
Capítulo 3: El Vuelo del Quetzal
HUMANIDAD CORROMPIDA
CAPÍTULO 3: EL VUELO DEL QUETZAL
El Vuelo del Quetzal.
—Es una organización —explicó Dazai, cuando le pregunté al jefe si hablaba sobre algo metafórico o literal.
Hacía casi un año desde que fuimos nombrados ejecutivos de la mafia, y sus expresiones habían endurecido desde entonces. La forma redonda y casi adorable de su cara se alargó y afinó sus facciones, dejó crecer su cabello y sus rizos caían despeinados sobre sus orejas, su sonrisa ya no era tan radiante y abandonó los frenillos. No podía llamarlo "madurez", no si ahora en verdad parecía un pez muerto.
Lo único que seguía igual era el abrigo que le dieron al unirse a Mori, y esas vendas que cubrían las mismas zonas de siempre. Cuando estaba cerca, todavía percibía el aroma a narcóticos y a su perfume amaderado, siendo acompañados a partir de entonces con un leve toque de whisky. Luego de mudarme a un departamento más grande, sus visitas a mi casa se intercalaban con salidas al bar con sus amigos, un día ellos y un día yo.
—Su huella ha sido vista en una serie de asesinatos y casos que han alterado a gobiernos enteros —continuó. Yacía de pie junto a mi silla, con la vista fija en alguna estantería o cualquier otro punto que no fueran los ojos de nuestro líder—. Yokohama, y por tanto Japón, no ha sido la excepción. Si nos encontramos aquí, debe ser porque suponen que siguen estando en el país... No. Siguen estando.
Así que de eso se trataba.
Hacía tiempo que no teníamos una misión en conjunto, tampoco una tan tediosa como para estar en junta por más de una hora. A diferencia de otras veces, la estrategia y las aclaraciones serían impuestas por el jefe.
—Por supuesto, no te equivocas —dijo él, de hecho. Parecía harto por semejante idea, yo me había acostumbrado—. Si bien sus propósitos siguen siendo un misterio, nada bueno puede venir de alguien que asesina para conseguirlos. Así que es nuestro deber acabar con ellos primero, si no queremos que nuestra gente sufra las consecuencias por dejarlo pasar.
Pensé que era la cosa más contradictoria que hubiese dicho.
No dije nada y tomé la carpeta que se nos brindó con anterioridad, dispuesto a oír el plan.
—Me han hecho llegar información de confianza en donde confirman que el líder y su mano derecha están hospedados en el hotel Oakwood —siguió Mori con las manos cruzadas sobre la mesa—. Esta noche, habrá una fiesta por el cumpleaños del gerente, así que les conseguí invitaciones.
No necesité escuchar más para odiar la idea.
No es como si detestara ir a un evento nocturno, estar con Dazai hasta altas horas o trabajar fuera del horario común. La tensión de mi cara se debió a que la pequeña Elise no se había quedado fuera de las instrucciones, dibujando con detalle (dentro de las capacidades de una niña de su edad) el conjunto formal que pedía que vistiéramos.
Y habría sido fácil fingir demencia, cerrar la carpeta, aceptar y tomar uno de mis trajes favoritos, si no fuera porque el roce de una corbata en mi hombro me hizo saber que Él estaba echando un vistazo también.
Silbó y lo odié más que la noche en la que me presumió ser el ejecutivo más joven de la Port Mafia, decidiendo ignorar que lo único que nos separaba eran un par de semanas.
Cerré de golpe el informe.
—Elise-chan se tomó la libertad...
—¡Un corsé! —Interrumpí, asqueado. Dazai agregó que no olvidara la camisa roja y me dio un tic ansioso en el ojo—. ¿Saben lo horrible que es usar uno? ¿Conocen los riesgos, el reacomodo de órganos y las muertes de mujeres que provocó por la presión?
Por supuesto que lo sabían. Eran más inteligentes que yo, al menos en ese campo. De hecho, sonrieron, despreocupados, y les pareció lo más irrelevante del mundo, pues continuaron con la sesión.
—Su misión es conseguir más información y acabar con el representante de su movimiento, sea como sea.
—Hecho.
Todo acabó únicamente después de que Mori se pusiera de pie, aún con su tonta sonrisa y esa fea barba de tres días que se solía dejar por flojo.
...
De esa forma fue cómo terminé en mi departamento, esperando a que Dazai acabara de alistarse porque tardaba una eternidad escogiendo hasta la corbata y el saco más básicos que pudieran existir. Yo moría de hambre, nada más quería llegar a la fiesta para llenarme el estómago de postrecitos delicados y platillos elegantes, o para conocer algún vino nuevo.
—No puedo creer que Elise se haya ensañado conmigo, como para hacerme vestir así —me quejé desde la sala, sentado en el sofá. Me sentía apretujado—. ¿Y por qué tu conjunto es más cómodo? Yo no creo que pueda sacarme esto con facilidad.
—¿Acaso te lo planeas quitar? —Su tono burlón me frustró aún más. Estaba en la habitación de invitados, la que amueblé pensando en él, por mucho que lo negara—. Te quejas tanto para que, al final de cuentas, hayas tenido un corsé en tu clóset. ¿Qué dice eso de ti?
—Que tengo un estilo muy versátil y conozco de moda —me defendí al instante, haciéndolo carcajear.
—Te vistes horrible. No sé de lo que me hablas.
Era fácil para él decirlo. Desde que lo conocí, no había cambiado mucho su estilo de vestir, siempre con sus pantalones oscuros y camisas blancas con algunas variaciones. Y, aun así, tuvo que acercarse a Ango esa tarde para pedirle un traje.
—Estoy usando tu gargantilla —acusé. Él vestía peor, con ninguna propuesta interesante—. Ten cuidado con lo que dices.
—¡Chuuya! —No tuve que verlo para saber la cara de idiota de ojos brillantes que tenía—. No sabía que fueras alguien tan considerado, usando el collar de tu dueño...
—¡Apúrate y cállate!
Gritar era mucho más sencillo que aceptar la razón detrás del sonrojo de mis mejillas o el calor en mis orejas. Tratarlo como siempre era mucho mejor que sentarme y recordar aquella vez que dijo sentir algo por mí, preguntarme por qué no lo había vuelto a hacer desde entonces y si es que esperaba que yo fuera quien diera el primer paso esta vez.
El sofá rechinó cuando me removí, enderezándome mientras jugaba con mis guantes.
Había pasado un año desde entonces y yo seguía recordando la sorpresa que me llevé luego de la confesión. Para aquel tiempo, no había procesado la seriedad que conllevaba sentir todavía interés por él, el hecho de crecer. De saber que un simple interés juvenil ahora era mi primer enamoramiento.
Cuando lo entendí, no supe qué hacer con eso.
El respaldo del sofá se hundió en el instante que Dazai se inclinó a verme. Desde esa posición parecía estar de cabeza. Era chistoso, pude distinguir la existencia de un pequeño lunar en su mentón, la sombra de sus pestañas y las partículas de algodón que le dejaba uno de sus parches.
—Ayúdame con la corbata —pidió.
Fruncí el ceño, confundido. Él sabía muy bien cómo hacerse el nudo.
—Esto es como una salida importante —explicó, presionando su dedo entre mi entrecejo. Su olor a whisky estaba diluido por el detergente de Ango—. Debes de ayudarme a que quede muy bien. ¿O quieres tener a un compañero mal vestido?
Entorné los ojos, poniéndome de pie apenas me fue permitido. Total, entre más pronto acabáramos la misión, más pronto podría quitarme mi corsé. Acabaríamos con el Vuelo del Quetzal, como con todos nuestros enemigos.
—Siempre estás mal vestido —mascullé y a él le entró por un oído y le salió por el otro, como de costumbre.
Esa vez, en cambio, mi acusación era mentira. Para no ser de la misma medida del Lentes de Doctor y tener el conjunto un poco ajustado, el color verde aceituna del traje combinaba muy bien con sus ojos almendrados. Pensé en que debería usar color más seguido, algo que le diera vida y luz cada que se viera al espejo o se tomara una fotografía.
Sus dedos tamborileaban en los costados de sus piernas, entre mis dificultades por intentar acomodarle bien la estúpida corbata frente a la diferencia de estatura.
No, no era eso.
Era el hecho de estar compartiendo esa escena, tan cerca sin nuestras bromas molestas o reproches estúpidos, tan cotidiano y casero, tan parecido a un libro de época, tan...
—¿Lo ves? —Habló de nuevo y yo quise golpearlo. No quería que las manos me temblaran más por sentir la vibración de su voz—. Podemos tener una relación no abusiva en donde no me pegues...
Apreté la corbata alrededor de su cuello, haciéndolo gimotear.
—Vuelve a decir algo así y te cuelgo del techo —amenacé. ¿Qué le pasaba por la cabeza, hablando con doble sentido en medio de uno de mis escenarios ficticios?
Tosió.
—¡Eres tan considerado!
Su voz ronca me causó gracia y lo dejé atrás, encaminándome a la puerta después de tomar mi abrigo. Esa noche hacía frío y, por muy ebrio que me fuera a poner al final de la misión, no quería enfermarme. Era de las peores cosas teniendo a ese hombre cerca, parloteando e intentando no incendiar el edificio por hacer una sopa de pollo.
—Te ves bien.
—Lo sé. Tú también.
No sé con exactitud quién hizo el primer cumplido, una vez estuvimos en el pasillo que nos llevaría al elevador. No recuerdo, pero no importa. El efecto y el punto eran los mismos, un comentario dicho al aire que no esperaba mayor retroalimentación porque eso es lo que éramos en aquellos años. No necesitábamos más para instalarnos dentro de las memorias del corazón del otro.
Tras ese breve intercambio de palabras, nos dirigimos al hotel en silencio.
Más allá de la fiesta y de intentar encontrar a los hombres que entraran dentro de los perfiles que nos brindó Mori, no había muchos detalles. ¿Cómo conseguiríamos la confianza del jefe y mano derecha de la organización enemiga? Ni idea. Confiaba en mi compañero y en que él supiera cómo.
—Ya veremos hacia dónde nos lleva la noche —respondió con despreocupación justo cuando le pregunté, al ser dejados pasar al gran salón por mostrar la invitación.
Me quejé.
Confiaba en él, sí. Sin embargo, también era impaciente.
—¿Por qué haces berrinche?
—¡No estoy haciendo berrinche! —Exclamé, ofendido.
—Claro que sí —quizás tenía un poco de razón. Me tendió una pequeña colección de post-it—. Aprende a canalizar tus emociones. Escribe aquí cuántos hombres y mujeres ves, las cosas rojas, las ventanas...
Le arrojé las hojas a la cara. Él no hizo nada más que reír, con la nariz rosa.
Quién sabe desde cuándo cargaba consigo esas cosas para nada más hacer un chiste tan tonto.
El lobby y el restaurante del hotel fueron separados para los invitados. La mesa de regalos era incluso más grande que la de nuestro jefe en su último cumpleaños, y la de postres estaba rodeada de personas en medio del mayor cotilleo de sus vidas. La barra de bebidas tenía a gente mayor que prefería la paz de la soledad y la buena música en vivo: baladas de estilo blues.
Sabía que a Dazai le gustaban esas canciones, y él sabía que me daban sueño a menos que fueran baladas de rock con influencia de blues, por mucho que le parecieran lamentos de un perro herido o maullidos de un gato en celo.
—Bueno, dame la mano.
Estábamos parados en una esquina del restaurante, lejos del ruido y para evitar ser escuchados; no obstante, no dudo que algunos hayan logrado percibir mi sorpresa cuando respondí que debíaestar loco si pensaba que entraríamos así.
—La carpeta decía que mantuviéramos un perfil diferente al común —respondió, y yo dudé en cada una de sus palabras por mucho que su expresión se mantuviera serena—. ¿Qué puede ser más diferente que agarrarnos de la mano?
La vena en la frente me iba a explotar.
No podía con la gente que actuaba como niños chiflados y mentirosos. No podía con Dazai porque todo se volvía más difícil, más aún si no sabía si me usaba para algún plan. Y no podía con Dazai pidiéndome que lo tomara de la mano.
Porque, si hay un Dios que todo lo ve, debe saber muy bien que era una línea que nunca habíamos cruzado. Forcejear y retarnos a escasos centímetros era muy diferente a presentarnos como pareja, ¡y era peor para mí, para mi desesperado y confundido corazón!
—Dámela tú a mí —reté con la única carta que tenía.
Y él la extendió, como si nada. Como si el día anterior no hubiéramos fingido estar a punto de vomitar del asco porque Elise nos hizo jugar con ella a la familia, debido a que su querido "Rintarō" estuvo ocupado en unos pendientes con Kōyo.
Le exigí que, llegando a mi casa, me mostrara el lugar exacto de los papeles en donde dijeran semejante barbaridad y lo prometió a tiempo para que yo aceptara tomarla.
Aunque no me resultaba malo, parecía irreal que el espacio que solíamos dejar desapareciera en una noche así. Sentía su pulgar hacer cosquillas en mi muñeca, donde el borde del guante terminaba, y el resto de sus dedos apretujar los míos con suavidad. Hasta podía percibir la marca de uno de mis anillos favoritos en su meñique, incapaz de habérselo podido poner en el anular.
La pesadez y calidez de su mano sobre la mía era un sueño que, incluso con mis guantes interponiéndose al roce de piel con piel, resultaba como los primeros rayos de sol por la mañana o como la abrasadora sensación de despertar bajo cientos de mantas en una mañana de invierno.
Era extraño. Jamás imaginé que estaríamos en un lugar como ese, entrelazados de manos y caminando entre la muchedumbre que disfrutaba de la música y maravillosas delicateses.
Vale la pena aclarar que, a pesar de que no me enseñó ningún papel, creo que esos fueron de los pocos momentos agradables de aquella velada. Todos aquellos en los que estuvimos juntos sin que nada más nos perturbara, en realidad.
—Hay tanta gente con un gusto horrible por el mundo —claramente Dazai debía romper el silencio diciendo una estupidez—, y me parece que mucha de ella está aquí. Me temo que por eso todos te ven.
Era un cumplido diferente al anterior.
Algo era diferente en general.
Por inercia, volteé a nuestros alrededores. Sabía que él llamaría la atención, no nada más por lo bien que se veía con el color verde, si no por la cantidad de vendas por todo el cuerpo, así que no me sorprendí porque hubiera algunos interesados.
—Te están viendo a ti —objeté.
—No —respondió al instante. Su rostro seguía igual de apacible que de costumbre en las misiones—. ¿Debería decirles que tu cintura no es así?
Eso me ofendió.
—¡Eso es tan falso! —Protesté y le propicié un codazo—. Mi cintura se ve bien con o sin esta aberración hecha en contra de la humanidad.
—Eso no lo saben ellos.
Y luego algo me hizo clic, algo que me hizo reír por lo patético que podía llegar a ser el Prodigio Demonio de la Port Mafia cuando se lo proponía. Porque eso no podía ser cierto. No podía en verdad molestarse por algo tan simple como no ser el centro de atención de las miradas cuando, en general, le gustaba pasar desapercibido.
—Estás celoso —concluí con una sonrisa.
Se le crispó la cara, con un tic similar al que tuve durante la tarde y una mueca que denotaba cómo detestaba que mi sentido de deducción no fuese tan malo como él imaginaba. Contenía sus pensamientos para que su boca no fuera más rápida que su cabeza, queriendo ahorrarse la vergüenza de una posible (segura) burla de mi parte.
Llegamos a la barra de bebidas y, a exigencia mía como único requerimiento de aceptar la misión (no tenía opción, en realidad), pidió un Tom Collins en vez de su típico y apestoso whisky.
—Un perro con dueño no debe de menearle la cola a otras personas —aclaró, al breve instante de yo pedir una copa del mejor vino y que el barista se retirase—. Es una falta de respeto. Roza en la infidelidad.
Dazai no se sentó en los banquillos altos como yo. Por fin estaba a su altura y, por mucho que no debería causarme gracia porque seguía en crecimiento, lo hizo. Todo me pareció aún más divertido por saber que se sintió celoso, así que no me centré en algo tan banal como mi altura.
Nuestras manos acabaron sobre la barra, todavía entrelazadas y con un movimiento más natural a cuando íbamos caminando. Parecían un nudo.
Una persona se sentó a mi lado.
—No ando meneando la cola para otras personas —me defendí entonces. Ya era momento de parar con esas acusaciones—. Es más, dudo que siquiera alguien del trabajo tenga planeado acercarse a mí, si te pones a decir esas barbaridades.
—Como debe ser —arremetió igual, queriendo ganar—. Es como orinarte.
Estrellé su lado del nudo contra la barra, asqueado por lo corriente que llegaba a sonar cuando se expresaba de esa manera. Logré que se quejara, adolorido al fin por uno de mis ataques.
—Revísate eso. No es normal —advertí. El barista llegó en compañía de nuestras bebidas y fue hasta entonces que nos soltamos—. Creo que tienes un fetiche con tratar a la gente como perro...
—Con tratarte a ti como perro —me corrigió, aceptando su destino.
—Si tienes algún vacío que sanar —seguí hablando porque era mejor eso que golpearlo (o sonrojarme, aún no entiendo si fue un coqueteo o insulto)—, te recomiendo no usarme para eso. Suficiente tengo con ser tu pareja de...
—¿Tratar a la gente como perro?
Una tercera voz, proveniente del desconocido junto a mí, me interrumpió.
Mi inconsciente tuvo que percibir lo extraño que era el tema, pues, por mucho que fui consciente de nuestro alrededor, pegué un brinco en mi lugar como si hubiera sido descubierto haciendo algo malo.
—¿Eso es común en este país?
Dazai y yo giramos a verlo.
Era un hombre albino, apuesto, alto, con incontables pecas y los irises rosas.
La repentina seriedad de mi compañero me hizo comprender frente a quién estábamos sentados.
La mano derecha del Vuelo del Quetzal.
José Emilio Pacheco.
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