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18ª Parte: Réquiem


Sentado en las grandes escalinatas de palacio, Quinto observaba con la mirada perdida la ciudad engullida por la niebla. De sus manos todavía goteaba la sangre de una joven familia; dos padres y sus hijos que el Curtidor había exigido para sus trabajos.

Sus pieles ondeaban al viento como banderolas desde cuatro mástiles negros ante el nervita; ondearían allí todo el día, al día siguiente otros cuatro los sustituirían.

Quinto era un hombre acostumbrado a la violencia, incluso un defensor de una cierta crueldad, pero el nivel de brutalidad al que llegaba el Curtidor era pura y simple locura. No había un propósito en sus actos, a menos que el terror y la perversión fuesen el fin que perseguía, no había un fin a su depravación, solo nuevos horrores que aparecían con el nuevo día; y aunque Quinto había matado muchas veces, y estaba convencido de la virtud de su causa, sus últimos actos le revolvían el estomago.

Suspiró con pesadumbre y tomó el hacha, que cada día parecía más pesada. Aparte de asesinar y secuestrar a quien el Curtidor señalase, se suponía que debía patrullar las calles, asesinar a sangre fría a cualquiera que se saltase el estricto toque de queda.

Bajó despacio los escalones, en silencio. Solo los graznidos de los cuervos y los gritos de los torturados quebraban la calma de la mañana, una cacofonía compuesta por el Curtidor y que nadie, ni el propio Quinto tenía animo de combatir. En Deitronos ya no se cantaba ni se oía música, todas las conversaciones eran en susurros y todos los ruidos un mal presagio.

La campana que anunciaba el toque de queda vibró en el aire inmóvil como si llegase desde el inframundo, y Quinto suspiró al oírla. Sus órdenes decían que en cuanto dejase de tocar, Quinto debía estar ya de patrulla, pero siempre trataba de demorarse un poco más, de dejar a la gente el tiempo para correr a sus hogares. Un pequeño alivio que no limpiaba la sangre en sus manos.

Alcanzó la base de las escaleras con paso cada vez más lento, y saludó a sus hombres allí reunidos. Ninguno devolvió el breve saludo, todo el mundo estaba demasiado cansado para ello.

El templario acercó la crátera de plata, y un antiguo guardia trajo el agua, para que Quinto derramase en ella el antídoto del Curtidor. Cada encargo matutino significaba una dosis más, la justa para que durasen un día en las calles, la justa para que cada hombre tuviese un sorbo. Era un precio caro, pero más caro hubiese sido enfrentar el veneno del Curtidor.

La niebla empezó despacio a cambiar de color mientras los hombres apuraban sus vasos. Zarcillos de turbia miasma se entrelazaron con la blanca neblina en una danza lenta, voluble y letal, que no tardaría en cubrir Deitronos de punta a punta. Demasiada de aquella miasma y cualquiera perdería la razón, se convertiría en un loco babeante deambulando por las calles, almas en pena que huían de pesadillas que nadie más contemplaba, chillaban como animales y como animales se abalanzaban sobre cualquier movimiento. El antídoto les protegía de aquel destino, pero eso no evitaba que cada miembro de la fúnebre patrulla cubriese su boca y nariz con pañuelos, bufandas o embozos, en un intento por respirar la mínima cantidad de aquel nocivo gas.

Las parejas fueron elegidas en cuestión de segundos, una misma rutina aprendida que marchaba sin palabras, y cada cual tomó su dirección con paso lento y ceñudo, listos para otro día de macabro trabajo.

Quinto deambuló junto al templario en silencio, hasta las puertas de Deitronos, el extremo más peligroso de la ciudad. El Curtidor había pedido expresamente que los locos fuesen respetados, así como los engendros que brotaban de su taller, violentos monstruos que en otro momento fueron sacerdotisas o guardias. La mayoría eran inofensivos si uno no los molestaba, pero cuando su mente bailaba y la furia los sacudía, contenerlos era casi imposible.

En consecuencia, los hombres de Quinto habían empujado a los envenenados hasta las calles más lejanas a la plaza, y habían levantado barricadas para mantenerlos allí. Quinto mismo bajaba cada día a aquellas callejas y vigilaba el barrio de los infectados; alguien debía hacerlo, y no hubiese permitido que fuese otro que él.

Detuvieron su paso al llegar a la primera barricada, un muro de muebles derribados que cortaba una amplia avenida.

—No tienes porque entrar —recordó al templario en cuanto el improvisado muro surgió entre la niebla.

El templario negó con la cabeza y Quinto suspiró; en cierto modo agradecía la compañía, en cierto modo hubiese preferido la soledad.

Entraron en una de las casas junto a la barricada y subieron al segundo piso, donde una cancela de hierro cerrada con un pestillo era todo cuanto separaba a los monstruos del resto de Deitronos. Por suerte los envenados no parecían demasiado inquisitivos, ni inteligentes, así que aquella sencilla medida bastaba.

Se aseguraron de cerrarla a su espalda, antes de volver a bajar a la calle, esta vez en el lado interior de la barricada. Un loco lloraba encogido sobre sí mismo junto a la barricada, pero no dio señal alguna de verlos, o de preocuparse por algo que no fuese su congoja. No le molestaron, mientras aquel distrito estuviese en silencio, patrullarlo no era tan problemático.

Tuvieron que cambiar la dirección de la ronda un par de veces, para evitar un grupo de vagabundos que habían tomado una calle y para esquivar a un alto guardia enloquecido de dolor. Los cuerpos de aquellos hombres, más fuertes que los del resto, se habían convertido en su condena; el Curtidor había jugado con ellos, los había troceado y vuelto a montar hasta hacer de ellos monstruos. Largos clavos sobresalían de la piel desgarrada, corazas de hierro y bronce habían sido tachonadas sobre su piel desnuda y la mayoría había sido cegados, convertidos en poco más que bestias ciegas que solo sabían lamentarse entre aullidos de dolor o estallar en brotes de ira destructiva. Un buen destino en comparación al que habían sufrido las sacerdotisas.

—Los hombres están intranquilos —señaló el templario en cuanto aquel hombre bestia se hubo perdido entre la niebla—. Toda esta situación los tiene de los nervios.

—Todos estamos así —gruñó por lo bajo Quinto—. Se acostumbrarán; no hay más remedio.

—No hablo de estas... cosas, o de la ciudad. Hablo de vos, mi rey. Vos sois quien les preocupa.

—¿Yo? —se burló Quinto de mal humor—. ¿Acaso temen que me convierta en una de estas cosas?

—Temen que ya lo hayáis hecho.

—Todavía pienso, templario. Todavía puedo hablar y decidir donde voy; estoy lejos de ser uno de estos desgraciados.

—Pero matáis como uno de ellos: familias, niños pequeños, ancianos, mujeres. Personas indefensas; sin vacilar, sin piedad, incluso ante la mirada de sus seres queridos.

—No lo hago por gusto —le cortó Quinto con brusquedad. Se esforzó en contener la ira, gritar en aquellas calles no era recomendable—. Yo... Es por ellos, lo hago por ellos, por el fuerte: que piensen lo que quieran, no puede importarme menos.

—Debería —le corrigió el templario—. Se que lo hace.

Quinto bufó molesto, pero no le contradijo. Estaba demasiado cansado para aquello.

—¿Qué se supone que debería hacer pues? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Qué quieres tú que haga?

—Todos los hombres... —El templario se interrumpió y dudó un segundo, buscando la manera de expresar su pensamiento—. Todos estamos haciendo cosas... deleznables. Tiene que haber un motivo, tiene que haber un fin, y para ellos es proteger a quienes dejaron atrás...

—Bien, entonces estamos de acuerdo en eso.

—No, no. Ellos... ellos...

—Habla de una vez, templario.

—Ellos protegen a sus familias, mi rey.

Quinto gruñó al ver a donde iba aquello, pero animó a su segundo a continuar.

—Todos han estado algo... preocupados, desde que mandó asesinar a su hermana, mi señor.

—¿Y que quieren? ¿Qué la resucite? —se quejó Quinto con mordacidad.

—Un funeral.

—¿Un funeral?

—Algo simbólico. Una ceremonia de despedida, una muestra de dolor por vuestra pérdida.

—Ella me traicionó —le recordó Quinto—. Era nuestra enemiga ¡Mierda! Le ofrecí rendirse, ¡Le ofrecí perdonarla! —Quinto se detuvo, asustado por el volumen de su propia voz. Ambos hombres esperaron en silencio, hasta que pareció claro que nadie más había oído sus palabras—. Hice lo que debía hacer —continuó en voz baja—. No me arrepiento de aquello.

—Era vuestra hermana, señor —señaló el templario—. Vuestra familia.

—No, los que me siguieron son mi familia —le corrigió Quinto.

—Vuestro corazón está en el lugar adecuado, pero los hombres necesitan saberlo...

—Los hombres necesitan un líder fuerte. Necesitan saber que hacemos lo correcto, que no me voy a dejar llevar por sentimentalismos.

—¡Pero es que necesitan veros débil! —exclamó sin poder contenerse el templario—. Saben que sois fuerte, saben que sois leal. Pero necesitan ver que aún sois humano, necesitan saber que sufrís, que no están solos en sus dudas, que no os habéis convertido en...

Quinto le cubrió la boca, mientras le indicaba con un gesto que guardase silencio. Sin una palabra, guio la mirada del templario hacia la casa junto a la que pasaban, hacia los pisos superiores de aquella morada vacía.

—¿Has visto a alguno de estos encender un fuego? —preguntó al templario.

—Los he visto vagar, llorar y atacar a todo lo que se mueve —respondió aquel, con la mirada fija en la ventana iluminada—. Pero ¿fuego? No parece posible.

Quinto observó la luz titilante un momento; consumido por la duda. Podría ignorarla sin más, pero sería desobedecer las instrucciones del Curtidor. Además, no podía negar que sentía cierta curiosidad.

—Vamos —anunció mientras tomaba el hacha.

La puerta estaba calzada, y necesitó un firme empujón para abrirse, una sencilla medida de protección contra las alimañas que correteaban sin rumbo por las calles. Decidieron que permaneciese así y volvieron a trabar la hoja tras entrar, con cuidado de hacer el mínimo ruido. Subieron las escaleras arma en mano, agazapados y atentos, hasta llegar a un largo pasillo. El edificio había sido alguna clase de posada, y a cada lado del corredor se abrían una decena de puertas, solo una de las cuales estaba abierta. La luz del fuego iluminaba con suavidad el sombrío corredor, misteriosa y fascinante.

Quinto se sintió como una polilla atraída por una llama, pero el miedo a quemarse era menor que la curiosidad que le espoleaba. Se consideraba una polilla bastante cabrona, además; una que sabía sacar provecho a su hacha.

Con mucho cuidado, poniendo atención a cada paso, los dos nervitas avanzaron por el pasillo. La ausencia de una sombra que le indicase a que se enfrentaba molestaba a Quinto, pero agradecía el silencio absoluto; incluso los más sigilosos entre los intoxicados no podían evitar gruñir, gemir y jadear. Fuese quien fuese que les aguardase, era alguien o algo racional.

Se detuvo a dos pasos del umbral e indicó al templario que hiciese lo mismo, en un intento por oír al menos una respiración que delatase cuantos intrusos había en aquel cuarto. En su lugar, lo que oyó fue una risa cascada, y una invitación.

—Pasad, pasad, dejad la timidez en la puerta. Hay mucho que dirimir y preferiría apagar este candil cuanto antes. Nunca se sabe quién puede estar mirando.

Quinto bajó el hacha y lanzó un suspiro de alivio. Pudo notar la inquietud de su compañero, pero el se adentró en el cuarto sin más precauciones.

—A estas alturas, charlatán, deberíais estar camino de Sonnd —recriminó a modo de saludo.

Trilero sonrió desde su mecedora junto a la ventana y apagó el candil con un rápido soplo.

—No es por gusto que he retrasado mi partida —señaló mientras dejaba a un lado la linterna—. Me temo que el mismo maldito inconveniente que estropea vuestros planes ha querido también meterse en los míos. Pero pasad de una vez; no veo el momento de cerrar de una vez la puerta y dejar fuera la maldita niebla.

Quinto retrocedió un paso y volvió a empuñar el hacha, suspicaz.

—Espera ¿La Compaña te persigue? ¿Has sido tú quien la ha traído aquí?

El charlatán no se inmutó ante la hostilidad del nervita. Lanzó una carcajada graznante y limpió una lágrima de burla.

—¡Que atrevimiento por vuestro parte! —le increpó con un susurro malévolo—. Preguntad a quien queráis en las calles de Nyx que nombre hay que maldecir por traer la Compaña a esta tierra, e indefectiblemente la respuesta que obtendréis será Quinto Feo. Quinto Feo, que jugueteó con las picas del Rey, Quinto Feo, que ofendió a los muertos ¿Os suena?

Quinto gruñó y volvió a bajar el hacha. El arma parecía más pesada que el momento anterior, todo su cuerpo lo parecía.

—Deberían odiar a esa Coja —se defendió—, ella fue quien me hablo de las picas. ¿Qué haces aquí y que quieres esta vez?

—Quiero que vuestro compañero entre y cierre la maldita puerta, antes de que esa niebla del infierno convierta esta conversación en un concurso de gruñidos y babeos.

Quinto indicó al templario que pasará con un gesto, sin dar la espalda al charlatán.

—No se filtrará aquí dentro —indicó a Trilero—. El curtidor controla la niebla, así que la niebla no entra en las casas. Si lo hiciese, a estas alturas toda Deitronos sería un cementerio, o algo peor.

—No olvidemos que esta parte de la ciudad está abandonada —marcó el charlatán en tono intranquilo—. De modo que cerrad la puerta, por si nuestro común amigo se olvida de mantener bajo control su manto ¿Qué demonios es esta niebla, de todos modos?

Quinto se encogió de hombros mientras el templario cerraba la puerta.

—Quien sabe —respondió—. Alguna clase de veneno o droga que esa cosa deforme exuda en cantidades. ¿Acaso todo esto no entraba en tu infalible plan?

—¡Ah, aficionados! Siempre confundiendo dificultades con fracasos —se burló el charlatán—. Mi infalible plan sigue siendo igual de infalible, solo necesita un par de retoques. ¿Seguís interesado en formar parte?

Quinto rio con sorna, pero tembló por dentro.

—Viendo como acabó el último, prefiero evitarlo. Además, una cosa es el Emperador, otra la Compaña.

—De modo que el gran y temible rey Quinto Feo, azote de sus enemigos, primero de su nombre, se encoge de miedo como un polluelo en cuanto un par de fantasmas ululan en su oído.

—Poco más o menos —respondió con severidad Quinto—. Y si como dices, eres un superviviente de la Compaña, tú también deberías entenderlo.

Trilero torció una breve mueca de disgusto, pero un segundo después, la sonrisa ladina había vuelto a su rostro marcado.

—Muy bien, muy bien. Ya encontrare a alguien que tenga más hambre de gloria; pero al menos, por los viejos tiempos ¿No podrías dar a este viejo amigo algunos detalles de que se cuece en palacio? Me temo que me faltan aún muchos detalles respecto a los últimos giros de la administración...

—No debería —contestó Quinto Feo, herido de rabia y vergüenza—. De hecho, para evitar problemas debería matarte y llevar tu cadáver deforme a manos del Curtidor.

Quinto tomó el hacha con ambas manos y el templario desenvainó a su espalda, pero no consiguieron más que una carcajada burlona del charlatán.

—Créeme, no te interesa seguir por ese camino. —Trilero se recostó en su mecedora y se balanceó con suavidad—. Primero, porque soy lo más parecido a una opción de deshacerte de la Compaña que tienes, me ayudes o no. Segundo, porque no quieres tener que batir a mi guardaespaldas.

Un brillo alertó a Quinto de la presencia de una cuarta persona en el cuarto. La muchacha le observaba sentada contra la pared, con cierto aire indolente. El cuchillo curvo con el que jugueteaba era el destello que había traicionado su presencia, pero Quinto había visto suficientes sicarios y bandidos en su vida para distinguir a los profesionales de los novatos. Aquella chica pequeña y corriente no había movido un músculo desde que entraran al cuarto, no debía haber parpadeado y apenas parecía respirar. Solo sabían que estaba allí porque ella les había dejado.

—Pareces tener una cierta tendencia a relacionarte con mujeres peligrosas —señaló Quinto devolviendo poco a poco la mirada a Trilero.

—No es mi culpa si el sur está lleno de ellas —se excusó el charlatán con divertida soltura—. Donde fueres, lo que vieres, como solía decir mi madre.

Quinto asintió sin convicción, todavía vigilando a la muchacha por el rabillo del ojo. Las calles estaban llenas de monstruos enloquecidos. Una maldita sacerdotisa corrupta podría entrar en aquel cuarto ululando y sacudiendo sus afiladas zarpas en cualquier momento y matarlos a todos; pero el instinto de Quinto le decía que no sería ni la mitad de peligroso que el momento en que aquella muchacha decidiese moverse.

—Muy bien —accedió con cierta reserva—. No puedo ayudarte, y negaré haberte visto. Si te encuentro paseando por las calles fuera de toque de queda, te mataré, y lo mismo hará cualquiera de mis hombres. Pero, aquí y ahora, puedo contestar algunas preguntas.

—Excelente, excelente —se congratuló el charlatán—. Sabía que entraríais en razón, sabía que erais un hombre razonable, Quinto Feo ¿Un poco de vino? —ofreció tendiendo un vaso que Quinto rechazó—. ¿No? Mejor para mí. Ahora decidme: ¿Sabéis que se ha hecho de nuestro viejo amigo el emperador?

—Vive recluido —Quinto se acercó una silla y tomó asiento—. Con sus furcias, sus cocineros; una prisión de oro, vamos. O eso dicen, no le he visto desde el día del triunfo.

—Ya —constató Trilero con cierta decepción—. Por casualidad no tendréis conocimiento de que ha ocurrido con la llave de piedra de su Majestad ¿No?

—¿La qué?

—Lo suponía —se lamentó con un suspiro el charlatán—. Bueno, ¿Qué podéis decirme del tal Curtidor?

Quinto frunció el ceño, extrañado.

—¿No se cuentan los cuentos de la Compaña en Sonnd? —preguntó—. ¿No tenéis historias del Curtidor? Dicen que era un hombre diabólico, que harto de la basteza del cuero encontró un mejor material para su artesanía en la piel humana...

—Conozco los cuentos, gracias —le interrumpió Trilero—. Quiero saber cuanto de lo que esas historias cuentan es real.

—Bueno —Quinto se acarició el mentón con gesto pensativo—. Sí lleva un abrigo de algo que parece piel humana, aunque sin curtir. Es deforme y monstruoso, habla de continuo con sí mismo y no parece demasiado fuerte, si uno solo se guía por su aspecto —admitió—. Es de él de quien emana esta niebla venenosa, y parece un experto en preparar venenos y drogas, por lo que le he visto lograr. —Un estremecimiento involuntario le recorrió de pies a cabeza al pensar en el laboratorio de aquel monstruo—. Puede convertir a una dócil niña en un monstruo hambriento, o enloquecer a un padre lo suficiente para hacerle devorar a sus propios hijos. Como dicen las historias, la locura le sigue adónde va.

—¿Dónde prepara esos venenos? Para hacer esos brebajes necesitara frascos, quizá fuego, un espacio amplio.

—Tiene una especie de laboratorio montado en las antiguas cocinas del castillo y una prisión para sus víctimas en las estancias de cocineros y pinches. No ni idea de donde duerme, o de si lo hace siquiera.

—Las cocinas, tiene sentido —reflexionó Trilero—. ¿Qué hay del resto de lunáticos, de la antigua corte?

—La mayoría ya no son dueños de sí mismos, fueron los primeros en probar sus brebajes. Creo que la Matriarca está encerrada en las prisiones, aunque no quiero pensar para qué. Lo mismo pasa con la guardia y las sacerdotisas, en cuanto a la Turma, creo recordar que me dijo que había enviado un mensajero a buscarlos, que la Turma Roja pasaría a ser parte de la Compaña.

—De modo que nada protege palacio excepto tus hombres y el miedo a la Compaña.

Quinto frunció el ceño, sorprendido y extrañado. Tuvo que pensarlo un largo momento, trató de recordar que se le escapaba, pero nada vino a su mente.

—Así es —admitió sorprendido—. Sí, supongo que nadie más vigila el palacio; solo yo y esa niebla diabólica. Quizá los monstruos que han nacido de ella, si es que queda alguno encerrado.

—¿Los de las calles? Cierto ¿Cómo habéis logrado encerrarlos todos aquí? ¿Hay algún truco con ellos?

—Cuando se ponen ciegos de rabia persiguen a lo que sea, y se ponen ciegos de rabia con mucha facilidad. Aunque no lo intentaría con las sacerdotisas; esas son más crueles, más monstruosas e inteligentes, por alguna razón.

—Algo es algo —resumió con cierta satisfacción Trilero. Una última inquietud asaltó su semblante marcado, una última duda que parecía provocarle más miedo que los quehaceres de la Compaña—. Y de un lunático acorazado, con una llama por rostro ¿Se sabe algo?

—¿El Destructor? —preguntó confuso Quinto—. No lo he visto desde Altasella. Se que vaga por Nyx, eso sí, pero no se ha acercado a Deitronos, hasta donde sé.

Un cierto alivio tomó el rostro del charlatán, mezclado con la sombra de la inquietud.

—No sé porque lo buscas —siguió Quinto—, o de donde sale esa cosa, pero por si sirve de ayuda, ese lunático es como una polilla. El fuego le atrae, cualquier fuego, y en cuanto lo ve, arrasa con todo hasta que el último rescoldo se ha apagado. Así conseguimos que arrasara pueblos y caravanas para nosotros.

Trilero asintió con pesadez.

—Bien. Gracias —musitó con honda sinceridad—. Eso es todo.

Quinto asintió y se levantó. Abrió la puerta y dejó que el templario saliese primero, antes de marcharse el mismo, despidiéndose con un rápido gesto. Cerró la puerta a su espalda y emprendió el camino de regreso a las calles, perdido en sus propios pensamientos.

—Arnaud —indicó al templario, mientras abría la puerta de la calle—. Montaremos ese acto funeral. Pero no por mi hermana, sino por todos nuestros hermanos que han muerto a mi servicio; se lo debemos.

El templario asintió con vehemencia, aliviado, y se internó con una sonrisa en aquellas calles llenas de espantos y demonios.

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