Stella se detuvo para enjugarse el sudor de la frente con un inmaculado pañuelo. El vapor que hacía el recorrido diario desde el continente la había dejado en Nantucket al mediodía y no había encontrado a nadie que la llevase.
Por un momento se arrepintió de no haber anunciado su llegada, pero tenía sus motivos. Sacó la hoja del ajado periódico que guardaba desde hacía meses junto a las cartas que había intercambiado con William Endicott, farero de Great Point.
―¡Señorita Robbins! ―oyó a su espalda, dio media vuelta y colocó la mano a modo de visera.
―Gracias a Dios que la encuentro. El señor Endicott me envía a buscarla ―explicó un muchacho que conducía una destartalada carreta.
―¿Y cómo sabe el señor...?
―Es un sitio pequeño. Suba ―dijo el muchacho ofreciéndole la mano.
Stella respiró hondo mientras las chillonas gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas y la carreta descendía por un angosto camino en dirección al mar, cerró los ojos y dejó que el olor a sal inundara sus fosas nasales.
Cruzaron una diminuta playa rodeada de rocas en las que las olas rompían con estruendo. El faro se erguía sobre un pequeño acantilado cubierto de densa hierba verde. Las nubes grises presagiaban tormenta, pero la exigua luz del atardecer las teñía de colores que iban desde el ocre al anaranjado.
―Es un lugar precioso...
―En invierno cuando sube la marea no es posible llegar al faro.
Stella se dijo que no le importaría pasar allí el invierno aunque quedase incomunicada.
El camino serpenteó bordeando el acantilado y Stella vislumbró a un hombre de pie junto a la entrada. Era más alto y algo más joven de lo que había imaginado. Bajó de la carreta sin ayuda.
―¿Señorita Robbins?
―Señor Endicott. Bien, supongo que querrá saber qué hago aquí.
―Puedo hacerme una idea ―afirmó esbozando una sonrisa que desvelaba unos profundos hoyuelos.
Stella se ruborizó.
―Usted solicitaba una esposa en su anuncio, y seis meses de cortejo por carta estimo que son suficientes, a no ser que se esté usted carteando con otras mujeres, en cuyo caso nuestra relación habrá terminado. Detesto la mentira, señor Endicott y he venido con la intención...
―Puede llamarme Will ―la interrumpió aun sonriendo.
―Bien, quisiera dejar algo claro.
―Adelante.
―Usted no es lo que esperaba.
―Es posible.
Stella gruñó de impotencia.
―Sin embargo, estoy dispuesta a reconsiderarlo si promete ser sincero. He pensado que tal vez podría procurar mi alojamiento unos días en Nantucket, dado que mi reputación va a quedar en entredicho a partir de hoy es lo menos que puede hacer. Si le parece podríamos vernos cada día e intentar conocernos mejor. Supongo que no me costará constatar la verdad ―aseveró extendiendo su mano hacia él.
Will estrechó su mano y la contempló un momento. A Stella le dio la sensación de que sonreía sin hacerlo.
―¿Va a decirme de una vez qué es lo que opina?
―Opino, señorita Robbins, que no la dejaría escapar por nada del mundo ―afirmó sin soltarla.
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