—¿Estás segura que es una buena idea? —pregunté divertido. Ladeó la cabeza, dando un par de pasos atrás antes de enmarcar con sus manos mi rostro. Cerró uno de sus ojos enfocándome.
—Claro que sí, confía en mí —respondió restándole importancia acomodando los lentes negros en el puente de mi nariz—. Irá parte de mi equipo así que no tienes nada de que preocuparte. Te perderás con ellos. El problema es que nos vean solos —agregó distraída.
Intenté que no me doliera lo último.
—Y me dirás a dónde vamos.
—No, eso sí que no —rio haciéndose una coleta baja. Había mantenido ese aire de misterio desde la noche anterior, no dio su brazo a torcer pese a mis intentos por sacarle una pista—. Es una sorpresa, Lucas.
—Asumo que tiene relación con tu trabajo —continúe porque esa mañana había madrugado para llamar a Lorenzo. Una conversación de tres monosilábicos que no adelantaba nada.
—Conozco esa táctica, hacer preguntas inocentes que forman una verdad —dijo soltando una risa—. Listillo, Lucas, pero me sé todas esas mañas.
—Estoy empezando a creer que tú las inventaste —bromeé antes de ganarme un golpe en el hombro cuando pasó a mi lado.
Estaba intrigado, sabía que pasara lo que pasara sería un día que no olvidaría, porque ni siquiera habíamos abandonado el estacionamiento cuando me topé con un par de sorpresas. Para empezar, no sería yo quien conduciría. También cambiaríamos de roles, es decir, esta vez Isabel no cubriría su rostro. Enseñaría su cara al natural, debía significar que los demás podían enterarse, o al menos su equipo cercano.
La segunda tenía que ver justamente con ellos. No mostraron pizca de asombro cuando Isabel me pidió subir a la camioneta oscura que pasó a recogerla, noté que era conducida por el mismo hombre que lo hizo el primer día que nos encontramos. Descubrí también que no viajaríamos solos, a bordo se hallaba un corpulento hombre de mirada amenazante ocupando gran parte de los asientos traseros. Parecía ser uno de esos tipos que podían romperte un par de huesos con tan solo respirar. Empecé a cuestionarme a dónde nos dirigiríamos. Quizás estábamos a punto de pelear el campeonato de lucha libre y nadie me avisó.
Aún así Isabel no me dio tiempo de preguntar, apenas un leve empujón para que despertara de mis tonterías y avanzara. Ni siquiera había terminado de cerrar la puerta cuando sentí que alguien tocó mi hombro con fuerza. Giré para encontrarme de cerca con la cara del grandullón que nos observaba con una expresión exageradamente agradable para su aspecto.
—Isabel otra vez metiéndose en líos —la saludó con una gran sonrisa. Me preocupó no negara la acusación. Luego centró su atención en mí—. ¿Cómo estás, Lucas? —preguntó sin formalidades. No disimulé la sorpresa ante la familiaridad del llamado. No solo conocía mi nombre, sino también hablaba como si fuéramos amigos de toda la vida. Isabel se echó a reír por mi expresión atontada.
—Le he hablado de ti —explicó divertida—. A él y a Juan, pero el segundo no le importan los temas de mi corazón, ¿no es así? —Elevó la voz dirigiéndose al frente. Recibió un bufido—. Este grandote se llama Tobías, pero le decimos Toby —me lo presentó—. Es una especie de guardaespaldas cuando sé que habrá problemas.
—¿Problemas?
—Es decir, siempre que sales de casa. Un gustazo, Lucas —se presentó ofreciéndome su mano. Sonreí antes de tomarla y fingí que no exageró la presión—. Isabel me contó mucho de ti, entre ellas que eras más alto —notó. A comparación de él, que rozaba el techo, todo mundo era más pequeño, admití de buen humor—. Aunque supongo que eso aplica para alguien que mide un metro y medio. Ve gigante a cualquiera —me contó divertido. Supongo que no estuvo bien, pero no pude evitar reírme porque tenía razón. Isabel frunció las cejas ofendida.
—Uno cincuenta y cinco, en unas marco hasta cincuenta y seis —lo corrigió haciendo énfasis en el robo de esos valiosos centímetros—. Y no me hagas repetirlo, intento que nadie lo note.
—Pues te conseguiste un novio que lo hace bastante evidente —me acusó.
—¿Tú me dirías a donde vamos? —le pregunté sin darle vueltas. Parecía un buen tipo, también uno que saltaría una respuesta sin pensarlo mucho.
—No lo sabe, Lucas. Nadie lo sabe —repitió Isabel victoriosa.
—Yo sí —protestó contento Juan al volante. Isabel dudó, le había arruinado su plan, tuvo que darle la razón—. Y tú también.
—Está bien. Está bien —admitió para darle gusto—. Algunas personas lo saben, para efectos prácticos, pero ustedes no. Nada malo. Tranquilo.Tiene que ver con nosotros, Lucas.
—¿Y yo? —curioseó Tobías que no entendía el motivo de ser excluido.
—Por que eres un soplón —resolvió con simpleza.
—Eso es mentira —alegó. Isabel alzó una ceja antes de volver la vista al frente. Tobías susurró—. Yo tengo una leve idea de a dónde...
—Tobías —protestó Isabel con una carcajada volviendo para cubrir su boca—. Lucas sí es paciente.
—No, no lo soy.
—Bien, tú finge que lo eres.
Sonreí de lado negando con la cabeza antes de distraerme por lo que aparecía en la ventana.
Era la primera vez que me alejaba del centro, de esos caminos seguros y conocidos, para adentrarnos en un barrio de resquebrajadas y grises paredes, que daba la impresión haber sido abandonado a la suerte, pero no por la gente que poblaba sus calles. A medida nos adentrábamos fue más visible el cambio entre la zona que andaban los turistas. Honestamente no entendía el motivo de estar ahí, observé a Isabel, buscando una respuesta, mas solo hallé una sonrisa.
—Isabel...
—Creo que ya llegamos —anunció. Volví a la ventana donde encontré un modesto edificio. En el jardín delantero unos niños peleaban por quitarse una pelota, otras personas salían por sus amplias puertas dándole un vistazo sutil al vehículo—. Apúrate, Lucas —repitió entusiasmada bajando.
—¿Dónde estamos? —pregunté cuando la alcancé en la banqueta. Ella se llevó ambas manos al bolsillo del pantalón, analizando con sus propios ojos el lugar, o invitándome a hacerlo. Lo hice, era sencillo, pero parecía tener mantenimiento constante.
—Tengo que hacer una diligencia aquí, pero quería que me acompañaras para que vieras algo. Después si quieres podemos perdernos por ahí solos —me explicó. Yo sorteé la carrera de un chiquillo. Tobías nos siguió de cerca—. Solo espérame un momento, que debo hablar con una persona antes. ¿No te molestará? —me preguntó cuando cruzamos la entrada principal.
El lugar consistía pequeña habitación que antecedía a dos cuartos más amplios al fondo. En el centro un sencillo escritorio, donde se hallaba una mujer atendiendo un computador, servía de recepción. No había muchas personas, al menos eso daba la primera impresión hasta que curioseaban en la alcoba principal, ahí se asomaba numerosos materiales que escondían el resultado final. Pero sobre ello lo que más llamó mi atención fue todo lo que se exponía en sus paredes.
—Hola Andrea, ¿cómo estás? —la saludó Isabel cerrando tras nosotros y apoyándose en la mesa sin formalidades. No hubo sorpresas, parecían conocerse y aquello no logró despejar mis dudas, todo lo contrario—. ¿Sabes si Julia puede atenderme? Por cierto, te presento a Lucas Morales —añadió al percatarse de mi presencia. Sonreí desorientado tendiéndole la mano—. Tengo la corazonada que vas a verlo seguido por aquí —susurró en complicidad.
Era una trampa en la que caí por voluntad propia. Solté el anzuelo para contemplar los rostros sonrientes en las imágenes que hablaban sin voz junto a la leyenda que impresa en el borde. Una competencia que ganaron, la mayoría eran personas mayores que contrastaban sus facciones delineadas por los años con la felicidad que habitaba en su corazón. Le siguieron otras postales con otras acciones igual de esperanzadoras de grupos que mostraban sus artesanías con orgullo.
Tobías permaneció ante la puerta custodiándola, pero yo sin darme cuenta seguía avanzando por los cuartos. Había un aire extraño en aquel sitio, no negativo, simplemente era como toparme con un montón de piezas de un rompecabezas que no eran buenas por separadas sin encajar. Aplasté con mi dedo el borde de la cinta que sostenía un dibujo de un niño a una columna. Crayones tirados en una esquina, vasos de café a medio terminar, trozos de tela, mucha tela, pintura, lazos, todo esparcido en una amplia mesa.
—El lunes le pediré a Lorenzo que se comuniquen con usted, sin falta —le prometí. Escuché la voz de Isabel que hace un rato la había perdido de vista despidiéndose de otra mujer para colocarse a mi lado.
Estaba feliz, como si hubiera logrado algo grande. Lo haría.
—¿Qué es este sitio? —le pregunté frente a las ventanas que daban a un pequeño patio donde unos menores jugaban.
—Es un centro de trabajo —respondió—. Hay muchas personas que necesitan una mano, ancianos que buscan una fuente de ingresos, mujeres que deben sacar a su familia adelante, gente a la que una enfermedad les arrebató las oportunidades. Este lugar les da un oficio, no solo para que puedan salir adelante, sino también para que descubran que merecen una nueva oportunidad —expuso con una sonrisa. Todo empezó a cobrar sentido. Así que eran sus instrumentos laborales.
—¿Por qué hemos venido a parar aquí? —Fui directo porque no entendía qué pintaba en él.
—Lucas, tengo la presión que no te das cuenta como cambiaste mi vida. Cuando tenía diecisiete años el mundo giraba para mí, nunca me importó lo que ocurría con los demás, ni prestaba atención a lo que no me implicara, tú sabes que era egoísta por naturaleza, al menos eso creía hasta que te conocí —admitió perdida en su reflejo en el cristal—. Entonces todo se volvió más grande, noté cosas que antes ignoraba desde el lugar privilegiado que la vida me dio sin ganarme. Te lo dije antes de marcharme a la capital, me hiciste ver más allá de mi propia nariz. Ayer lo volviste a repetir: siempre hay algo que podemos hacer. El primer paso para que este mundo avance es no ser indiferentes. Tú crees que has hecho poco, pero te equivocas. Todo esto fue por ti, convertí ese lema en lo que soy, justo cuando estaba a punto de enfrentarme a una bola de nieve de la que no podría sobrevivir sino fuera por esa lección. Esto lo que me ayudó a sobrevivir por años, lo único que me motivó. La antigua Isabel hubiera terminado muy mal. ¿Es curioso, no? Jamás sabemos el impacto que tenemos en las otras personas. Una vez escuché decir a una que es imposible una buena acción transformé solo una vida, que tiene una peculiar magia para cambiar mucho más. Necesitaba darte las gracias.
—¿Tú fundaste este lugar?
—Nada en la capital tiene mi nombre, Lucas, más allá del departamento, pero sí estoy involucrada en muchos sitios. Este en especial. Fabrican la mercancía que vendo —respondió perdida en una imagen que seguí hasta que di con los niños de hace un rato, ajenos en su inocencia de la situación—. Son tan felices, Lucas, porque son libres. El mejor regalo, el único que no se pude comprar —dijo melancólica, para sí misma. Entendía esa emoción.
Y también comprendía por qué ella no podía compartir esa sensación. Isabel no tenía cadenas visible que ataran sus muñecas, pero sus dedos habían firmado condenas más difíciles de romper que el concreto. Estaba a punto de enfrentarse a una, entendería de lo hablaba.
Tobías se asomó despacio por la puerta. Isabel no lo notó, pero yo sí y por su expresión contrariada adelanté no se trataría de nada positivo. Sus pasos resonaron por las paredes llamando la atención de la morena que abandonó su reflexión para centrarse en el presente.
—Isabel, Isabel, malas noticias, tenemos compañía —le avisó sin anestesia.
Conociendo su significado no pidió detalles, suspiró cansada antes de llegar en largas zancadas a la ventana donde se asomó por las cortinas que daban a la calle. No se necesitaba ser un genio para adelantar de qué se trataba, yo también curioseé discretamente. Unas camionetas con su equipo dentro empezaron a aparcarse en el exterior.
—Nosotras no... —empezó su justificación la mujer detrás de nosotros, pero ella ni siquiera la escuchaba.
—Tuvo que ser Lorenzo —susurró cerrando con fuerza—. Tiene una obsesión por acaparar titulares.
—¿Quieres que nos quedemos un rato o busquemos otra manera de salir? Tienen que cansarse... —comenzó Tobías.
—No —lo interrumpió, pensativa. Guardó silencio un momento como si analizará las opciones, un minuto en el que nadie se atrevió hablar hasta que alzó la mirada para encontrarse con mi rostro. Titubeó. Pensé que diría algo, pero no fue su boca la que reveló respuesta, sino sus manos que se soltaron el cabello—. Esta vez saldré por la puerta principal. Llevan días deseando espectáculo, les daré uno.
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