Capítulo XIX. El Bosque Invertido
(Día 5. Zona X)
Me encontré merodeando por la cueva junto con Alex, nunca había explorado algo tan enorme, las estalactitas parecían montañas puntiagudas, eran impresionantes.
—¿Alguna vez habías visto algo así? —le pregunté.
—Solo en los libros de geografía —me contestó.
—Sí, yo igual, ¿tienes alguna idea de dónde estamos? ¿Si hay posibilidad de una salida?
—Me parece que sí, la cueva me da una buena espina.
—¿Por qué?
—Las cuevas pudieron haber sido creadas por ríos de lava, movimientos telúricos o por la pequeña cantidad de acidez que hay en el agua, que en general llegan a la superficie, solo espero que esta no sea tan grande como 'Mammoth Cave'...
—¡Eso no lo sabía! —le contesté.
—Lo único que me sorprende es que no he escuchado ningún murciélago. Si hubiera una salida, esto estaría repleto de ellos y de sus deshechos —me dijo.
—¡Qué asco!, ¡qué bueno que no hay nada de eso! —le dije.
Nos reímos, después hubo un pequeño silencio incómodo entre los dos, apenas me di cuenta que no habíamos tenido un momento para platicar él y yo desde la oficina. Decidí romper el silencio.
—¡Eres toda una enciclopedia, estoy feliz que estés aquí conmigo!
Alex me miró y me dio esa sonrisa de dientes perfectos, yo me sonrojé un poco, estaba un poco apenado por lo que había dicho. —¿Qué estoy diciendo? —pensé.
Los ronquidos de Jorge hicieron que volteáramos a ver a los demás. Todos los niños estaban a su alrededor, incluso Lydia estaba recargado en él. Decidí desviar el tema a otra cosa, me estaba dando una ligera taquicardia y una sensación en el estómago. No quería sentirme mal aquí.
—Jorge hizo un estupendo trabajo, ¿no crees? —le pregunté.
—¿Will?
Alex me seguía mirando, yo no estaba seguro cómo reaccionar. La taquicardia regresó, mi cuerpo se estremecía —¿Será posible que esto que sentía? ¿No era uña malestar?
—¿Si? —le pregunté.
—Solo quería decirte que...
Se escuchó algo por la entrada de la cueva, Alex y yo volteamos a ver para prestar mayor atención. Era un rugido muy familiar. Los dos permanecimos respirando, observando el lugar de dónde provenía, sin decir nada.
—Corran —dije casi suspirando, sin poder gritar.
El rugido se hizo más y más grande. Tomé aire y volví a gritar.
—¡Corran! ¡Corran! ¡Levántense ahí viene! ¡Alex ayúdame con los niños, de prisa!
Todos se pusieron de pie, los niños comenzaron a gritar. Jorge ayudó a Lydia, yo tomé a Gregory y a Leo del brazo para apurarlos, mientras que Alex le ayudaba a Billy y a Pedro. Una vez más estábamos corriendo por la inmensa grieta.
—¡Esos son los rugidos que escuché en el cielo, aquella ocasión! —gritó Lydia alarmada.
—No quieres saber qué es lo que los provoca —le dijo Jorge mientras corría.
—Niños no se detengan y no vean hacia atrás —les dije.
Los pequeños no podían parar de llorar y Jorge no pudo hacer nada esta vez para calmarlos. Pude ver que a unos cuantos metros, había una luz, afortunadamente Alex tenía razón sobre las cuevas.
—¡Miren! ¡Una salida!
—¡Dense prisa! —grité.
Al salir, dimos con un bosque. Los árboles parecían haber soportaron la fuerza de gravedad, al ser sujetados por sus raíces. Veíamos los troncos frente a nosotros y las ramas por debajo; estaba a punto de anochecer. Los rugidos resonaban por la cueva a nuestras espaldas.
—Debemos saltar hacia las ramas de los árboles —exclamé.
—¿Estás loco? ¿Y a dónde nos llevará esto? —preguntó Lydia apurada.
—¿Tienes una mejor idea?, debemos bajar a las ramas y avanzar por dentro de ellos, ¡ahora! —le ordené.
Lydia accedió. Entre Alex, Jorge y yo, comenzamos a ayudar a los niños a subir a las ramas.
—No llores, todo estará bien, hay que escondernos, eso es todo —les dijo Jorge.
Pero los niños sabían que algo muy grande y peligroso venía rumbo a nosotros.
—¡Bajen un poco más! ¡Sigan avanzando a otro árbol! ¡No se detengan hasta que yo les diga! —les dije.
Alex, Jorge, Lydia y yo nos metimos a las ramas después de ellos y comenzamos a saltar de árbol en árbol, podíamos ver que el atardecer quedaba bajo nuestros pies, produciendo un arrebol, que en cualquier otra situación, lo hubiera considerado hermoso.
—Si llegásemos a caer, sería nuestro fin —pensé.
Los árboles tras nosotros se estremecieron, dejando caer mil troncos hacia aquel atardecer iluminado.
—¡Alto! —les dije a todos.
—Está aquí —dijo Alex.
—Ni un sonido, ¿de acuerdo?
Las ramas de los árboles y el anochecer no permitían ver aquello que se escondía entre las hojas. Escuchamos sonidos arriba, abajo y a lado de nosotros; obligando a los niños a protegerse, aferrando sus caras en los troncos. No sabíamos cómo íbamos a salir de esta.
—Avancen con cuidado —les dije.
—Esto no me está gustando nada —dijo Jorge.
—Nos está rodeando —dijo Alex.
Avanzamos sigilosamente, uno por uno, pendientes de cualquier movimiento. Hasta que los árboles se volvieron a agitar.
—¡Esperen! —les dije.
Todos nos detuvimos. El chiflido del viento sopló a nuestros alrededores. Nos congelamos junto con el silencio del bosque. Una garra letal apareció detrás del pequeño Billy.
—¡Billy salta! —le gritó Jorge.
Pero fue demasiado tarde, la garra lo tomó y se lo llevó entre las ramas; bañándonos de sus gritos y su sangre.
—¡NO! —berreó Lydia.
—¡Billy! —gritó Jorge y sus demás hermanos.
—¡Avancen rápido! ¡Avancen! —les ordené.
Corríamos por los árboles a gran velocidad sin mirar atrás. Otro de los hermanos, Gregory, tropezó, pero Jorge pudo tomarle la mano. Estaba por caer al vacío.
—¡Sujétate Gregory!
—Ayúdame por favor —le rogaba.
—¡No te soltaré! —le dijo.
Algo pasó tan rápido que tomó a Gregory por sorpresa, haciendo que Jorge perdiera al pequeño.
—¡Dios mío! —dijo Jorge.
—¡Gregory! —gritó Leonardo.
—¡Sigan avanzando! ¡Rápido! —les dije.
Unas alas capaces de tapar el sol, envolvieron al pequeño Leonardo, haciéndolo desaparecer en el bosque. Lydia estaba envuelta en lágrimas, su rostro estaba pálido y no podía contener su respiración.
—¡No se detengan! ¡Sigan avanzando! —gritaba.
Entre el profundo bosque y la desesperanza; estaba por dejarme sucumbir ante aquel monstruo despiadado, sin ningún tipo de conciencia o remordimiento. Sus deseos de matar a quien se le pusiera enfrente eran terroríficos. Hasta que por fin me percaté de unas luces a unos cuantos metros de distancia.
—¡Chicos por aquí! ¡Hay un edificio! ¡Avancen! —les grité.
—¡Ya lo vi, vamos! —dijo Alex.
Jorge estaba tratando de ayudar a Lydia y a Pedro, quienes se estaban quedando atrás. Los tres estaban en shock.
—¡Jorge, Lydia, Pedro!, ¡rápido! —les ordené.
—¡Lydia! ¡Por favor ponte de pie! ¡Ya casi llegamos! —le rogó Jorge.
—¡Nunca debí salir de la casa, pobres niños!, ¡¿qué he hecho?!
—¡Lydia! ¡Debemos irnos ya! —le gritó Jorge.
Él tuvo que tomar a ambos por la fuerza y obligarlos a continuar.
—¡NO! ¡Déjame, prefiero morir! ¡Prefiero morir!—gritaba Lydia.
Pedro estaba llorando, aferrado a Jorge y tratando de avanzar.
—¡Solo un poco más Pedro, no te des por vencido! —le dijo.
Llegamos a un edificio, completamente blanco y con varias luces que parpadeaban a su alrededor, no era muy alto, parecía de un solo piso. Nos subimos a un balcón largo que cubría una enorme puerta automática. Corrí a golpearla y a patearla como si deberás estuviese demente.
—¡Si hay alguien aquí, abran la puerta! ¡Por favor! ¡Abran la puerta! —gritamos Alex y yo.
Jorge por fin apareció de entre las ramas de los árboles, con Pedro y Lydia quiénes seguían lamentándose. Los tres debían saltar para llegar al techo.
—¡Lydia salta! —le dijo Jorge.
—¡Noooooooo! ¡Billy, Leo, Greg! —Se lamentaba, dejándose caer a las ramas.
—¡Lydia! —volvió a exclamar Jorge, quien tuvo que cargarla para poder saltar con ella.
—Pedro, voy a bajar a Lydia, en cuanto suba al techo me das la mano para bajarte ¿está claro?
Pedro estaba horrorizado, tampoco podía parar de llorar. Jorge saltó con Lydia y cayó en la terraza. Volteó inmediatamente para ayudar al pequeño, pero lo único que encontró, fueron los rastros de su sangre entre las ramas.
—¡Pedrooooooooo! —gritó Jorge.
—¡Dios mío, No! —Lydia no podía mantenerse de pie.
La puerta automática del edificio comenzó abrirse de arriba hacia abajo. Una persona acompañada con cuatro soldados, apareció.
—¡Rápido! ¡Entren! ¡Entren!
Le hicimos caso sin dudarlo. Jorge, con lágrimas en sus ojos, tuvo que arrastrar a Lydia hacia la entrada.
—¡Billy, Leo, Pedro, Gregory! —aullaba Lydia destrozándose la voz.
La puerta comenzó a cerrarse mientras veíamos la sangre de Pedro escurrirse entre las ramas; mientras oíamos los ruidos de la criatura, masticando y devorando, la carne de sus víctimas.
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