Toda su vida había dado un giro de 180 grados, había matado al hombre que amaba, ¿Con que motivo? ¿Que le ocultaba su memoria? ¿Que enterró en esos profundos jardines?

¿Ranpo le hizo algo?

¿Por qué?

-¿Por qué?

Preguntó en su propia mente, ¿Estaba despierto? ¿Estaba dormido?

Abrió los ojos...

Estaba en un bosque. ¿En un bosque?

¿Por qué en un bosque?

Estaba atardeciendo.

Tenía un anillo en un bolsillo.

¿Por qué?

Camino hacia donde el sol clareaba, un muelle...

Avanzó hasta llegar a la orilla, el agua por alguna razón no reflejaba el cielo azul, aunque el agua era clara no había ningún reflejo, todo era como un agujero negro que comía las imágenes a su alrededor. Los árboles se tornaban borrosos y el cielo oscurecía rápidamente.

-¿Sabes por qué lo hice? -preguntó Edgar jugando con el anillo que tenía en sus bolsillos, girandolo entre sus dedos con nerviosismo-, solo tú y yo estábamos presentes, ¿Por qué lo hice?

-Claro que quiero casarme contigo Edgar... Eres un tonto al hacer una pregunta cómo esa.

-Yo también quería casarme contigo. -dijo el escritor inquieto, mirando a su pareja que humedecía sus pies en el agua que parecía hacer desaparecer sus extremidades.

-Entonces... ¿Por qué no nos casamos?

-Por que ya no podemos.

-¿Y por qué no?

-Por que yo...

Recordó esa cena donde conoció al chico de la cafetería, ese chico que jugaba nervioso con sus dedos y le pregunto cómo conoció a Ranpo.

Recordó que le dijo que le pediria matrimonio apenas terminar su último caso.

¿Cómo sabría que esa sería su última cita?

-Me tomaste por sorpresa aquella noche, Edgar.

-¿Por qué lo hice? ¿Tu lo recuerdas?

-El gato lo sabe.

Abrió los ojos, impactado, asustado, le costaba respirar, una lengua rasposa pasaba por sus mejillas, empujó aquella figura que se ponía pesada sobre su pecho, solo para descubrir que se había aferrado fuertemente a su camisa, rasguñando su pecho.

Ranpo estaba posado sobre él, oprimiendo su respiración e impidiéndole pararse, gracias al peso le resultaba imposible gritar, pero si pudo cerrar los ojos con fuerza, y morderse los labios hasta que sangraron.

Nuevamente esa lengua rasposa se paseo por sus comisuras, extrayendo la sangre que salió de su rasgado labio.

Finalmente reunió la fuerza y el valor suficiente para apartarlo de su lado pudo abrir los ojos, encontrando a ese gato negro en su lecho, a su lado.

Nunca fue Ranpo, siempre te fue ese gato.