Senos Ancestrales
Mi abuela, Julia, ha estado presente en mi vida desde los cuarenta días de nacida, cuando la incapacidad por maternidad de mi mamá terminó y tuvo que volver al mundo laboral.
Julia me enseñó a dominar la escritura del odioso número cinco, y de paso aprendí, también de ella, que la vida sabe mejor cuando vemos por los otros antes de ver por uno mismo. Ambas lecciones las considero importantes.
El caso es que mi abuela llevaba la última enseñanza a niveles inimaginables. Se desvivía por sus hijos, y hoy en día se desvive por sus nietos. Quiero creer que sesenta y ocho años de entrega total ya le aseguraron un trocito de cielo.
Los primeros recuerdos que tengo son junto a ella, extraños... pero conmovedores cuando miro hacia atrás. Cuando Julia iba al baño, dejaba la puerta entreabierta y sacaba una mano para alcanzarme.
—No tengas miedo; aquí estoy —decía siempre sonriente.
Puedo asegurar que hacía eso desde que comencé a caminar, pero no fue hasta los tres o cuatro años que mi di cuenta.
Una ocasión, mientras ella estaba en el baño, mentalmente comencé a pasar página sobre las abuelas de mis compañeros del kínder, y llegué a una conclusión que hasta la fecha conservo: mi abuelita era la más guapa de todas las abuelas.
¿Alguna vez has contemplado las manos de tu madre? Quizás estoy loca, pero las manos de mi mamá, a mis ojos, son bellísimas, y las de mi abuela igual. Suaves, cálidas y dulces.
—Pero mira todas estas arrugas —protestó Julia una vez.
¿No creen que dichas arrugas son parte de su hermosura? Las marcas que tengan... ¡es la vida escribiendo sobre la piel! Que poética me puse.
Escribir el número cinco no es mi única anécdota con ella; en realidad tengo muchas, pero hoy quiero hablarles de aquella que aún es tema de conversación en las comidas familiares.
Desde antes que naciera, mi abuela tenía una estética que durante muchos años fue su pasión. Así pues, cuando llegué, continuó con ella. Un día, alrededor de mis tres años, salimos caminando hacia un centro comercial. Debo admitir que ella era la única que caminaba; yo iba en sus brazos. En el trayecto nos topamos con un muchacho que resultó ser cliente suyo.
—Señora Julia, ¿cree que me pueda cortar el cabello uno de estos días?
Ellos mantuvieron una conversación rápida y seria. Entonces, justo antes de irnos, se me ocurrió abrir la boca:
—Mira las titis de mi abuelita —dije al tiempo que tiraba hacia abajo del escote de su blusa.
Mi abuela dice que el semblante del muchacho se volvió completamente rojo, y que se marchó caminando a paso veloz hasta perderse tras una esquina. Nunca más volvimos a saber de él.
Si estaba buscándole pretendiente a mi abuela o no, jamás lo sabré. Pero de una cosa estoy segura: tengo serios problemas con los senos ajenos.
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