La Hermosa Patrona.
Hace mucho tiempo, de ese tipo de paso del tiempo que es más emocional, porque si habláramos del tiempo real podría decirte que tal vez ocurrió ayer o la noche pasada. Hace mucho tiempo, mi corazón lo sintió, aunque mi cerebro diga lo contrario. Hace mucho tiempo estaba yo en la oscura noche donde la gélida brisa me abrazaba mientras caminaba por los solitarios senderos de piedra del parque.
Aquel parque tenía muchas leyendas si le preguntabas a los vecinos.
Todos hablaban de mujeres que gritaban agonizantes, de carretas cuyos caballos hacían un escándalo, pero no tenían chófer alguno que los callara, de niños traviesos que se perdían por la ciudad. No había persona alguna que te dijera que desconocía algún hecho paranormal de aquí.
Yo era la excepción, ahora no tanto.
Cabe mencionar que no sabía qué hacía yo a altas horas de la noche en el parque que se hallaba solitario. Las luces de los faros apenas y alumbraban un poco, todo parecía misterioso con la poca iluminación y el susurro de los columpios al moverse por el frío viento.
Y en lo más alto de aquella resbaladilla del centro estaba yo, apreciando el fúnebre paisaje que tenía para mí. Los únicos sonidos que escuchaba, además de mi respiración, eran los grillos que con su irregular sinfonía acompañaban el chirriante susurro de los columpios.
Fue ahí donde lo escuché: el metal golpeando la piedra, el eco que producía. Cuando volteé no había nada, sólo el fantasma hecho de polvo que se levantaba en mitad de la calle. La confusión se apoderó de mí, ¿en qué momento había pasado algo por aquí?
—Un coche —pensé, pero era ilógico; lo habría escuchado y podría haber visto los faros. Y sí, escuché algo, pero había sido muy distinto al feroz motor de un automóvil. Había sido metal golpeando el pavimento, no el sonido del hule deslizándose.
Me di la vuelta quedando con mis pies colgando sobre los delgados tubos de metal que eran las escaleras de aquel juego. La tenue luz anaranjada parpadeó hasta que el polvo se disipó, quedando todo como si no hubiera pasado nada.
Decidí irme, no quería pensar que alguien pudiera estar por aquí haciendo maldades. A estas horas de la noche, casi madrugada, ya no quedaba alma alguna vagando por las calles ni siquiera por ser dos de noviembre.
Bajé las escaleras pie por pie, lentamente, no quería caerme. Me sostuve con las manos de los mismos tubos donde ya había pisado y restos de la pintura y óxido me quedaron en las manos. Cuando estuve en el suelo subí la cremallera de mi chamarra y seguí el angosto sendero de piedra.
Podía sentir la mirada de alguien en mi nuca, observándome a la distancia sin perder ninguno de mis movimientos. Podía sentir como la gélida brisa se hacía aún más fría, si eso era posible, y los escalofríos en mi columna no paraban. Era como si alguien me siguiera.
Miraba sobre mi hombro de vez en cuando pero no veía nada. Las pequeñas rocas que formaban el sendero se acabaron cuando llegué al pavimento de la banqueta. Y ahí estaba yo, bajo la luz anaranjada del faro que parpadeaba sobre mí.
Y se escuchó de nuevo.
Metal golpeando al suelo. Pero el sonido era más nítido. Varios pedazos de metal golpeando rítmicamente el suelo, siguiendo un patrón, como si... como si varios pares de pies corrieran.
Y lo vi.
Una carroza se observaba a lo lejos, al final de la calle, acercándose cada vez más. Podría pertenecer a alguien de un estatus alto si estuviéramos en el siglo XIX.
Cuatro caballos oscuros como el manto de la noche cabalgaban a una baja velocidad, la suficiente como para verlos detalladamente. Escuchaba el sonido del látigo golpeando a los animales, pero no lo veía.
Pasó frente a mí. No había chófer.
Los caballos avanzaban con un rumbo específico, pero no tenían quién los dirigiera. Escuchaba el látigo golpeándolos, acelerándolos, pero no había persona alguna que lo hiciera. Sólo estaba el asiento del conductor vacío.
La respiración se me detuvo. Me paralicé y no pude evitarlo. Los caballos tenían sus ojos en mí, su mirada pérdida parecía la de un muerto... Su relinchar hizo eco y me dejó sordo por un momento.
Paró. La carroza quedó justo frente a mí. La estrecha puerta de madera oscura se abrió con un rechinido tenebroso. El oscuro interior me daba la bienvenida, invitándome a pasar.
Sin creer lo que ocurría di dos pasos hacia atrás, lento y cauteloso, y seguí un poco más, volviendo al parque y alejándome de la carroza.
Estaba asustado, no mentiría, pero también la falta de sueño podría estar afectándome.
¿A quién engaño? ¡Eso se había visto muy real!
Di media vuelta y corrí, entrando al parque de nuevo, corriendo entre los infantiles juegos de opacos colores, escondiéndome detrás de los gruesos troncos de los altos árboles. Así hasta que me cansé. El sonido de los grillos era lo único presente además de mi agitada respiración que trataba de calmar. Ya no oía las herraduras de los caballos, pero eso no quería decir que ya no me persiguieran.
¿Por qué me perseguirían, para empezar?
Unas escalofriantes risas volvieron a tensarme. No tenía ni idea de lo que sucedía. Volteé a todos lados tratando de encontrar el origen. Quería saber lo que ocurría. El chirrido de los columpios sonó detrás mío. Lentamente volteé, como si no pudieran verme si me movía con lentitud.
Y en los columpios, moviéndose de adelante hacía atrás —como si eso en mitad de la madrugada fuera normal— dos niños estaban sentados en ellos. La parpadeante luz anaranjada apenas dejaba ver su morena piel cuando se alzaban. Sus cabellos negros se mecían con el movimiento y el frío viento. Sus risas hacían eco, ahogando la sinfonía de bichos nocturnos.
¿En qué momento habían llegado? ¿Habrían visto la carroza? ¿Dónde estaban sus padres?
Sus cabezas giraron al mismo tiempo hacía mi dirección. Era escalofriante ver sus oscuros ojos clavados en mí con ese brillo de malicia en ellos. Ambos bajaron sus pies, arrastrándolos sobre la tierra debajo de ellos, y parando el columpio. Bajaron, alisando sus cortos pantalones y mangas de sus blancas camisas. Y me miraron. Caminaron hacía mí con pasos sincronizados, sus sonrisas eran como las de un travieso niño, pero desoladas, aterradoras. Me miraban y luego entre ellos, murmurando cosas que no entendía.
No sabía si caminar hacía ellos y preguntarles por sus padres o simplemente huir de ahí.
—¿Qué haces aquí?
Asustado, retrocedí varios pasos. Acelerado, miré hacia arriba donde las hojas tapaban la luna. Unos tenis azules colgaban sobre mí y detrás de estos, una sonrisa se extendía sobre el rostro de un niño.
Ahogué un grito del susto. ¿A qué hora había llegado?
Un niño, como los otros dos, sentado sobre las gruesas ramas del árbol me saludaba con una tétrica sonrisa.
—¿Estás perdido?
Los otros dos niños ya estaban frente a mí, todos rodeándome. Traté de hablar. El labio me temblaba y las palabras no salían, ni siquiera balbuceos. Nada. Estaba desorientado, desconcertado, aterrado.
—Yo digo que lo llevemos a su casa —el niño del árbol bajó, cayendo de pie sobre el sendero, sin parecer haberse hecho daño.
—N-No —pude decir al fin—. ¿Su-sus padres...?
Se miraron entre ellos antes de reír a carcajadas. Hasta eso era tenebroso. Sus risas eran como ecos vacíos que llenaban mi cabeza. Divertidos, negaron.
—Te llevaremos a casa —dijo otro muy animado. Esto cada vez me daba más miedo—. Cerca de la tuya está la de nuestra patrona.
¿Por qué tenía que haberme quedado sobre aquel juego a mitad de la madrugada sabiendo como era la ciudad de insegura y extraña?
Sus frías y pequeñas manos tomaron las mías y pegué un pequeño brinco al sentir el gélido en sus cuerpos. Dos de ellos tenían mis manos entre las suyas y el otro estaba detrás de mí, empujando mis piernas.
Aún desconcertado, caminé. Tal vez irían a sus casas...
Yo iba al frente a pesar de que sus manos no me dejaban retroceder, pero tampoco avanzar tanto. Ellos cuchicheaban a mis espaldas y la duda de saber qué sucedía me carcomía.
El sendero que tomamos era el que iba a la dirección contraria al de mi casa. Era extraño. De repente ya no me concentraba en el sendero que se iba transformando en pavimento bajo mis pies, sino en los murmullos de aquellos chiquillos. Me vi inmerso en aquella plática sobre los dulces que uno le había robado al otro.
—Nos tenemos que ir —dijeron en algún momento y cuando me di cuenta ellos ya habían desaparecido.
No había ni un fantasma de polvo.
En cambio, ahí sólo estaba yo, confundido. No reconocí la calle en la que estaba, ni las casas o coches estacionados. Era como si me hubieran llevado a perder. Las casas eran tan distintas a las de la colonia y me atrevería a decir de la ciudad, de hecho, no reconocía ningún punto de la ciudad que se pareciera al lugar donde me encontraba.
Entonces recordé algo. Chaneques.
Esos diminutos seres parecidos a niños pequeños que te llevan a pasear y cuando te das cuenta ya estás perdido.
Dios, no. ¿Cómo podía ocurrirme esto a mí? Y, para empezar, ¿cómo esto podría ser real?
Tomé una de las calles frente a mí, no muy seguro de a dónde me dirigía. Alcé mi cabeza cuando algo me cayó encima, una pequeña gota de agua sobre el rostro, deslizándose sobre mi nariz hasta llegar mi mentón y caer.
Una tras otra. Genial, llovía.
Me coloqué la capucha de mi chamarra y caminé en la calle que se volvía un río.
Las gotas ahogaban mis pasos y suspiros. Sentía nuevamente la mirada de alguien sobre mí, pero cada vez que volteaba sólo veía la cortina torrencial de gotas.
El único sonido que me acompañaba además del golpeteo de las gotas era el acelerado bombardeo de mi corazón en mis oídos. Tenía los nervios a flor de piel y la respiración demasiado agitada.
Estaba aterrorizado.
Un sonido se sobrepuso a todo lo demás, subí la mirada, pude ver a un caballo oscuro frente a mí, al mismo tiempo que un relámpago surcó el cielo observé al jinete, de apariencia aterradora.
La cabeza —donde iba la cabeza estaba vacío. Sólo estaba su cuello manchado de sangre cortado irregularmente...
Quise vomitar. Mi estómago se retorció ante la vista y el putrefacto olor que emanaba por la sangre fusionándose con la humedad del ambiente.
El caballo se acercó a la vez que yo retrocedía. Su relinchar se hizo eco. La mano del jinete, cubierta por un guante negro se acercó a mí. Aterrado, retrocedí, enredándome entre mis propios pies y cayendo al suelo.
No al suelo.
Mis tobillos se pegaron contra una superficie, la esquina de alguna cosa. Caí de espaldas, mi cabeza golpeó contra algo aterciopelado y cuando pude, sólo vi negro.
Me senté cuando me di cuenta de que estaba sobre un escalón. El jinete se acercaba a mí. Apoyé mis manos y seguí retrocediendo hasta que mi espalda se topó con algo y justo cuando creí que entraría por esa estrecha abertura de la que apenas me daba cuenta, se cerró.
Algo se cerró sobre ese hoyo. Temblando, volteé a todos lados. Todo era oscuro.
—Ya estás aquí.
Una voz suave como una nota de violín se deslizó por mis oídos. Una pequeña luz se encendió en alguna parte y pude ver el lugar con paredes rojo oscuro. Era muy pequeño.
La luz le daba un aspecto tenebroso, pero aun así no quería apartar la vista. Su piel blanca como la nieve era sombreada en la nariz por la vela que entre sus pálidas manos sostenía; sus ojos oscuros tenían adornados los párpados de negro con pequeños círculos naranjas al alrededor. Sus labios de un rojo ardiente se curvearon en una sonrisa coqueta. Sus cabellos negros que se teñían de naranja por la vela estaban atados en la parte de arriba de su cabeza con flores naranjas de cempasúchil.
La flor de los muertos.
Me quedé sin habla y, aunque mi respiración se hubiera calmado, seguía asustado. No había palabras, sólo mi mirada de gatito asustado en ella que sostenía una sonrisa burlona.
El espacio en donde estábamos cambió. Escuché las herraduras golpear el suelo de afuera y quise creer que no estábamos donde pensaba. La carreta.
—Cálmate, ¿quieres? —su voz era suave como el pétalo de un cempasúchil, pero a la vez era tan vacía y desolada.
¿Por qué me perseguía en primer lugar? ¿Por qué yo? ¿Qué tenía yo de especial para que me ocurriera todo esto?
—Eres tan tierno estando asustado —los pálidos y esqueléticos dedos recorrieron mi mejilla en una gélida caricia.
Me quedé quieto, petrificado, sentía que si me movía me iría mal. Sólo dejé que sus fríos dedos se apartaran de mí.
—¿Sabes por qué estás aquí? —su voz era suave, como si le hablara a un niño pequeño que no entendía. Y así me sentía, un pequeño niño que daba pasos a tientas en la oscuridad, temeroso de lo que esta ocultaba— ¿No? Pobrecito... —tragué en seco y me dispuse a observar la puerta. ¿En qué momento podría correr y salir de aquí?— Estás aquí para... —hablaba pausadamente, era desesperante y eso sólo aumentaba mis nervios— recibir un castigo.
Y antes de que pudiera reaccionar, cambió.
Aquella esquelética pero bella mujer se alzó y la vela se apagó. Sus cuencas vacías de un momento a otro estaban llenas de fuego ardientes, fuego furioso. Parecía haber crecido aterradoramente. Y entonces la mujer que había considerado bella era ahora aterradora.
El miedo creció aún más al verla acercarse a mí. Y ahí estaba yo, arrinconado en la esquina de la Carreta de la Muerte, rogando a Dios que todo esto fuera mentira o una pesadilla tal vez.
Mis sollozos de terror resonaban como el crujir de la madera y las patas de los extraños caballos en la calle.
¿Por qué? No había hecho nada, ¡Nada! ¡Podría decirse que hasta era un inútil!
Mi llanto salía sin poder evitarlo, y ni siquiera me molestaba en evitarlo. Estaba asustado, aterrado. Quería huir de ahí y no podía. Sólo estaba en la esquina de la Carreta hundido en mis miedos y mis pensamientos en los que moriría en las esqueléticas manos de aquella mujer.
La Carreta frenó y mi espalda golpeó la pared. Al alzar la mirada me tope con el rostro de aquella mujer casi sobre el mío. Mi respiración se detuvo. Las llamas que habían pasado de un color anaranjado a uno verdoso parecían mirarme. El sudor frío caía por mi rostro fundiéndose con las pocas gotas que quedaban de mi llanto que había parado. Su esquelética mano pasó de nuevo por mi mejilla a la vez que una carcajada salía de su boca. Pasó por mi cabello, agarrando algunos mechones. Entonces me alzó de la cabeza. Luego sentí el impacto contra la pared.
Mi visión era aún más borrosa, todo daba vueltas. Lo único que vi antes de sucumbir a la oscuridad fue su sonrisa.
Cuando desperté lo hice de golpe. Retrocediendo sin ser consiente de mi alrededor. Sólo quería alejarme de esa mujer. Aún tenía los ojos entrecerrados, pero cuando los abrí la luz me pegó de lleno. Los cerré.
¿Había amanecido ya? ¿Eso quería decir que ya no estaba en la Carreta?
—¿Estás bien?
Una suave voz se filtró sacudiendo todo mi interior. Era su misma voz. Abrí los ojos topándome con unos preocupados ojos, los acaramelados ojos del amor de mi vida.
Su voz se parecía tanto a la de ese ser extraño... ¿Por qué? Tal vez era una ilusión más de todas las que pasaron en la noche. ¿Estaba despierto realmente siquiera?
—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntar— Ayer gritabas mucho —captó mi atención. ¿Cuánto no había gritado, sollozado, ayer?—, ¿tenías una pesadilla? —la peor de mi vida si es que no había pasado realmente, todo se había sentido tan real...— Intenté despertarte pero no pude —su boca se torció en una mueca—, ¿estás bien?
—A-Ajá... —murmuré en un tartamudeo.
¿Qué había hecho yo para merecer un "castigo" como aquella hermosa mujer había dicho?
—Bien... —aunque la tenía de frente su voz parecía lejana, ¿o yo era el lejano? No sé...— ¿Sabes? Ayer olvidamos algo —volví a mirarla—, no pusimos el altar —la miré, confuso. Realmente eso era lo último que me preocupaba—. Te pedí que lo pusieras, pero supongo que estabas ocupado —ayer... ayer lo olvidé, no le tomé importancia—. Lo pondré en un rato... —y se fue. Salió de la habitación no antes sin mirarme, preocupada.
El altar. No lo había pensado. Realmente lo había olvidado por completo ayer. El altar de Día de Muertos. Sólo era algo que ocupaba espacio y ya. Podría poner una simple veladora.
Azotaron la puerta y me sobresalté. Quise gritar, pero las palabras no salían. Me había quedado mudo de la impresión y el miedo. La esquelética mujer estaba ahí, mirándome desde la puerta con una sonrisa maliciosa. ¿Eso no... no había sido una pesadilla?
No. No quería volver a vivirlo. No. Por favor, no.
—No quieres, ¿eh? —su voz se deslizó en mi cabeza como una serpiente. ¿Acaso sabía... lo que pensaba?— Supongo que no importará si te mató, ¿no? —me congelé ante esa idea. Se acercaba lentamente, como si disfrutara verme así— De cualquier forma, sólo ocupas espacio.
Esas palabras. Las mismas palabras que usé para describir el altar. La saliva me pasó por la garganta.
—Si es por eso —la voz me temblaba—, ella lo está poniendo...
—No me importa que ahora lo ponga ella —siseó—, debiste de haberlo puesto ayer.
—¿Por qué...? —susurró.
—¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¡Todavía preguntas por qué! —exclamó. Yo no sabía qué importancia tenía, ni siquiera sabía que día fue ayer— Veamos —se alejó de mí y suspire para mi alivio. Un libro apareció entre sus manos, un libro de pasta desgastada—: el año antepasado tus familiares pudieron venir porque a tu hermana se le ocurrió poner un altar —¿y eso que...?—, el año pasado tu hermana quería venir, ¿sabes? Se veía muy inquieta por su primera salida a la tierra de los vivos, pero ¡sorpresa! No había altar —cerró el libro de golpe, sobresaltándome—. Y este año tampoco.
—¿Te refieres a...? ¿A muertos? —murmuré incrédulo— ¿Muertos de verdad?
—Obvio —entonces ella era...—. Sí, soy la Catrina, la señora Muerte o como me conozcas.
—Yo...
No sabía qué decir. Estaba frente a una leyenda. ¡Y se supone que eso era! ¡Una leyenda y nada más! Una historia de fantasía inventada por los antiguos habitantes de México. Nada más. Pero estaba frente a mí y se veía muy real.
Ella sonrió con burla nuevamente.
—Pero para tu suerte... —cabeceó— Ayer fue primero así que tienes hasta hoy si no quieres ser el próximo —asentí repetidamente. No quería creer que eso de "el próximo" era lo que pensaba.
Entonces las llamas la envolvieron y desapareció.
Y así fue como, hace mucho tiempo, vi a la hermosa Catrina. También me enteré de que no había sido el único que había visto a la hermosa leyenda. Al parecer, ella había estado visitando a muchas personas que no habían dejado un lugar para que las almas de sus familiares visitaran.
Y aunque diría que me gustaría ver a semejante belleza, estoy muy seguro de que no quisiera que me visitara por esas condiciones.
Relato por: --BAM--
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