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Capítulo XX. La Base Secreta

—¡Rápido traigan agua y el estuche médico! —les ordenaba el señor a los soldados.

Nos tiramos en el piso, nuestra ropa y piel estaba llena de sangre; no logramos entender que había pasado. Los gritos de Lydia eran desgarradores. Despertamos en otro infierno, una vez más.

—Pobres niños, apenas los habíamos conocido —pensaba.
—¡Déjenme morir! ¡Quiero morir! —demandaba Lydia.

Los soldados nos revisaron, limpiaron y curaron nuestras heridas. Ella tuvo que ser sedada para que pudiese descansar. Nos ayudaron a pasar por una puerta más, la cual, daba pie a un centro de mando acoplado a las circunstancias. Lo único raro era ver las lámparas en pleno pasillo, de ahí en fuera, todo lo demás había sido cuidadosamente ajustado.

El señor que nos recibió en la puerta no se veía tan mayor. Al principio pensé que era un militar, llevaba una bata blanca, una camisa bastante arrugada y tenía su brazo izquierdo inmovilizado, sin embargo, su físico lo hacía ver cómo una estrella de cine. Aparentaba una total serenidad, como si no se hubiese enterado del horror que acabamos de vivir.

—Hola, mi nombre es el profesor Maximiliano Rojas. ¿Te sientes bien, no tienes alguna molestia? —me preguntó con calma.
—No, está no es mi sangre —le dije desconcertado.
—Entiendo, ¿ustedes muchachos? , sienten algún dolor —dirigiéndose a Alex y a Jorge.

Ellos no respondieron, Alex estaba con la mirada perdida, sin reconocer lo que acababa de presenciar.

—Entiendo que no es un buen momento, tenemos unas camillas por si requieren descansar.
—¿Pero esas cosas? ¡Están allá afuera! —le reclamó Alex.
—Están a salvo amigos, les prometo que esta base está reforzada, han tratado de entrar pero es imposible. Estos muros pueden soportar un ataque aéreo.
—¿Soportan estar de cabeza? —preguntó Alex.
—En especial de cabeza, solo hay un piso en la superficie y tres subniveles ¿cuál es tu nombre?
—Alexander, él es William y él es Jorge. La muchacha que sedaron es Lydia y no va ser tan fácil hablar con ella.
—Descuida, lo que importa es que llegaron a tiempo. Es muy difícil que alguien sobreviva allá fuera durante la noche, vayan a descansar, el sargento Hicks los guiará.

El profesor Rojas ingresó a otro cuarto al final del pasillo, dejándonos en compañía de los soldados.

—De este lado por favor —dijo Hicks, ayudándome a ponerme de pie.

Los soldados asistieron a Jorge y Alex quienes apenas se pudieron levantar; los tres estábamos moribundos. La idea de una cama sonaba excepcional. Nos llevaron a una pequeña habitación, donde había cuatro camillas. Nos acostamos como si nos hubieran disparado en la cabeza, cayendo en un sueño profundo.

Los tres sujetos estaban viendo hacia una pirámide de más de sesenta metros de altura, ubicada en medio de la selva. El cielo era rojizo y las nubes creaban enormes espirales. En la punta del monumento se encontraba esa sombra, la cual parecía estar estudiando cada uno de sus movimientos. —¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?
La sombra comenzó a bajar las escaleras, pero aún era irreconocible...

(Día 6. Zona X)

La puerta de nuestra pequeña habitación estaba abierta, podía escuchar la voz de alguien del otro lado. Estaba acostado boca arriba con la mirada perdida. —Otra vez aquel sueño, ¿será obra del espectro? ¿De mi imaginación?—; cada vez más me siento menos cuerdo, creo que lo mejor es ignorarlo —pensé—. Decidí salir e investigar, la voz se oía un poco más clara, era el profesor Rojas. Había una cortina azul del otro lado de las computadoras y equipo de laboratorio; tuve que rodear todo es cochambre para llegar con él.

—Todo estará bien, te prometo que encontraré la forma de traerte de vuelta, descansa.

El profesor salió por el visillo y se percató al instante de mi presencia.

—¡Ah!, hola William, que bueno que despertaste, vaya que sí estaban cansados.
—¿Con quién hablaba profesor?
—Max, puedes decirme Max. Me temo que eso es una plática para otra ocasión William. No tengas pendiente, todo está bajo control. Deberías venir conmigo a la cocina. Sé que debido a estas circunstancias, es difícil sentir hambre o sed, sin embargo creo que tú y tus amigos deberían comer algo.

No le hice más preguntas, simplemente lo observé y le hice un gesto afirmativo. Su tranquilidad era casi imposible de creer, me hacía sentir como si todo estuviese normal.

—¿Por qué no vas y despiertas a tus amigos?, trataré de convencer a la señorita Lydia si desea acompañarlos.
—Está bien —le contesté.

Me dirigí nuevamente a la habitación. El profesor ya había desaparecido por una de las puertas del lugar. A veces sentía que la base estaba abandonada, por el poco personal para gestionarlo. No reconocía dónde estaba ni cómo procesar todo lo que nos ha sucedido en estos últimos días, simplemente me estaba dejando llevar por todos estos sucesos, me sentía en automático. Espero que ninguno de los tres caigamos en depresión.

Al llegar al cuarto, Alex estaba sentado en su cama, mientras que Jorge roncaba como puerco en lodo.

—Buenos días —le dije.
—Hola Will —me contestó con una voz frágil.
—El profesor, perdón, Max, tiene preparado el desayuno y dijo que deberíamos comer aunque no tuviéramos hambre.
—Sí, creo que es buena idea.
—¿Qué hacemos con Jorge?
—Hay que despertarlo.

Alex movió a Jorge vigorosamente.

—Jorge, despierta.
—¿Qué? —dijo aún medio dormido.
—Hay que desayunar, ¡vamos! —le insistió.
—Diez minutos más por favor y no tengo hambre.
—¡Vamos levántate! —le ordené sacudiéndolo.
—Está bien, está bien, ya voy.

Con una cara que podía pasar por 'muerto viviente' y con los cabellos de punta; Jorge se levantó e hizo su mejor esfuerzo por seguirnos.

—Parece que te llevaron a la silla eléctrica amigo —le dijo Alex.

Los tres nos dirigimos afuera de la habitación, les dije que había visto a Max meterse por la puerta del lado izquierdo; olía muy rico desde que salimos.

—¿Max? —pregunté.
—Aquí dentro William.

La cocina estaba acondicionada al igual que el centro de mando. Vimos que todas las instalaciones anteriores seguían en el techo y que tenían que usar tanques de gas para cocinar.
Los cuatro soldados que nos recibieron, desayunaban al fondo, en una mesa redonda. Todos nos voltearon a ver en cuanto ingresamos. Los saludamos en voz baja y nos acercamos a Max.

—¡Me alegra verlos por aquí!, por favor tomen asiento, los cadetes ya terminaron.

El profesor estaba preparando unos huevos revueltos con tocino. Me sorprendí al no sentir nada de hambre con aquel delicioso aroma, por lo general, mi apetito se disparaba instantáneamente, pero no en esta ocasión. Los cadetes se pusieron de pie para que pudiéramos sentarnos y nos desearon buen provecho. Max nos trajo un platillo muy bien preparado, con el tocino de un lado y los huevos revueltos acomodados del otro. El pan estaba tostado de tal forma, que solo podían verse unas suaves rayas cafés, con unas cuantas especias encima y una diminuta flor en la parte superior. —Parece sacado de una revista —pensé.

—¡Qué atención al detalle! —dijo Alex.
—Muchas gracias, hago mi mejor esfuerzo por tratar de despertarnos las ganas de comer, pero no ha funcionado —nos dijo.
—¿De dónde obtuvieron estos insumos? —preguntó Alex.
—Tenemos un almacén bien abastecido en el subnivel tres —nos dijo Max orgulloso.

Incluso Jorge, quien solía comer enormes cantidades de comida, parecía estar frente a un plato lleno de vegetales. Solo lo analizaba una y otra vez, sin probar bocado.

—Deben comer, eso les dará mucha energía, se los aseguro. Traté de convencer a la señorita Lydia, pero tenían razón, no es fácil tratarla. Me temo que sigue en shock —nos comentó.
—Sí, lo sabemos —le recalcó Jorge.

Me sentí revitalizado al terminar el desayuno, como si alguien me hubiera oprimido el botón de encendido. El profesor tenía razón, me sentía mucho mejor y hasta un poco optimista; a pesar de la tragedia que vivimos ayer.

—Max, ¿puedo preguntarte algo?
—Sí, lo que sea.
—¿Dónde estamos? ¿Y cómo es que este lugar está adaptado las circunstancias?

Max se cohibió un poco por mi pregunta, pero me contestó alegre:

—Estamos en el Bosque Nacional Hoosier, a unos cuantos kilómetros de Indianápolis, nos tomó un par de días en modificar y adaptar la base. Por desgracia, tuvimos razón sobre nuestras teorías.
—¿¡Cómo llegamos tan lejos!? —exclamé.
—Un momento, ¿quiere decir que ya sabían lo que iba a ocurrir? —le preguntó Alex.
—Solo teníamos algunas hipótesis y evidencias, pero nada que nos prepara para este escenario. Llegué hasta el Pentágono junto con mi colega, Julia Peril. Persuadimos al presidente que alertara al mundo de su inminente destrucción, pero no fue nada fácil. Cuando decidieron creernos, era demasiado tarde.

—¿Dónde está el presidente? —le pregunté.
—Lo llevaron a otra base secreta, solo en caso que tuviésemos razón. Desconozco si logró sobrevivir o no. La Profesora Peril fue quien interpretó una profecía escrita en latín; prediciendo todos los sucesos que han ocurrido hasta el día de hoy. Le debo mi vida.

Los tres intercambiamos miradas.

—¿Dónde está su compañera profesor? —le preguntó Alex.

Max bajó la mirada y cerró sus ojos; al parecer esta pregunta le afectaba.

—Inconsciente y bajo supervisión.
—¿Está aquí? —le pregunté.
—Sí, detrás de la cortina de donde me encontraste hoy. Pero les pido que no vayan, está bajo unas circunstancias muy delicadas.
—Lo lamento.
—No tengas cuidado.
—Profesor, esta profecía, que su compañera interpretó, ¿dónde venía escrita? —le preguntó Alex.
—¿Por qué?
—Hace un día, encontramos un extraño pedazo de papel, con algo escrito en latín —le dijo.

Los ojos del profesor se iluminaron, parece que le habíamos dicho que le habíamos comprado un auto nuevo o algo por el estilo.

—¿Dónde lo encontraron?, ¡¿lo tienen?! —nos dijo entusiasmado.
—Sí, en mi mochila, lo encontramos mientras estábamos en el túnel —le dijo Jorge.
—Tráemelo al centro de operaciones, les mostraré algo, ¡de prisa!

Los cuatro fuimos con Max de regreso al centro de operaciones, ahí se encontraban los soldados monitoreando las computadoras. Corrí por el papel que estaba dentro de la mochila y se lo llevé al profesor.

—Es este Max —le dije.
—¡Sorprendente!, es idéntico, ¿cómo es que lo encontraron?
—Es una larga historia, pero apareció de la tierra, como si estuviese destinado a nosotros —le dije.
—¡No lo puedo creer!

El profesor examinó el papel durante un minuto, después quitó una sábana; la cual cubría una mesa redonda. Ahí se ubicaban más pedazos como el que habíamos encontrado, pero estos estaban unidos, como un rompecabezas formando un círculo. Con mucho cuidado, colocó el papel que encontramos en la parte inferior. Embonó a la perfección con el resto de las piezas, pero al parecer, faltan dos más para completarlo.

Los cuatro soldados se acercaron curiosos a la mesa, mientras que Alex y Jorge estaban igual de perplejos.

—¿Cómo es que tiene más pedazos como este? —le preguntó Alex.
—La Profesora Peril y yo los encontramos mientras realizamos nuestras expediciones en distintas pirámides del mundo, pensábamos que nunca encontraríamos las últimas tres.
—¿Qué significa todo esto? —le pregunté.
—Está es la profecía que Julia interpretó, este nuevo pedazo dice:

"... ex uno valore ex his electi sunt leniret furorem ..."

"...el valor de uno de los elegidos para calmar la ira..."

—Sigue incompleta —dijo el profesor.
—Aún no logro entender —le dije.
—Si Julia tiene razón en su teoría, la primera parte de la profecía habla sobre todas estas calamidades, la gravedad y la criatura que los atacó. La última parte revela cómo los elegidos pueden detener la furia de nuestro planeta y salvar lo que queda de la humanidad.
—¿La furia del planeta? —preguntó Alex.
—Así es, nuestro planeta ha sido el causante de todo esto, se reveló ante nosotros. Utilizó a las pirámides más importantes del mundo como antenas receptoras, para lanzar una señal alrededor del globo terráqueo, ocasionando fallas gravitacionales. Aún sigo sin entender cómo eligió a unos cuantos para sobrevivir, pero, según Julia, la respuesta está en esas dos últimas piezas del rompecabezas.

—Pensé que el principal enemigo iba a ser alguna alienígena o fuerza superior, pero no. No era nada más y nada menos que nuestro propio planeta —me dije a mí mismo—. Max mencionó algo sobre las pirámides del mundo—, ¿Tendrá algo que ver el sueño que he tenido últimamente? —me pregunté.

—Profesor, no sé usted pero mis amigos y yo estamos dispuestos hacer lo que sea para patear traseros, así sea el de la tierra misma —dijo Jorge con total seguridad.

—Vaya, vaya, me encanta la actitud de este muchacho.

Los tres brincamos al escuchar esa voz, volteamos a ver a todos lados pero no había nadie.

—¡Hey!, aquí arriba amiguitos.

Por si las cosas no pudieran ponerse más extrañas, en el techo apareció un joven afroamericano, con sus brazos cruzados y una enorme sonrisa, pisando normal, como si el cambio gravitacional no le hubiera hecho ningún efecto.

—¡Ah!, chicos les presento al Capitán Steven Dillinger o 'Steve' como prefiere que le digan.
—¡¿Vamos a patearle el culo a la madre naturaleza o que chavos?! —dijo sonriente.

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