículo privado de Mycroft.
Llegaron a Barts, entraron al laboratorio y sobre dos planchas yacían los cadáveres del coronel Moran e hijo, al lado de ellos estaba una atormentada Molly.
— Ya mande hacer una prueba de ADN para buscarla en los archivos —les recibió.
— Perfecto Molly. ¿Podrías dejarnos solos por unos minutos?
La forense ladeó su cabeza y sin preguntar nada salió del lugar. Sherlock y John aventaron a Anderson que cayó en la primera plancha que había cercas de él.
— Empieza hablar —ordenó el detective.
— ¡Es el niño Moran! —exclamó.
— ¡Te mostramos una fotografía reciente! —Gritó John—. Ese que está ahí no es Eric Moran.
Sherlock caminó y tomó el informe que Molly había creado, comenzó a leerlo y sus cejas se alzaron.
— Aquí dice que lo huesos tiene un desgaste de hace más de veinte años. ¿Cómo es eso posible, Anderson?
El forense cerró sus ojos, comenzó a temblar y sintió la frustración sobre sus hombros.
— No tenemos todo el día.
— De acuerdo, de acuerdo —soltó, mientras buscaba alzarse—. Falsifique la información.
Sherlock y John se miraron pasmados ante esa revelación.
— ¿Por qué?
— Cuando esto paso, tu aun no "resucitabas." Yo sabía que seguías vivo, y quería demostrarlo. Aquel grupo que tenía, sobre ti, llegó una mujer diciéndome que sabía que estabas vivo. Me juró que sabía dónde estabas, es más, me dijo que te conocía; pero si quería llamar tu atención necesitaba atraerte.
— ¿Atraerme? —cuestionó, casi asqueado.
— Si. Sucedió el incidente Moran. Ella me dijo que era mi oportunidad. Ella me dijo que el niño Moran había escapado, que yo pusiera en la autopsia que había muerto. Ella consiguió engañar a todos con un cuerpo falso en la escena del crimen y tuve que encargarme de eso yo solo. Tiempo después ella apareció, con un montón de huesos y me los entregó para decir que eran del niño Moran. Ella me juró que con eso tú aparecerías y me añadirías a tu caso, tardo mucho pero lo cumplió.
— ¿Y quién fue esa mujer? —demandó entre dientes.
— Me dijo que se llamaba Kathy.
— ¿Kathy qué?
— Solo Kathy y ya no supe más de ella —Anderson agachó la mirada y comenzó a gimotear—. Lo siento, de verdad lo siento. Solo quería formar parte de uno de tus casos.
Sherlock y John se miraron de nuevo, ahora estaban preocupados, espantados por pensar quien es esa mujer.
— ¿Recuerdas como era esa mujer, Anderson? —cuestionó John. El pobre hombre no pudo responder, las lágrimas comenzaron a fluir.
John suspiró agotado miró a Sherlock y con una sola mirada le pidió que actuara. El detective soltó su soplido, se hinco y quedó frente Anderson.
— Oye, tranquilo... Andreson. Te perdono por lo que hiciste y no le diré a Lestrade ni a nadie de tu falta de profesionalismo. Si quieres formar parte de este caso, dime como era esa mujer.
Anderson alzó la mirada, sorbió su nariz y abrazó a Sherlock. Él espero unos momentos, tomó de los hombros a Anderson y lo alejó.
— Cabellera cobriza larga, tenía unos ojos... parecidos a los tuyos. No era muy alta y siempre vestía con vestidos.
— Ese el disfraz de Liz —susurró John.
Sherlock lo percibió y suspiró desalentado. Eurus había actuado en ello.
El coche se detuvo frente a la costa y las pequeñas olas iban a gran velocidad, era probable que hubiera una marea nocturna. Jim y Eric bajaron del coche, sacaron a los niños y caminaron por el muelle hasta el barco que les esperaba, un barco exclusivo de Sherrinford.
— Buenas noches señor —saludó el capitán. Jim sonrió.
— ¿Todo esta listo?
— Perfecto. Les esperan en Sherrinford —dijo mientras se hacían a un lado y les ofrecían el pase.
Todos entraron y buscaron los camerinos para pasar el viaje. Jim sentó a los niños en una de las camas, les quitó las cintas que cubrían sus bocas, Tommy dejó escapar un gritó exasperado y Bell se mantuvo serena.
— Los vamos a desatar —dijo—. Sé que no podrán escapar, el mar es un peligro inminente. Llegaremos antes del amanecer a Sherrinford, para que se le aliste—. Jim desató las cuerdas de sus manos y pies y ambos niños buscaron masajear aquellas áreas rojizas—. Descansen —se despidió con una tétrica sonrisa.
Eric se encontraba recostado en su catre en el camerino que compartía con su padre. Este miraba al techo, perdido en el hilo de sus memorias sin dejar de sentir celos hacía Bell. El niño recordó el día que su padre llegó a casa.
Era una tarde seca de sábado, Eric veía sus caricaturas vespertinas mientras comía un par de galletas de chocolate. El timbre de la casa sonó, el pequeño se mostró curioso pero su madre apareció para atender el llamado; Eloise llegó a la puerta y la abrió viendo a un hombre, de buen perfil, postrado ante su entrada.
— ¿Hola? —cuestionó sorprendida.
— Buen día Eloise —gesticuló sonriente—. ¿Se encuentra Sebastian?
— Disculpe, ¿lo conozco?
— ¡¿Quien llamó a la puerta?! —se escuchó a la lejanía.
Eloise volteó asustada ante el llamado de su marido, aquel hombre lo notó y no pudo evitar una frívola sonrisa.
— Dile que soy el amistoso extraño. Él entenderá.
Ella quedó aterrada por ello, cerró la puerta y fue con su marido avisarle sobre la llegada del peculiar extraño. El pequeño Sebastian se alzó de su lugar, se dirigió curioso a la puerta y la abrió; quedó sorprendió al ver quien había llegado a su puerta. Él sonrió al ver al crio y lo saludó con su característica sonrisa.
— Tú debes ser el pequeño Sebastian.
— Y tú eres James Moriarty —soltó, dejando sorprendido al gran Jim.
— Eres un pequeño muy listo.
— Tú te disparaste.
— Y demasiado despierto —continuó maravillado.
— ¿Cómo fue que...?
En ese momento los pasos de sus padres inundaron el lugar, Sebastian volteó a verle y apreció como el semblante de su padre cambiaba a uno pálido, casi fallecido.
— Hola Sebastian —saludó, con su peligrosa sonrisa.
— Jim... —dijo, aterrado.
Los Moran recibieron bajó su techo a su invitado sin poder imaginarse que había sido su peor decisión.
El sonido de la puerta hizo volver al pequeño, alzó su mirada y vio como su padre se recostaba en el catre vecino.
— Hay que descansar campeón.
— Si papá.
— Recuerda que en Sherrinford nos vamos a divertir mucho.
— Muero por ello —dijo, no muy animado.
Moriarty volteó a mirarle ante esa respuesta y vio a su pequeño sereno, sin emociono por su partida hacía ese lugar.
— ¿Qué sucede Eric?
— Nada —respondió mientras se encogía de hombros.
— No le mientas a papi Jim. —Eric volteó a mirarle sin ninguna expresión, y él lo dedujo—. ¿Es por Enola, verdad? —no respondió—. Campeón, ¿qué dijimos de los celos?
— Que no debía de sentirme así por ella.
— Exacto. Tú podrás jugar con ella, como siempre lo planeaste. No te lo voy a impedir.
— ¿Y la tía Eurus?
— Eso no lo sé. Pero por mi cuenta sabes que no tienes por qué sentirte así. ¿Qué es lo que te he dicho? A pesar de que ella es mi hija, yo quería un varón. Y te tengo a ti, y soy feliz contigo.
— Pero es tu hija.
— Y eso no cambiara nada entre nosotros. Es una promesa campeón.
Jim sonrió y se recostó en el catre listo para dormir. Eric lo miró por unos momentos más, a su mente vino las memorias de cuando vivió un tiempo con su familia. Recordaba que Jim había sido el padre que tanto le faltó. Este lo arropaba en las noches y le contaba cuentos, historias de sus aventuras, o esa historia del mercader en Bagdad de la cual se llegó a enamorar y ambos platicaban su odio hacía Sherlock Holmes. Los días pasaron y Jim le confesó al pequeño Sebastian su repentina aparición.
— Tengo que matar a tu papá.
— ¿Por qué? —cuestionó extrañado.
— Tu padre cometió ciertas faltas a mi confianza.
— Entiendo. Él pensó que realmente moriste.
— Todos piensan eso, igual de Sherlock.
— ¡¿Sherlock está vivo?! —cuestionó sorprendió.
— ¡Claro! El también fingió su muerte. Dos grandes mentes piensan igual.
— Pero la tuya es superior —aludió con una gran sonrisa.
Jim no evitó una gran sonrisa, se había encariñado con el pequeño, tanto que le había perdonado la vida.
— Sé que pronto tendré que ver a Sherlock. En algún momento volverá en escena y es ahí donde tengo que actuar.
— ¿Cuándo será eso?
— Pronto. Pero de momento, tengo que terminar con tu papá.
— Oh...
— No te notó triste —confesó.
— ¿Tengo que estarlo? —cuestionó curioso.
— Es tu padre.
— Pues, tú en estos días has sido más padre para mí que él.
Jim no pudo evitarlo y colocó su mano sobre la cabeza del niño, revolviendo su cabello. Sebastian sonrió y, por primera vez en mucho tiempo, sintió la paternidad que tanto le faltaba.
— ¿Te gustaría ayudarme, con esto?
— ¿Con lo de mi papá?
— Así es.
El niño se mostró pensativo por unos momentos.
— ¿Involucra también a mi mamá?
— Me temo que sí.
— Pero a ella si la quiero. Nunca me ha hecho nada malo.
— Pero descansara. No tendrá que soportar a tu padre.
Sebastian llevó su pulgar a la boca y lo mordió fuertemente.
— Ella no. Por favor.
Jim suspiró y dio una última sacudida a su cabello.
— Lo pensaré.
El general Moran sabía porque Jim estaba aquí. En veces deseaba ser igual de despistado que su mujer e ignorar que un muerto había revivido para aparecer en su casa y matarlo. Él sabía que tenía que actuar, así que, desesperado tomó su arma y bajó los escalones en busca de su mujer. Un disparó despertó al pequeño, saltó de la cama y fue directo a la planta baja para encontrar la terrible escena de su madre. Jim estaba ahí y había amordazado al general.
— Llevémoslo al sótano —dijo, alterado.
— ¡¿Por qué lo hiciste?! —clamó, casi a llanto.
— Yo no le hice esto a tu madre, fue tu padre. Se dio cuenta de mi plan pero actué antes de que me atacara. Llevémoslo al sótano antes de que reaccione.
Sebastian obedeció y ayudó a empujar la silla, miró de reojo a la podre de su madre y las lágrimas recorrieron sus mejillas. Juró que la vengaría y ello se efectuaría pronto.
Llegaron al sótano, con dificultad lo bajaron y lo colocaron en medio del lugar. Moriarty se acercó a él y con dos fuertes bofetadas lo despertó. El general Moran miraba a todos lados, impactado y desesperado. Enfocó la mirada al frente y miró a Jim y a su hijo. Intentó hablar y se dio cuenta que su boca estaba cubierta en cinta.
— Lo siento Seb, pero lo que me hiciste no tiene perdón. No de James Moriarty. —El general seguía retorciéndose en la silla, buscando escapar de la bien conocida tortura de Moriarty—. He estado pensando en todo lo que te voy hacer... pero, ahora que he convivido contigo y tu familia, he de decirte que tienes, o tenías, una familia encantadora. Te la envidio. Siento que yo no debo ser quien para efectuar mi venganza —dijo mientras le extendía el arma al niño, quien miró sorprendido—. Hay alguien más que la merece que yo. Tómala —ordenó.
El niño tomó la enorme arma e hipnotizado la miro y el general estaba asombrado ante lo que veía.
— ¿Por qué...?
— No preguntas, campeón. Solo acciones.
Sebastian obedeció, difícilmente alzó el arma y le apuntó a su padre, quien comenzó a llorar. Por unos momentos el niño quedó estático, su cuerpo ligeramente empezaba a temblar y su mente se debatió ante lo que hacía. Jim lo notó y se acercó a él.
— Recuerda a tu madre. Yo la iba a dejar vivir, porque fue tu petición. Ahora que viste lo que le hizo, no dejes que la memoria de ella quede en vano. Hazlo campeón, recuerda todo lo que te hizo, recuerda lo mal padre que fue. Hazlo. ¡Hazlo!
El pequeño empezó a temblar y el golpeteó del barco lo hizo despertar de su sueño.
Eric miró a todos lados, estaba asustado y colocó ambas manos sobre su rostro para volver en sí. Miró a su padre, estaba tranquilo, durmiendo como si de un bebé se tratase. Se alzó de su camilla y fue junto a él para calmar su miedo. Moriarty sintió la presencia del niño y lo dejó acurrucarse junto a él.
— ¿Otro mal sueño? —preguntó.
— Si...
— Tranquilo campeón, nada de lo que sueñes es real —dijo, sin saber que sus sueños habían sido reales.
— Papá.
— ¿Si?
— Te quiero mucho.
— Yo también campeón. Yo también.
Molly aun esperaba los resultados de laboratorio. Sherlock y John abandonaron Barts para ir a Northampton en busca de los niños. Ambos estaban desesperados, ansioso, querían tener a sus niñas en brazos y decir que todo había sido una terrible pesadilla, pero en el fondo, Sherlock temía no encontrarlos. Llegaron a la residencia que Irene Adler le dio, allanaron la casa y al entrar vieron una decoración de muebles antigua, pero no había rastro de nadie.
— Iré al segundo piso —dijo John, y subió a toda velocidad los escalones.
Sherlock se dispuso analizar el lugar, en busca de cualquier pista u algo, pero nada. Todo era ordinario.
— ¡No hay nada! —gritó el doctor.
— ¿A dónde pudieron haber ido? —preguntó alterado Mycroft.
— No lo sé... no lo sé...
— ¡Piensa!
— ¡Por un demonio Mycroft eso hago! —exclamó mientras golpeaba su cabeza.
Repentinamente el detective se detuvo y como si un rayo de luz le iluminara recordó la casa Jones, no estaban lejos de ahí, salió de ese lugar y fue corriendo hacía esa calle que ya había visitad. Mycroft y John se le unieron en la carrera y a los pocos minutos alcanzaron al detective.
Sherlock llegó a ese lugar, que seguía tal cual lo había visto hacía meses. Le importó poco perturbar la paz de los vecinos y varias patas abrieron la puerta. Fue el primero entrar a la casa.
— ¡¿Bell?! —gritó. Pero no hubo respuesta.
Detrás de él llegaron John y su hermano, este último sintió el peso de la culpa al ver ese lugar.
— ¡¡Bell!!
— No están —soltó John, angustiosamente.
Sherlock siguió adentrándose hasta llegar a la sala principal y, para su sorpresa, miró en la pared algo que lo dejo helado: "¿ME EXTRAÑASTE? Yo sí. Te vemos en Sherrinford."
— ¿Sherlock? —cuestionó su hermano al verle así.
Los dos se acercaron a él y miraron lo que lo había dejado petrificado. Tanto John como Mycroft se unieron al sentir de Sherlock ante ese grafiti amarillo en la pared. El detective bajó su mirada y distinguió al señor conejo en el suelo. Se acercó al peluche y lo tomó, le abrazó con gran fuerza y no pudo evitar que unas cuantas lágrimas cayeran. Quería a su pequeñita, la quería ahora, pero era imposible.
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