54
Javier
"Después de todo, no está tan mal ser el egoísta por una vez, cuando tú ya lo has sido tantos años, ¿no?"
—¿Lo dejo pasar?
Sentí de nuevo ese escalofrío recorrer mi espalda. Quedé atónito, definitivamente no podía creer que a tan solo aquellos metros, estaba aquel hombre dueño de nuestras pesadillas, nuestros remordimientos, nuestras vergüenzas.
—¿Javier? —Escuchar de nuevo a mi tía me hizo entrar en sí—, no hay ningún problema si quieres que se va...
—No, sí sí. Sí quiero que venga, quiero... —Tenía cosas que arreglar con ese señor, debía cerrar de alguna manera ese capitulo de una vez—, quiero que entre.
Frunció un poco en entrecejo, torciendo levemente su labio. Claramente no le agradaba la idea de dejarme con Darío, y no la culpo; a mi también me aterraba que estuviese tan cerca de mí.
—Me puedo quedar si quieres —agregó ella.
Moví la cabeza ligeramente, negando.
Evidentemente frustrada, cerró la puerta, a avisarle que viniese.
"¿Por qué aún te temo?".
Después de un par de minutos, vi la puerta abrirse de nuevo.
—Hola.
Parado enfrente de mí, igual a como lo recordaba, con esa voz, con esa mirada. El aura que emitía definitivamente me mareaba. Solos de nuevo, él y yo. Estaba ansioso para oír que demonios pretendía al venir.
—Hola —repliqué, inexpresivo.
Era incómodo; el ambiente se torno en una pesada tensión repentina.
—En cuento supe que estas en el hospital..., sentí que debía estar acá.
"Faltaste en toda mi vida, no necesito que estés para presenciar mi lenta muerte".
Solo lo miraba fijamente, no sabía que decirle en realidad. Pero algo que si tenía en claro, es que el Javier del pasado nunca más regresaría. No permitiría que me utilizará de zapato. No permitiría que me viese como ese debilucho niño.
Tomó la silla de la esquina izquierda a la puerta, prosiguiendo con situarla a un metro de mi camilla, en silencio.
"Habla de una maldita vez, o yo lo haré".
—Hijo, escucha —comenzó su cuento—, sé que no he sido el mejor padre. Pero la verdad, es que te quiero mucho, y también quería a tu madre. Apenas supe de tu situación..., no pude creerlo. Me costó pensarlo.
Tenía tantas cosas que gritarle, tantas cosas que reclamarle.
—Así que... —continuó—, pretendo que me perdones —Sentado, con sus codos sobre sus piernas, esperaba mi respuesta con esa expresión de hipócrita desdicha.
Es importante perdonar y dejar atrás.
Pero con Darío, mis pensamientos eras distintos.
—¿Por qué te importa el perdón de un marica? —comenté amargamente, con expresión opaca y pesada.
Frunció el ceño ante mis palabras.
—¿Qué? —dijo con cierta repulsión en el tono—, ¿de que carajo hablas?
—No, ¿de qué carajos hablas tú? —Mis palabras salían por sí solas. Había esperado ese día, con tanto anhelo y miedo al mismo tiempo—. ¿"Querer a mamá"?, ¿"quererme a mi"? Creo que los recuerdos que tú tienes son muy distintos a los que yo guardo, Darío.
No sabía si me estaba pasando con mis palabras, pero ya no me importaba. Ya no importaba absolutamente nada.
—¿Crees que miento? —Interrogó en una una ridícula victimizacion—. Javier, vengo a aquí por que me importas —Cambio su tono a uno más demandante, más fuerte—, y si lo que quieres es hacerte la víctima por las cosas del pasado, ya superalo. Vengo para disculparme, ¿qué más quieres, muchacho? —Extendió sus brazos junto a su tono exagerado, simulando el enseñar algo—. Y... Llámame papá.
No pude evitar hacer una mueca buerlezca.
—¿Papá? —Solté una sarcástica risita—, ¿tu pretendes que te llame "papá"? —Mantuve mi mirada en él, mi seguridad—. Dejemos las cosas claras, "papá": tú no estás acá por amor, nunca has hecho ¡nada! por amor, ni antes, ni ahora —dijo algo lo cual le interrumpí hasta lograr callarle para yo seguir—. Si has movido tu piernas hasta acá, es por la miserable razón de que no quieres vivir con la culpa: la culpa de tener ¡un maldito hijo muerto!
—¡Javier!
—Esperas mi perdón para tener tu mente tranquila...
—¡Ya basta, Javier! Respe...
—Ahora que sabes cual es mi maldito destino —Mi voz de quebró, mi seguridad se iba—, esperas librarte de lo que hiciste —Mi corazón latiendo a mil, lo sentía incluso en mi tensa mandíbula, por donde corrían mis lágrimas de ira.
Sentir su mirada clavada en mis ojos me inquietaba tanto. Y más con esa ausencia repentina de expresión. ¿Por qué no decía nada?
—Otra vez... ¿Otra vez lloras? —musitó por fin.
Mi respiración agitada, mi tensión acomulada. Tantas cosas me empujaban a gritarle tantas verdades en la cara. Debía dejárselo en claro, debía hacérselo saber, hacérselo entender.
—Pues ¡SI! —exclamé con una máxima obviedad.
Respiró profundamente, sobandose el rostro, echado de espalda en la silla.
—Eres tan... —refunfuñé.
—Soy tu padre —dijo con inesperada seguridad y fuerza de nuevo—, soy tu papá y por ello me debes de respetar. No te estoy faltando el respeto como para que me estés gritando. Ya no tienes doce años, Javier.
—No —dije, con una voz seca pero aún quebradiza—, no tengo dice años, lo sé. Y tú también deberías entenderlo, y tratarme como el hombre que soy ya —Entrecerró los ojos—. Enséñame a un papá respetable, para que sea mi ejemplo —tensionado, sonreí de medio lado—, porque nunca fuiste uno para mí.
—Creí que Amanda te educó mejor en mi ausencia —Ignoró completamente mis palabras, paseando sus ojos por el lugar.
—Y lo hizo —afirmé—, más de lo que crees hiciste tú.
Golpeó dramáticamente la mesa a mi lado, levantándose.
—¡SOLO QUERIA HACERTE FUERTE, MALDITA SEA!
Quedé paralizado al tenerlo ahor atan cerca de mí. Sentí que quería matarme. ¿Había enloquecido de nuevo? Solo quería hablar las cosas.
—¡P-pues no lograste nada! —exclamé, empujando su hombro, alejandolo de mi camilla y de la mesa, cuyos remedios tiró tras el golpe—. Sólo me enseñaste que puedo ser feliz sin un papá, que no necesito uno, nunca lo necesite —Como mi corazón, ahora mi voz era extrañamente rápida—. Le hiciste la vida un infierno a mamá tras embarazarla, llenaste nuestras vidas de dolor y golpes, ¡Y ME USASTE COMO TU MALDITA PU...!
—¡YA! ¡Ya basta! Solo... ¡Callate! —se revolvía su cabello con ambas manos. Me dió la espalda dando ligeros pasos a alrededor.
Estaba en serio loco.
—Aún tengo tus malditas marcas de cigarrillo en mi espalda —mascullé.
Regresó casi corriendo, tomándome fuertemente de los hombros.
—Suelt...
—Estoy arrepentido, Javier —susurraba con una expresión confusa, entre furiosa y frustrada—, todo lo que te hice debes olvidarlo —decía a mi oído —, p-porque eso es lo que hacen los buenos hijos, porque eso manda Dios.
Me sentía petrificado ante su contacto. Muchos recuerdos giraban en mi mente cual tornado.
—Aléjate de mí... Ahora —ordené, con una falsa voz demandante, escondiendo mi terror—, solo vete.
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